INTRODUCCIÓN

  1. ¿Qué queremos decir cuando afirmamos que Dios nos ama?

Al hablar del amor de Dios tenemos que intentar, primero, hacer una precisión que nos aproxime  a lo que pretendemos decir.

Se trata de aquel conocimiento superior que en la Revelación es señalado como “la Sabiduría”, un gran don especial y personal de Dios. Es mucho más “saber a Dios” que “saber de Dios”. Es el fenómeno que acontece cuando llegamos a resultar afectados, y que tiene lugar en las fuentes de la persuasión, de la convicción, de la libertad, de la capacidad de asombro y de la dicha y que ilumina y motiva la vida y el comportamiento de la persona.

Es un conocimiento que San Pablo llama “perfecto”, porque es la inteligencia del amor: “Que vuestro amor siga creciendo cada vez más en conocimiento perfecto” (Fil 1,9). “Que… el Padre de la gloria os conceda espíritu de Sabiduría y de revelación para conocerle perfectamente, iluminando los ojos de vuestro corazón (Ef 1,171-18).

Se trata de un conocer divino por su origen y por su naturaleza, y que aun estando en nosotros pertenece a Dios, pues sigue siendo amor de Dios en el hombre.

Una observación capital: resulta inconcebible que Dios nos haya amado a la manera de Dios y que él no quiera que nosotros lleguemos a experimentar su mismo amor recibido y dado, vivido con una modalidad divina.

Esto se nos hace difícil comprender porque este amor es un suceso originalmente comunitario. Dios lo ha dado a la comunidad. Y es la comunidad el espacio natural donde nace y crece este amor, como el ave en el aire, como el pez en el agua. Es un amor que se transmite como la vida misma, por comunicación personal en fe y caridad.

El amor de Dios al hombre, visto en los textos bíblicos, es el capítulo más impresionante de la historia de la humanidad, y Dios quiere que podamos amar en el amor y con el amor que él mismo nos regala. Dios quiere que seamos felices y que lleguemos a amar así. En el mensaje de Cristo nada es verdad sin este amor. Este amor es su don fundamental y específico. Lo que ocurre es que hemos nacido y vivimos sedimentados en un inconsciente histórico, en una herencia cultural que es más cultura de la fe que fe. La fe que sólo es herencia cultural, no es fe. Nuestra vida cristiana no está formada en el plano bíblico y evangélico de la historia de la salvación, de la vivencia pascual, del año litúrgico, de la pedagogía estructural de la Iglesia de todos los tiempos, sino el del santoral y las devociones populares. Por tanto, estamos  descentrados, dominados por la ignorancia y la desviación. Los materiales educativos, incluidos los catecismos oficiales, reflejan más las preocupaciones dogmáticas (refutar herejías) que las evangélicas (conducir pastoralmente a la comunidad). Y esto arguye insuficiencia y desviación. No estamos en la senda. Y así resulta una paradoja ser cristiano y no amar; hacer pastoral y no hacer de ello un servicio de amor, o hacer caridades sin que ello implique actitudes interiores de amor sincero. En cristiano, la identidad y lo distintivo es el amor. ¿Es, acaso, el amor el problema fundamental en la Iglesia actual? ¿No se utiliza la misma verdad para excluir y aplastar? ¿Hay, acaso, en nuestra Iglesia otro problema mayor que el del amor?

Si Dios es amor, sólo existimos como creyentes si  amamos y cuando amamos. Sólo existimos cuando amamos. El amor es el auténtico destino de la vida humana y cristiana. Es la concentración de la vida. El fin absoluto y universal. Es la plenitud de la ley. La madurez del ser. La suprema realización. Con el amor todo vale. Sin amor nada sirve.

Las circunstancias ambientales y eclesiales actuales no favorecen el desarrollo del amor. Hay demasiada crispación. Vivimos un bloqueo histórico, una paralización   de la voluntad colectiva, un mimetismo colectivo de época, que impide tomar conciencia de los estancamientos actuales que son muy graves: la ignorancia e inconsciencia como consecuencia de que en España no se ha dado todavía el paso de un cristianismo heredado a un cristianismo culto, personalizado y conciliar. Domina una fuerte y masiva alergia histórica a integrarse, a participar en la responsabilidad activa y comunitaria. No se educa para ayudar a pasar de un cristianismo individual y privado, a otro de responsabilidad histórica y social. Se vive preocupados más por los errores de los otros, o por los ataques de fuera que por planificar poderosamente la educación en los valores evangélicos de la comunidad. Se fomenta el cultivo exterior, la observancia celebrativa, más que la formación de las actitudes y motivaciones internas. Sobran rezos y falta oración. Hay pastoral, pero hay sequía de amor. Hay un exceso de la teoría sobre la experiencia. Piden ortodoxia en la doctrina aquellos mismos que taladran la ortopraxis evangélica. Hay responsables eclesiales que tienen detenida a la comunidad entera en el postulado del “orden”, de la simple carencia de problemas y contrariedades. Regularmente, quienes han alcanzado poder temen los cambios, pues una participación activa y responsable de la comunidad lo primero que cuestiona son los excesos del poder. El primer postulado del amor es el reconocimiento de la libertad y dignidad de los otros.

  1. ¿Podemos expresar conceptualmente el amor de Dios?

No es posible. Los términos y expresiones sobre el amor los tomamos de la experiencia humana. Son modos humanos de amar. Pero los modos de Dios son distintos. Dios es infinito. Es una simultaneidad siempre en acto. Nosotros sólo conocemos la intensidad que procede por adición y sumas. Pero Dios no es cantidad. El amor es su ser. Lo que mide el amor de Dios no es el amor del hombre, sino su propio ser.

Dios nos ama porque aun en nosotros se ama a sí mismo y nos ama en el amor con que se ama a sí mismo. Somos imagen viviente de Dios y Dios amándose él nos ama a nosotros, y amándonos a nosotros, en nosotros se ama él. Somos el amor que Dios tiene y se tiene.

