A continuación incluimos el comentario al Evangelio del 5º Domingo de Pascua, Ciclo C, de Francisco Martínez, dedicado al amor fraterno. Por su interés, recuperamos este texto muy propicio para la reflexión y meditación.
EL AMOR FRATERNO
(Comentario al Evangelio del 5º Domingo de Pascua, Ciclo C)
El evangelio de este quinto domingo de pascua es breve, pero muy denso. El correcto comentario nos llevará al meollo de la fe: un Cristo no solo conocido, sino vivido. Tiene potencialidad para hacerlo. Para ello tendríamos que meditarlo durante la semana y comentarlo, a ser posible, en grupo de amistad y de fe. El gozo que nos puede reportar es incalculable. Jesús, en su discurso de despedida, denomina su entrega a la muerte “glorificación” del Padre y “glorificación” suya personal. ¡Emocionante! Su alegría y felicidad es darlo todo, ¡la misma vida de un Dios!, por nosotros.
Jesús se despide de sus discípulos y establece el estatuto del discipulado, el amor fraterno. Acepta su muerte, pero en términos de entrega y de glorificación. La entrega total hasta la muerte es la prueba de amor del Padre y del Hijo y ha de ser también la prueba de fe de los discípulos de Jesús. ¡La gloria del Padre y del Hijo somos nosotros!
1. DIOS ES AMOR
San Juan es el vértice de la revelación del amor de Dios. Descubre su más profunda intimidad personal, su verdadero rostro. Sabíamos por los sinópticos que Dios amaba hasta el límite. Ahora se nos revela que el amor en Dios no es un sentimiento sólo, un modo de comportarse, aun el más maravilloso y emocionante. El amor es el ser mismo de Dios. Dios no sólo ama: es amor. El amor es su entraña, su identidad, su nombre. Por eso, al amar, se compromete por completo. Se da del todo. Su amor es comunión. Origina la participación de su divina naturaleza. Es divinización. Nos hace «uno con él». Mediante el amor, su vida llega a ser nuestra vida (Jn 11,25). Quien ama es porque ha nacido de Dios. En Juan, el evangelio de la trascendencia, Jesús demuestra este amor efectivo y real vivido en la abundancia de detalles humanos puntuales llenos de bondad, de ternura, de delicadeza, de perdón, y manifestados en encuentros conmovedores con la samaritana, la pecadora, Magdalena, Marta y María, Natanael, Nicodemo, Pedro, Juan… Quien se encuentra con Cristo comienza a ser otro, porque el amor de Dios ya está en él…
2. UNA HUMANIDAD NUEVA EN TRANCE DE NUPCIAS
Toda la obra de Juan tiene un trasfondo esponsal que va desde una visión global de conjunto, de unión y comunión, hasta la realización de relatos concretos llenos de ternura, de don de sí. El hombre creado en el Génesis como un ser semejante a Dios, aparece como la esposa del Cordero en trance de bodas en las que todos estamos implicados para poder vivir un amor extremo. «Vi un cielo nuevo y una tierra nueva… Y vi la Ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo» (Ap 21,1-2). El paraíso es el nuevo escenario donde culminan las bodas de Cristo con la humanidad. Lo asombroso y decisivo ya no es solo el inmenso amor con que Dios ama, sino el amor correspondencia de la esposa que aparece ya, por fin, adornada con fidelidad definitiva y con correspondencia eterna. Esta reciprocidad en el amor, la certeza y firmeza del amor, es el regalo de bodas del esposo. Es don de Dios. En las bodas de Caná Jesús convierte el agua en vino, simbolizando la transformación de la humanidad en la esposa fiel. Es él quien ha hecho el milagro del cambio. El perdón a la samaritana y a la mujer pecadora, representantes de la humanidad pecadora, lo confirma.
A partir de esto, la hora de Jesús, es su entrega nupcial y se identifica con su entrega a la muerte. Ante la inminencia de su muerte Juan dice “sabiendo Jesús que había llegado su hora” (13,1). Un amor nupcial conlleva la entrega total, la oblación de sí. “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación de nuestros pecados. Queridos: si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1 Jn 4,10-11). O también: “En esto hemos conocido lo que es amor, en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1 Jn 3,16).