  1. EL AMOR DE DIOS EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

La Biblia es un libro de historia, no un libro de doctrinas. En él se nos da un testimonio de amor, no una teología del amor.

El amor de Dios es previo a la creación. Dios no crea y después elige, sino que porque elige, crea. Dios crea amando. El tema bíblico de la creación es posterior al de la alianza. Es un  capítulo de la alianza. La doctrina sobre la creación nace como intento de convencer al pueblo oprimido de que también los reyes opresores dependen de Yahvé. Porque por creación, todo y todos le pertenecen.

Pero el amor de Dios a su pueblo comienza a manifestarse en serio no cuando Dios regala al hombre la tierra, sino cuando se da él mismo entregándose en su intimidad personal.

No hay proporción entre Dios y el hombre. “Nadie es capaz de verme y seguir viviendo” (Ex 33,20). Y sin embargo, Dios busca a los hombres, habla con ellos, los ama. Dios se hace inconcebiblemente cercano con una cercanía impresionante. Su cercanía no aminora su trascendencia. Al contrario, es su trascendencia la que revela la singularidad de su amor. El amor de Dios lo humaniza a él, en la encarnación, pero sobre todo, diviniza al hombre al introducirlo en la vida íntima de Dios.

Con Abraham nace la fe. El amor de Dios es tal que, como correspondencia, Abraham tiene que preferir a Dios a su propio hijo. Se trata de un amor total y exclusivo.

Con Moisés un hombre habla “cara a cara” con Dios en infinita gratuidad. Es un suceso mayor que la creación del mundo. Dios revela su intimidad personal. Moisés aparece como el mayor místico de la historia.

Las características del amor

  1. El amor que perdona

Los profetas centran su mensaje en la revelación de un amor verdaderamente desconcertante: Dios ama incluso en la infidelidad de su pueblo. Ama hasta perdonarle siempre. El pueblo va a ser testigo de la increíble obstinación de Dios en amar. Podría ser comprensible la elección por parte de Dios. Lo que sobrepasa la inteligencia es que Dios ame en la misma falta de correspondencia del pueblo. Dios no aparece como un ser omnipotente: es un padre que soporta, un esposo que perdona y olvida. Su amor no tiene parangón. Ni siquiera es imaginable. El tema central de los profetas es la seriedad y la invencibilidad del amor de Dios a su pueblo.

  1. El amor nupcial

El amor de Dios al pueblo es descrito por Oseas con una expresividad inigualable. Parte de una experiencia personal. Oseas se casa por mandato de Dios con Gomer, una mujer prostituta. A pesar del matrimonio, Gomer se entrega a una vida depravada. Oseas no tiene en cuenta la infidelidad y sigue amándola apasionadamente. El drama personal lleva al profeta a comprender la infidelidad del pueblo y, como réplica, el amor misericordioso de Yahvé. Es el germen de lo que en el Nuevo Testamento se conocerá como el amor ágape, el amor específico de Dios cuyo gesto supremo quedará expresado en la muerte de cruz de Cristo.

El pueblo es la esposa de Yahvé. Yahvé aparece como el esposo. Esa condición esponsal está exigiendo una presencia viva del esposo, presagio de la encarnación del Verbo. En ella Dios se va a dar como es en sí. Esto va a originar una historia real de amor. En Oseas el amor de Dios es descrito en términos inverosímiles. Es enamoramiento sin retorno, celos de fuego, pasión ardiente, ternura delicada, gozo, alegría, emoción. Es como si el fuego del amor fuera tan incontenible, tan dominador, que le hiciera salir de sí mismo, de su soledad y silencio para ser arrebatado a una entrega irrefrenable, a una verdadera inmolación de sí mismo. Oseas contiene el presentimiento de un amor límite que tendrá lugar en la inmolación de la cruz.

Y es en esas situaciones en las que el pueblo, a través de las manifestaciones del amor, va a conocer la naturaleza de Dios. Conoce que es único, porque nadie ama como él. Sabe que es eterno porque su amor no tiene fin. Sabe que es inmutable porque su amor no cambia ni siquiera en el caso de la infidelidad. Sabe que es el creador de toda la tierra porque pone a los reyes a disposición de la liberación de su pueblo. Sabe que es el Señor de los cielos porque “la tierra nueva” es la promesa y regalo de las nupcias definitivas que Yahvé realizará con su pueblo en un futuro privilegiado cuando la esposa “conozca” definitivamente al esposo.

Oseas es el testigo por excelencia del amor traicionado que no se resigna a la infidelidad. La obstinación del amor de Yahvé es más fuerte que el pecado del pueblo (Cf Os 2,2-24).

  1. Un amor eterno

Si Dios es amor, este amor es eterno. No tiene ni comienzo ni fin. Dios nos ama porque no puede ser infiel a sí mismo, como nosotros. “Yo te desposaré conmigo para siempre” (Os 2,21). “Con amor eterno te he compadecido… Porque los montes se correrán  y las colinas se moverán, mas mi amor de tu lado no se  apartará, y mi alianza de paz no se moverá, dice Yahvé que tiene compasión de ti” (Is. 54,4-10).

  1. Amor entrega total: nupcial y hasta la muerte

El amor de Dios rompe todos los moldes. No sólo sobrepasa la razón: entra en lo que normalmente denominamos “locura”. No sólo es un amor que elige, que perdona, que es eterno: se apropia del mal del pueblo, de las enfermedades y muerte, de la pérdida del sentido de identidad, del mal del corazón, de todas las tensiones de la vida, de los egoísmos, odios y violencias. El Servidor paciente de Isaías es referido al Mesías ya por la misma Revelación. El profeta le ve cargado con todas nuestras iniquidades y muriendo nuestra propia muerte, asumiéndola voluntariamente (Is 53). Mantendrá patéticamente el amor en el contexto de todas las dificultades. Demostrará lo que es el amor más serio, la muerte de amor. Aparece el esbozo de la visión de Juan: “Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo” (15,1). “Nadie tiene mayor amor que éste de dar la vida por los amigos” (15,13). Esta entrega es radical, hasta la muerte, y por tanto, esponsal (Ef 5).

  1. La fidelidad de la esposa, don de Dios

Yahvé no sólo hace una historia de liberación y da la nueva tierra, la abundancia, las cosas: se da él mismo, en persona. No sólo hace prodigios, ama de verdad. La fuerza de Israel no son las armas, sino el amor de Dios. Yahvé ama en serio. Y la mayor ofensa es no creer en su amor. Es muy importante creer en el amor, porque en realidad amamos en la medida en que creemos en el amor del otro. La medida del amor es la medida de la fe en él. El más grave problema de Israel fue no dejarse amar por Yahvé. Después del éxodo de Egipto, y el de Babilonia, Israel será invitado a vivir otro éxodo de plano superior: salir de sí mismo, de la infidelidad, abandonándose al amor de Yahvé. Pero hasta esta liberación es don de Dios. El máximo  amor de Dios está en la fidelidad del pueblo, que es verdadero don suyo. El amor de Dios es tan fuerte que, al fin, provocará la respuesta fiel del pueblo. “Por eso la voy a seducir: la llevaré al desierto y le hablaré al corazón… Y sucederá aquel día, oráculo de Yahvé, que ella me llamará “marido mío”, y no me llamará más “baal mío”… Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y equidad, en amor y compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahvé” (Os 2,16-22). “Les daré corazón para conocerme, pues yo soy Yahvé y ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios, pues volverán a mí con todo el corazón” (Jer 24,7). “He aquí que vienen días… en que yo pactaré con la casa de Judá una alianza nueva… pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré sobre sus corazones, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Ya no tendrán que adoctrinar más el uno a su prójimo y el otro a su hermano, diciendo “conoced a Yahvé, pues todos ellos me conocerán del más chico al más grande” (Jer 31,31-34).  “Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas” (Ez 36,24-27). El Nuevo testamento cumplirá este acontecimiento: “El amor de Dios ha sido difundido en vuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (R 5,5).

  1. El encuentro nupcial y la reciprocidad del amor: el Cantar de los cantares

El Cantar es un poema de amor conyugal. Expresa lo inenarrable, aquello que existe mucho más para ser experimentado que para ser narrado. Representa un peldaño nuevo y apasionante del amor de Dios. Describe la irreversibilidad de sus designios y la invencibilidad de su amor: su triunfo absoluto sobre la infidelidad de Israel. Ya no describe el amor que elige, o el que perdona, o el amor que se entrega por completo. Describe el amor que responde en la misma forma e intensidad que lo recibe. Resulta inconcebible que la palabra de Dios haya inspirado un lenguaje tan audaz para expresar la fogosidad del amor que llama y -¡ésta es la novedad!- del amor que responde. Este libro toca techo en la revelación divina. Es como la incandescencia del fuego de los evangelios.  Si en los profetas se llegó a describir el amor de Dios como fuego vehemente, furor, violencia, ternura, compasión, entrega total, ahora en el Cantar, la esposa, Israel, se atreve a hablar a Dios con el mismo lenguaje audaz de Dios. Es la expresión de una ansiedad desbordante, de un enamoramiento apasionado, de un amor de intensidad irrefrenable, que busca el encuentro y la unión. Es una locura de amor que pone al descubierto las emociones más intensas y las turbaciones más íntimas y secretas del corazón. Ahora la gran novedad, y el logro divino, es la imagen de la esposa que anhela, suspira, suplica, con el arrebato incoercible de la pasión más arrolladora. La búsqueda ansiosa, la necesidad de posesión mutua, el detallismo erótico, las expresiones plagadas de una sensualidad ávidamente hambreante e insatisfecha, revelan un amor apasionado.

Israel se siente como esposa escogida y ésta es toda su felicidad Otros pueblos anhelarán el poder bélico, la opulencia material y las riquezas. Para Israel, su dicha es su amor. La tradición judía, y posteriormente la cristiana, le asigna un sentido literal figurado, típico, orientado a esbozar realidades superiores y a prefigurar hechos futuros. El libro canta las bodas místicas del Señor con su pueblo elegido. Celebra los desposorios místicos de Cristo con su Iglesia. Así hablan también los profetas Jeremías, Ezequiel, Oseas, Isaías.

Hay correspondencia entre el Cantar y el Apocalipsis, entre el primer grito del hombre a su mujer: “Esto sí que es huesos de mis huesos y carne de mi carne” (Gn 2,23) y la relación de la esposa, la nueva Jerusalén, con el Cordero, en los últimos capítulos del Cantar: “Ven, amado mío” (7,12) y el Apocalipsis: “El Espíritu y la esposa dicen: ven. Y el que lo oiga diga: ven… Sí, vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús” (22,17-20). El Cantar refleja la historia de Israel, del pueblo cristiano, y da cada uno de nosotros, los creyentes. Juan de la Cruz, Teresa y todos los místicos de la historia, han apelado al Cantar como el pan que nutre el amor en su misma cima y consumación.

 

III. EL AMOR EN EL NUEVO TESTAMENTO

A) LOS SINÓPTICOS

  1. Cristo, amor de Dios al hombre.

Todo lo que el Padre tiene es el Hijo y nos lo da, dice Juan de la Cruz. En el Hijo él mismo se da por completo. Y este don alcanza la profundidad del hombre, pues al encarnarse prolonga en nosotros su misma encarnación, su persona, su filiación, su Espíritu. Restaura en nosotros la imagen de Dios. Y en él nosotros alcanzamos nuestra propia identidad, nuestro verdadero yo, enriquecido y madurado con ese “plus” divino de la gracia divina, de nuestro propio sobrepasamiento en Dios.