3. EL AMOR DE DIOS EN NOSOTROS, PRUEBA DE QUE HEMOS NACIDO DE ÉL
Dios no sólo tiene amor. Es amor. El amor es su nombre y su entraña. Es lo que le constituye y le manifiesta. Es imposible que Dios no ame como es imposible que Dios no exista. Lo propio del amor es darse. Para el cristiano, amar es la señal inequívoca de que ha nacido de Dios. Nacer es amar. Amar es vivir. «Queridísimos: amémonos unos a otros porque el amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios; el que no ama no ha conocido a Dios porque Dios es amor» (1 Jn 4,7-8).
El amor de Dios engendra: “Ved qué amor nos ha mostrado el Padre, que somos llamados hijos de Dios porque lo somos” (1 Jn 3,1). Si el Padre es amor y la generación transmite la misma naturaleza del Padre, ser hijos es amar, ser personas que se aman en el amor mismo del Padre común.
El amor fraterno no tiene consistencia meramente ética. Es un asunto de naturaleza. Es la forma concreta de ser y existir de Dios. Por eso, el amor de Dios se identifica con el amor a los hermanos. Hasta el punto de que es imposible amar a Dios sin amar a los hombres. «Todo el que ama al que le engendró, ama al engendrado de él» (1 Jn 5,1). «El que no ama a su hermano no es de Dios» (1 Jn 3,10).
Dios nos da al Hijo. El amor del Padre al Hijo es el que corresponde a una filiación eterna. Dios es amor por lo mismo que es Padre. Es el Hijo el que nos extiende la misma generación divina a todos. Y extiende a todos el mismo amor que el Padre tiene al Hijo: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros… Que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí…» (Jn 17, 21-16).
Leyendo a Juan se constata la impresión de que él insiste más en el amor fraterno que en el amor directo del hombre a Dios. En realidad, al constatar que el amor tiene su fuente en el Padre, y su cauce en el Hijo, se entretiene mucho más en describir el amor de Dios en su repercusión en los hermanos. El hermano es la visibilidad de Dios en el mundo: «Si alguno dice: amo a Dios, y aborrece al hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y nosotros hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4,20-21).
4. EL MANDAMIENTO NUEVO
El mandamiento nuevo es el amor fraterno. Si la vida cristiana es comunión con el Padre y con el Hijo, el amor de Dios se identifica con el amor a todos los hermanos. “Queridísimos, amémonos unos a otros porque el amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios; el que no ama no ha conocido a Dios porque Dios es amor” (1 Jn 4,7-8). El fundamento de la nueva fraternidad es al mismo tiempo el amor que Dios nos tiene y el que nosotros le tenemos a él. “Queridísimos, si Dios nos amó así, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1 Jn 4,11). “Nosotros tenemos de él este mandato: que quien ame a Dios ame también al hermano” (1 Jn 4,21). Esta es la formulación del mandamiento nuevo: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros como yo os he amado; que así también vosotros os améis mutuamente” (Jn 13,34; 15,17). «Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por los amigos» (Jn 15,12-13).
Este amor está coposeido por el Padre, por el Hijo y por todos quienes viven en Dios, siendo todo un mismo amor. Amar así es la señal de que estamos en Dios y Dios en nosotros.
5. CRISTO, FUNDAMENTO Y MODELO DEL NUEVO AMOR DE LOS CRISTIANOS
Dios, amando, se da del todo en el Hijo. Nosotros estamos llamados a amarnos a la manera de Dios, dándonos totalmente: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos: si Dios nos amó de esta manera también nosotros debemos amarnos unos a otros» (1 Jn 4,9-11).
Ser cristiano es ser uno con los hermanos como el Padre y el Hijo son uno. El Hijo traslada a nosotros su comunión con el Padre. «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado» (Jn 17,21-23).
El mandamiento nuevo es amar «como Cristo». Es nuevo por su origen: es don de Dios; también por su naturaleza: es un amor total, interior, sin límites, hasta el extremo: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13,34-35).
Nacemos a Dios y a la vida cuando amamos a los hermanos: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece al hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él» (1 Jn 3,14-15).
Amar es vivir en la luz que es la vida divina. No amar es vivir en las tinieblas, en el no-ser: «Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Pero quien aborrece a su hermano permanece en las tinieblas y en las tinieblas anda y no sabe a dónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos» (1 Jn 2,11).
Sin comunicación de bienes no hay amor de Dios en nosotros: «Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad, y le cierra el corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios? Hijos míos: no amemos de palabra ni de boca, sino con obras y según la verdad» (1 Jn 3,17-18).
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