En el Antiguo Testamento los amigos de Dios son personajes excepcionales. Su experiencia profunda, la vivencia de su intimidad personal con Dios, estaba dominada por la ley y su cumplimiento. El error fundamental de Israel, y el de los fariseos, era no esperar ya nada porque creían que con la ley lo habían recibido ya todo. La vivencia de la ley no necesariamente conllevaba la experiencia de una gran intimidad personal. Se confundía el fin, la amistad, con los medios, la ley. Era la reducción de alguien a algo. Es la tentación de siempre, quedarse en la institución sin pasar a los valores profundamente internos y personales.

Una de las características más salientes de la espera mesiánica es la convicción de que la novísima intervención de Dios será crear el corazón nuevo del pueblo, infundir la fidelidad del definitivo Israel. El milagro del amor de Dios no será sólo el amor de Dios al hombre, sino el amor del hombre a Dios, fruto de la misericordia divina. Ciertas comunidades comprendieron esta verdad: los esenios, las comunidades del Qumrán. Su patria era el desierto, su búsqueda, el Dios trascendente, su vivencia, el amor. Este amor culmina en Cristo. El amor de Dios es ahora la persona de Jesús, su obra. El amor de Dios es Jesús mismo. Jesús es todo el amor de Dios al hombre. Dios lo da, lo entrega sin reservas. Y por la encarnación de tal manera se vincula con el hombre, con todo hombre, que ya no se retractará jamás. Desde la encarnación el hombre ya no es sólo el hombre. Cristo entra en la nueva identidad y definición del hombre. Es más nosotros que nosotros mismos. Es nuestra verdad más profunda, lo más nuestro de lo nuestro. La gran noticia de los apóstoles es el testimonio de haberlo visto, de haber hablado con él, de haberlo palpado. Los discípulos no transmiten una doctrina, son testigos de una persona. Son hombres que hablan de un hombre en el que se transparenta, en sus palabras y gestos, la increíble donación de Dios. Todo arranca de este hecho: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Han visto una persona y su actitud interna a favor de los hombres. Y esto les ha impactado fuertemente y ha cambiado sus vidas. Cristo es toda la novedad, todo el futuro, la gran noticia. Su presencia lo renueva todo. La realidad es tan grande que ha superado todos los sueños. Cristo es hombre y Dios. En Cristo, Dios ha amado divinamente a los hombres, y los hombres pueden amar divinamente a Dios. Es el gran sueño del Cantar de los Cantares. Cuando por su palabra incorpora a los hombres a su persona, los hace participar de este intercambio. Amados por Dios, en Cristo, ellos llegan a amar divinamente a Dios.

Lo asombroso es que Dios, en Cristo, ha obrado misericordia mediante un juicio de verdadera justicia. Dios es justo. El pecado es la más absoluta negación de Dios. Impide a Dios ser y hacer de Dios en el hombre. La muerte de Dios, en Cristo, es la gran prueba de la seriedad de su amor. “A quien no conoció el pecado, Dios le hizo pecado por nosotros para que viniéramos a ser  justicia de Dios en él” (2 Cor 5,21). “Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en su carne” (R 8, 11-4). Jesús asumió libremente la cruz. Y la cruz pone de manifiesto cómo interviene Dios en la historia del hombre. Se apropia de su mal, de su pecado, de su mismo fracaso, hasta tal punto que Dios mismo fracasa en el hombre. Dios tiene un exceso de amor al hombre y, para amarle, utiliza la pedagogía de lo débil, del anonadamiento, hasta límites insospechados. Se hace pecado y maldición. Esta humillación libre de Cristo se expresa en una profundidad insospechada. Tiene su raíz en el acontecimiento intratrinitario de Dios, de un Padre que “se entrega” al Hijo sin reservas. El Padre no retiene su divinidad, no se aferra a ella. La dona al Hijo engendrándolo. Y el Hijo no retiene ávidamente ser igual a Dios, sino que se anonada a sí mismo y también “se entrega” ilimitadamente al hombre, hasta morir de amor. La unidad del despojamiento intratrinitario y extratrinitario estriba en que se trata del mismo y único movimiento: el Padre se entrega al Hijo y el Hijo se entrega a los hombres. Hay identidad entre la entrega interior del Padre al Hijo y la entrega exterior del Hijo a los hombres en la cruz. En la cruz se desvela la entrega total de Dios Padre y de Dios Hijo al hombre pecador para enriquecerle de nuevo en Dios. La cruz significa que Dios mismo abandona a Dios cuando, ocupando nuestro lugar, se hace cargo de nuestra mentira y perdición, de nuestro rechazo al amor. Dios llega tan lejos que, poniéndose en el puesto del pecador condenado a muerte, reconcilia al hombre consigo en su Hijo encarnado y muerto por el hombre. La cruz es el símbolo real de la decisión incondicional del amor de Dios a favor nuestro. Dios hace justicia con los hombres y el juicio va a ser para ellos una absolución de misericordia. Por eso Jesús buscaba a los más pecadores. La máxima miseria atrae a la máxima misericordia. Las tres parábolas del perdón, la oveja, la moneda, el hijo pródigo, nos aseguran “que hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión” (Lc 15). El hombre nace en el perdón de Dios. El perdón de Dios es una verdadera regeneración del hombre.

  1. Jesús ofrece al hombre el Reino de Dios

Jesús habló del Reino de Dios. Es difícil conceptualizar esta expresión porque Jesús no elaboró un sistema de doctrinas. Provocó una experiencia que conllevaba una prodigiosa involución de los valores humanos en uso. El Reino de Dios era la persona de Jesús, su capacidad de atraer y asombrar, la sensación de armonía, bienaventuranza, paz y amor que irradiaba. El pueblo que le escuchaba tenía predisposición para poder entenderle y aceptarle. La idea de Reino no era extraña a Israel. Ponía en primer plano resonancias sobre el fin del destierro y sus consecuencias: una prosperidad abundante, fruto de una renovación de la alianza como consecuencia del envío del Espíritu al pueblo; el regreso de Yahvé a Jerusalén; la construcción de un nuevo templo; la peregrinación de los pueblos gentiles a Jerusalén para reconocer a Yahvé; la derrota de Satanás y la expulsión de los malos espíritus del pueblo.

Jesús, cuando se refería al Reino de Dios, destacaba la revelación de la misericordia del Padre a los sencillos y su acogida en la casa paterna; el don del Hijo por parte del Padre y la promesa del Espíritu; el triunfo final sobre el mal; el banquete de fiesta escatológico; la resurrección de los muertos y la vida eterna.

Jesús pone al Reino en referencia a la verdad total, el amor absoluto, el perdón ilimitado, el gozo, la paz, la alegría, la misericordia. Este amor profundo es identificado  durante siglos en las escuelas teológicas con el término “gracia”. Hoy es necesario saber releer esta gracia en clave personalista. Pues la gracia, en sí, no existe. Existe el hombre agraciado. El caerse en gracia por el ofrecimiento de un amor total. La gracia está en que Dios se ha enamorado de nosotros. Cristo no tuvo un discurso explícito sobre la gracia. Ni siquiera utilizó el término. Sin embargo, la gratuidad de Dios recorre todas las páginas del evangelio. Dios se da gratis. Nos predestina, nos escoge, nos crea sin que nosotros hayamos hecho nada para ello. La gracia no existe al margen de Dios y del hombre. Es relación, caerse en gracia. No es lo que yo tengo, sino que él me tiene. No admite cosificación ni despersonalización. La gracia humaniza y diviniza. Hace iguales. Es el dinamismo amante de la persona. Tampoco se la puede seccionar de su contexto histórico. Cristo, incluso como hombre, queda referido al Padre en la misma relación personal del Verbo eterno. Y todo hombre queda referido a Cristo en su misma filiación personal. Vive la experiencia humana de su filiación eterna y divina.

         Por la gracia, lo que Dios es para sí lo es también para nosotros. La gracia es la correalización de la vida intratrinitaria en el hombre. En este dinamismo el hombre rompe el techo de su finitud y alcanza un dinamismo de modalidad divina. Conoce en el conocimiento de Dios: “en tu Luz veremos la Luz”, “veremos cara a cara”, “conoceremos como somos conocidos”. Y ama en su mismo amor: “El amor de Dios ha sido difundido en nuestros corazones por el espíritu santo que nos ha sido dado” (R 5,5).

  1. La revelación de Dios como Padre

En los evangelios aparece 170 veces el término “Padre” en labios de Jesús refiriéndose a Dios. Padre era el título con el que Jesús se relacionaba con Dios. Jesús utiliza este término progresivamente  como sinónimo de Dios. Mateo utiliza tradiciones anteriores a la redacción de los evangelios. La designación de Dios como Padre queda atestiguada en el judaísmo de Palestina ya en el siglo primero y constatamos incluso su generalización. La primera comunidad cristiana utiliza el término “Padre” cuando ora. En San Pablo lo vemos en las fórmulas litúrgicas y en las oraciones, así como en las introducciones a las cartas, saludos, bendiciones, doxologías, profesiones de fe, himnos, y en el grito que a modo de suspiro brota del corazón a impulsos del Espíritu Santo al evocar la revelación de Dios a los sencillos.

Jesús habla de “Padre mío”. Señala un conocimiento mutuo que implica una connaturalidad divina entre Padre e Hijo. Jesús reserva esta enseñanza a sus discípulos. Habla de “el Padre” y también de “vuestro Padre”. Manda retirar esta denominación del uso profano: “A nadie llaméis Padre vuestro en la tierra, porque uno sólo es vuestro Padre del cielo” (Mt 23,9).

El Padrenuestro, el grito de júbilo por la revelación de Dios a los sencillos (Mt 11,25), la oración de Jesús en Getsemaní (Mc 14,36) constituyen las capas más antiguas de la tradición. El testimonio unánime de la tradición evangélica es que Cristo oró a Dios invocándolo como Padre y que el término que constantemente empleó fue el arameo “Abba”. Esto representa una novedad total. No existe huella alguna en el palestinismo anterior. Jesús es un innovador cuando llama a Dios de este modo. Para la sensibilidad judía esto era algo inaudito, una grave falta de respeto dirigirse a Dios de esta manera. No hay duda de que representan “las mismísimas palabras de Jesús”.

Pablo y Juan nos ofrecen el fundamento de esta paternidad divina: la filiación divina se deriva de nuestra incorporación a Cristo, como cuerpo suyo, y de la presencia del Espíritu Santo dentro de nosotros. Al recibir el Espíritu del Hijo, recibimos la filiación adoptiva. Adoptiva no quiere decir jurídica, sino por concesión gratuita. “La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el espíritu de su Hijo que clama ¡Abba, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios” (Gal 4,4-8). “El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos. Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados” (R 8,14-17). Al extendernos Cristo su personal filiación, somos hijos en el Hijo, y al ser hijos, el Padre nos extiende el mismo amor que él tiene al Hijo: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre, que nos llamemos hijos de Dios pues lo somos. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es” (1 Jn 3,1-3). Es identidad de amor a Cristo y a nosotros, porque se trata de la misma filiación divina. “Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí” (Jn 17,22-23). “Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,26).

La renascencia de Dios, su paternidad hacia nosotros, es algo tan serio que haber nacido de él implica tener su amor, el amor con el que él ama. Amar es haber nacido de él. No amar es no haber nacido todavía de él. El amor fraterno es la manifestación lógica de nuestra filiación divina porque es amar con su amor: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte” (1 Jn 3,14). “Queridos amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor. (1 Jn 4.7-8). “Todo aquél que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama a Aquél que da el ser, ama también al que ha nacido de él” (1 Jn 5,1).

  1. El mayor de los mandamientos

Si tenemos el amor con el que Dios ama, es decir, si tenemos el amor que Dios es, es lógico que amar sea la mayor dicha y el mayor de los mandamientos. El amor con el que el cristiano ama es el amor con el que Dios ama. Amando nosotros, es Dios quien ama desde nosotros. Y si tenemos su amor, entonces no amamos sólo a los que nos aman, sino a todo hombre, porque todo hombre es amado por Dios. Jesús rompe todas las barreras de nacionalismos, diferencias de lengua, de muros sociales e ideológicos. Mi prójimo es el hombre necesitado. Mi hermano es aquél que está en necesidad. Tal es el sentido de la parábola del buen samaritano. Es para mí más prójimo mi enemigo cuando está necesitado que el amigo que no tiene necesidad de nada. Yo tengo que dejar a Dios amar con su amor en mí y desde mí. Dios ama así, y así debe amar el que tiene el amor con el que Dios ama.

  1. Regla de oro de la caridad

El amor de Dios en el hombre llega a extremos humanamente imposibles sobrepasado con mucho el simple amor psicológico, o la simple razón. “Todo lo que queráis que los hombres os hagan a vosotros, hacedlo vosotros con ellos, pues en esto se compendia la ley y los profetas” (Mt 7,12). Lo que cuenta, en quien tiene el amor de Dios, no es la razón, ni la ley del talión, sino la caridad. Si te abofetean la cara derecha, pon la izquierda. Si te quitan el manto, dale la túnica. Si te roban el honor, sigue amando. Dios es así y ama así. Y lo mismo hace quien tiene “su” amor.

  1. El himno sinóptico de la caridad, Lc 6,27-326

Amar a los enemigos, bendecir a los que nos maldicen, rogar por los que nos persiguen y calumnian, arguye que uno no tiene sólo un amor de naturaleza psicológica, sino divina. Que tiene el amor con el que Dios ama. Si no, sería imposible amar así. No es lo corriente.

  1. La ley llevada a la perfección

Mateo habla de la ley llevada a la perfección (5,7), de una justicia verdaderamente superior (5,20). Jesús establece una moral nueva, la del amor interior y total, caracterizada por la novedad: viene de lo alto. Es gratuita: no presupone mérito alguno. Es radical y total: no tiene límites. Radicada en la interioridad: de todo corazón. Este carácter interior la distingue de la ley antigua, que es más bien exterior: se detiene en la pura observancia.

  1. Amar, en Roma, a los perseguidores

El amor cristiano significa una verdadera revolución en la historia del mundo. Jesús manda “amar a los enemigos” (Mt 5,44). Presenta la caridad en situaciones extremas, en los comportamientos más heroicos y estridentes. Lucas escribe cuando en Roma los cristianos son perseguidos a muerte a causa de su fe. Los fanáticos asesinan sin piedad. Sin embargo, los cristianos tienen que amar con amor divino o de ágape. Da la impresión de que el amor sólo es verdadero cuando se ejercita más bien con enemigos y pecadores. Al odio hay que oponer el amor. A la maldición, la bendición. A la calumnia el elogio. ¡Qué fuerza, la del amor cristiano!

  1. El amor de las bienaventuranzas

Jesús provoca en sus seguidores una verdadera inversión social. Los desgraciados son ahora bienaventurados y los dichosos son ahora unos desgraciados. La fuerza de seguir amando en las dificultades más penosas, el hambre, la persecución, arguye que hay en la tierra quienes ya aman con el amor característico de Dios, el que se expresa ante la dificultad. Este amor no se limita a la abstención del acto externo. Ni siquiera a un simple cambio de actitudes. Es un don de naturaleza divina. En aquellos que lo poseen, pesa mucho más Dios que su propio dolor, cuando los persiguen.  Aman con totalidad y radicalidad.

B) SAN PABLO

Pablo presenta el amor de Dios en su verdadera cima cuando habla de la muerte de amor de Cristo a favor de los hombres. Morir de amor  es la expresión máxima del mismo amor. El amor fogoso de Dios en Oseas, Isaías y Jeremías, Ezequiel y el Cantar, se ha expresado no ya en figuras y símbolos, sino en un hecho histórico real. Es una entrega radical y total. Dios, en Cristo, asume el fracaso del hombre y lo convierte en el fracaso de Dios. Dios desciende hasta el fondo. Se apropia “el pecado” y “la maldición” del hombre. La “entrega” intratrinitaria del Padre al Hijo se expresa fuera de Dios en la encarnación del Hijo, que se anonada, se vacía, y desciende al abismo en la muerte de cruz. El amor de Dios llega a hacerse fracaso en Dios y de Dios, por el hombre. El Padre “no se reserva al Hijo, sino que por nosotros lo entrega a la muerte” (R 8,31ss). En la muerte del Hijo Dios estaba amando al mundo, “Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo” ((2 Cor 5,19). “Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20). Y este amor entrega se convierte en la definición y naturaleza de la vida cristiana. Vivir es morir, porque eso es amar. Debemos prolongar en nosotros el mismo gesto de Cristo: “Sed imitadores de Dios, como hijos amados, y vivid en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros” (Ef 5,1-2). Amor y entrega son la misma realidad. La muerte física o moral, es como el sacramento del amor, su manifestación externa, su comprobación eficaz.

  1. Amor nupcial

El tema nupcial tiene ya su origen en el Antiguo Testamento. Ya en Oseas y en el Cantar adquiere una intensidad sorprendente, pero el tema va teniendo un progreso cada vez más intenso. El amor esponsal de Dios adquiere tintes inefables. Pablo trata el tema. Jesús es el esposo y la Iglesia la esposa. Si en el matrimonio humano dos se hacen una sola carne, en el diseño de Dios el cristiano se hace un mismo espíritu con Cristo. “El que se une al Señor, se hace un espíritu con él” (1 Cor 6,13-17). Con grafismo extremado dice: “El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo”. Es en Efesios donde encontramos el texto más importante sobre el particular. Para Pablo el trasfondo del matrimonio es el misterio de Cristo. La unión del hombre y la mujer tiene una referencia muy especial con la unión de Cristo y de la Iglesia. El Apóstol confunde intencionadamente los dos planos, el del hombre y la mujer y el de Cristo y la Iglesia, dando a entender que la unión esponsal humana es también, y además, unión con Cristo, es decir, símbolo excelente y participación real de la divinización que Cristo aporta la Iglesia. La fidelidad conyugal es fidelidad a Cristo. Es una realidad de gracia, de salvación. El matrimonio cristiano es carne  y espíritu, es tierra y es cielo. Más: el acto sacrificial de Cristo y el acto por el que el esposo se entrega a la mujer son expresados con el mismo término de “entrega”. El “Me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20), equivale también al texto “maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a su Iglesia y se entregó por ella” (Ef 5,20): En la entrega esponsal humana se reproduce la entrega sacrificial de Cristo. Inaudito. Es una locura de amor. Pero una locura de amor de Dios…

  1. El amor, reflejo de nuestra incorporación a Cristo

Entramos en los fundamentos y raíces del impresionante amor esponsal de Cristo. Dios, al incorporarnos a su Hijo, nos hace participar de su misma filiación divina. Entonces Dios nos ama en el amor con el que ama a su propio Hijo. Este amor es el mismo con el que mutuamente se aman el Padre y el Hijo. Divino por su origen, sigue siendo divino por su naturaleza. Cuando amamos, él ama en nosotros.

El Cristo resucitado, viviente en los cielos, se ha convertido de forma permanente en Espíritu vivificante (1 Cor 15,45). Por el bautismo y la eucaristía, Cristo se hace cabeza, principio unificador de toda la Iglesia. Dios predestina a sus elegidos a reproducir la imagen de su Hijo participando en su misma filiación y su mismo amor. Amados por Dios, aman con el amor de Dios. Vivir en Cristo es vivir en la caridad. La caridad aparece como la personalización de Cristo. “Existir en Cristo Jesús” (1 Cor 1,30) es lo mismo que “existir en la caridad” (Ef 1,4). “Estar cimentados en Cristo” (1 Cor 3,10-11) es lo mismo que “estar arraigados y cimentados en la caridad (Ef 13,17).

  1. El amor, consecuencia de la presencia del Espíritu

El Espíritu es el don de Dios por excelencia. Y el Espíritu nos capacita para amar a Dios en su propio amor. “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (R 5,5). El ágape no es un acto que brote del corazón psíquico del hombre. No es “eros” o amor deseo; ni tan sólo “filía”, amor de amistad. Ágape es el amor con el que Dios ama. Y “por él, unos y otros, tenemos acceso al Padre por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Ef 2,18). Sólo el Espíritu puede darnos el conocimiento de Dios: “Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios” (1 Cor 2,11).

El Espíritu nos capacita para amarnos unos a otros con el mismo amor de Cristo. Al estar todos en Cristo, no nos pertenecemos, pertenecemos a los demás. Vivimos en función de la mutua complementariedad. Nadie es dueño de sí. Nadie ha elegido sus habilidades. Todo esto lo ha dado el Espíritu para el provecho de la comunidad. “A cada uno se le concede la manifestación del Espíritu para el provecho de la comunidad” (1 Cor 12,11). Los demás nos necesitan y nosotros necesitamos a los demás, de la misma manera que los pies necesitan las manos y las manos necesitan los pies. Los pies ven por los ojos y los ojos caminan por los pies. Ser parte del organismo significa vivir en función del conjunto, del todo. Abandonar el servicio es perder la propia razón de ser.

  1. La vida cristiana es la vida de caridad

Si Dios es amor, vivir según Dios, con él y en él, es amar. San Pablo juzga la vida cristiana de las comunidades según la caridad. “Timoteo nos ha traído  buenas noticias de vuestra fe y de vuestra caridad” (1 Tes 3,6). “Epafras nos informa de vuestro amor en el Espíritu” (Col 1,8). La vocación cristiana es la vocación al amor: “Os exhorto… a que viváis de una manera digna de la vocación con que habéis sido llamados… soportándoos unos a otros por amor” (Ef, 4,1-2). “Por encima de todo revestíos del amor que es el vínculo de la perfección” (Col 3,14). El amor da el conocimiento: “Pido en mi oración que vuestro amor siga creciendo cada vez más en el conocimiento perfecto y todo discernimiento” (Fil 1,9).

  1. El amor fraterno, una derivación del amor de Dios en nosotros

         El amor fraterno es consecuencia de nuestra incorporación a Cristo y de nuestra vida en el Espíritu. Si todos formamos un mismo cuerpo en Cristo, todos “somos miembros los unos de los otros”. El Espíritu deposita en nosotros el amor con que Dios ama para que nosotros lo irradiemos. El bautismo nos sepulta y resucita en Cristo y nos une a “la entrega” de Cristo haciéndola nuestra. Ser bautizado es apropiarse esta misma “entrega”. La eucaristía es proclamar en nuestra vida la muerte del Señor. Es amar con su amor. Es estar reunidos y unidos. Hace de la asamblea cuerpo de Cristo. La eucaristía no sólo hace el cuerpo de Cristo: nos hace cuerpo de Cristo. Quien rompe la fraternidad pervierte la eucaristía. No se puede recibir la comunión sin ser comunión, sin dejarse afectar por la entrega de Cristo. Si hay diferencias y desavenencias: “eso ya no es comer la cena del Señor” (1 Cor 12,20). “Es despreciar a la Iglesia de Dios y avergonzar a los que no tienen” (12,22). “Es comer el pan o beber el cáliz del Señor indignamente, y por tanto, ser reo del cuerpo y de la sangre del Señor” (12,27). “Quien come y bebe la sangre sin discernir el cuerpo (los hermanos), come y bebe su condenación” (12,29). No hay verdadera eucaristía donde no hay reconciliación fraterna y comunión en bienes y personas.

De este modo, en nosotros es Cristo quien ama. Y en los otros, es a Cristo a quien amamos.

C) SAN JUAN

En Juan vemos no sólo al Dios que elige, perdona y redime. Llega a decir: “Dios es Amor”. Sabíamos que Dios ama hasta el límite. Ahora sabemos que el amor no es un sentimiento. Es su ser. Que no puede fallar porque Dios dejaría de ser él mismo. En consecuencia, amar significa haber nacido de Dios.

  1. El amor nupcial

Todo el evangelio de Juan tiene un trasfondo nupcial. Los relatos de Jesús con personas concretas irradian una ternura divina. Los últimos capítulos del Apocalipsis resumen la historia de la salvación en la escena de las bodas del Cordero. Es el desenlace final de un largo lance de amor que tiene sus orígenes en el Génesis, con la figura de Adán, creado a semejanza de Dios, amigo suyo con el que pasea cada atardecer por el jardín del paraíso. Al final aparece una figura central: la esposa del Cordero: “Han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura…. (Ap 19,6-9). “Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, como una novia ataviada para su esposo. Entonces vino uno de los siete ángeles…y me habló diciendo: “Ven, que te voy a enseñar a la novia, a la esposa del Cordero”. Me trasladó en espíritu a un monte grande y alto y me mostró la Ciudad santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios” (Ap 21, 1-2.9-10). La última página de la Escritura dice: “Y el Espíritu y la esposa dicen: ven. … Dice el que testifica estas cosas: sí, yo vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús” (Ap 22,17.20). El Apocalipsis aparece como el Génesis definitivo, el escenario donde culminan las bodas de Cristo y de la Iglesia. Es la constatación de una situación definitiva. Es la eternidad consumada. Es el Cantar de los cantares llegado al fin y a la consumación y en el que el núcleo ya no es la búsqueda apasionada, fogosa, sino la unión segura y gozosa. Es la reciprocidad del amor. La esposa ha sido agraciada con una fidelidad definitiva y garantizada. El fin es ya la unión.

  1. Dios es amor

En la historia de la revelación parecería que Dios había agotado todas las fórmulas para decirnos que nos ama. Pero Juan todavía nos sorprende. Presenta el amor como su ser profundo. En Dios ser es amar. El amor es su esencia, de forma que es imposible que Dios no ame. Dios no sólo tiene manifestaciones de amor. El acto de amar constituye toda su vida. El amor es la naturaleza misma de Dios. Y así ha de ser también en los que se acercan a Dios. Vivir en Dios es amar. O no es estar con él. La comunicación del Padre es tan total que engendra al Hijo. Cuando el Padre nos ama, desborda en nosotros su misma comunicación al Hijo. Nos da al Hijo. “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su hijo único” (Jn 3,16). Es una verdadera generación. En Dios amar es engendrar. El amor del Padre y del Hijo es aquél que corresponde a una verdadera generación eterna, Dios es amor por lo mismo que es Padre. Dios, amando, engendra al Hijo. Y el Hijo, amando a los hombres, extiende en ellos su misma generación eterna. El Padre ama a los hombres no con amor de Creador, sino de Padre, y de Padre no en cualquier sentido, sino en cuanto es Padre de Cristo, en el amor con que le ama. La filiación divina consiste en tomar parte en el amor recíproco del Padre y del Hijo. El amor que Dios nos tiene no es algo exterior a nosotros. Humanamente, alguien nos ama y puede no pasar nada en nuestra intimidad. El amor de Dios nos engendra. Nuestra existencia es el amor que Dios nos tiene. Somos amor de Dios. Cuando Dios ama, siendo Dios amor, se nos da él, nos engendra de su propio ser, de su entraña que es amor. “Ved qué amor nos ha tenido el Padre que somos llamados hijos de Dios porque lo somos” (1 Jn 3,1). En el dialogo con Nicodemo, Jesús llama regeneración al amor con que Dios ama. “Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado, porque su germen permanece en él y no puede pecar porque ha nacido de Dios” (Jn 3,9). Jesús habla en términos tan reiterativos que Nicodemo piensa en una irrealidad obligada, como si nacer fuera retornar al seno materno. “¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?”. Si el Padre es amor, y si la generación transmite la naturaleza misma del progenitor, lógicamente los hijos de Dios serán esencialmente personas que aman. El que engendra y el engendrado tiene la misma naturaleza. El cristiano es un ser que ama. Creer es amar. No amar es permanecer en la muerte. El amor es participar de la divina naturaleza. Es divino por su origen y por su naturaleza. Sólo Dios tiene ese amor. Ese amor no existe en el mundo. Sólo los engendrados por Dios poseen ese amor característico de él. El hijo de Dios es amante por naturaleza. Este amor hace familia divina. “Todo el que ama al que lo engendró, ama al engendrado de él” (1 Jn 5,1). San Juan no concibe el amor de Dios sin el amor al hermano. El amor recibido de Dios y el que nosotros tenemos a los hermanos es intrínsecamente el mismo amor.

Creer es amar. Cristianos son los que aman. Amar es un asunto de nacimiento. Nacer es amar. Amar es vivir. La novedad del mandamiento nuevo no es sólo la intensidad del amor, sino su origen y naturaleza: es de Dios y sigue siendo de Dios cuando somos nosotros los que amamos.

La vida cristiana es por definición comunión de vida con el Padre y con los hombres. Quien ama a Dios ama su comunicación a todos. Ama su estar comunicado en todos. Ama a todos, pues en todo está la comunicación de Dios. En todos está Dios.

Sólo puede amar así quien ha entrado en la experiencia del amor que Dios nos tiene.

Francisco Martínez