Lecturas:

Eclesiástico 35,12-14. 16-19a  –  Salmo33  –  2ª Timoteo 4, 6-8. 16-18

Lucas 18, 9-14 : En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

Comentario

EL PUBLICANO Y EL FARISEO

2019, 30º Domingo Ordinario

Lucas, en el fin de la marcha de Jesús a Jerusalén, pone en sus labios una parábola que resalta la actitud fundamental que el hombre ha de mantener en la oración. Sitúa en escena a dos personajes, uno fariseo, hombre de ley, que cumple y observa lo mandado y confía en sus propias obras, y otro que califica de recaudador o pecador, pero que confía en la misericordia de Dios. Lucas no se detiene en explicar previamente ni en qué consistía el pecado del fariseo ni tampoco en justificar la actitud devota del pecador. Se limita a describir la actitud de los dos en el momento en que oran. Y concluye que el pecador bajó a su casa justificado y el fariseo no. Lucas cuenta que esas dos personas van al templo a orar. Uno, el fariseo, se mantiene erguido y da gracias a Dios por no ser como los otros hombres. Habla en primera persona del singular: “doy, soy, ayuno, pago”, cumple con las exigencias de la ley mosaica y paga el diezmo. Lucas no habla de obras de misericordia, sino más bien de aquello que puede comportar orgullo e hipocresía. El publicano, en cambio, se mantiene lejos y a distancia y no se atreve a levantar los ojos por el temor y respeto que siente hacia Dios. Tiene clara conciencia de ser pecador y de encontrarse ante el Creador. Solo tiene valor para pedir misericordia. Jesús concluye la parábola afirmando que el publicano es justificado por su fe en la misericordia de Dios, mientras que el fariseo no, porque solo confía en sí mismo. De forma intencionadamente antitética aparecen, por una parte el orgullo, rechazado por Dios, y por otra, la propia humillación que obtiene su misericordia. Jesús condena la actitud del fariseo en su oración porque “se consideraba justo”, y sobre todo “porque despreciaba a los demás”. Este no solo era orgulloso, sino insolidario. Jesús habla de la oración y afirma que cuando vamos a ella tenemos que ser sinceros y veraces, pues, aparentado que vamos a él, sin embargo no salimos de nosotros mismos. Carecemos de conciencia de la infinita desproporción entre él y nosotros. Media ciertamente una distancia infinita y nuestro pecado hace que la distancia sea todavía mayor. Además de limitados somos pecadores. Él es poderoso y nos ama infinitamente. La fuerza del hombre es su humildad y su súplica. El hombre por sí solo no puede, pero puede suplicando y orando. Lo dijo Jesús: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Y lo dice el Magisterio de todos los siglos: “Haz lo que puedes y pide lo que no puedes, para que puedas”. El orgullo y la autosuficiencia es la mayor mentira del hombre. Cuando se acerca a Dios lo hace con excesiva conciencia de bueno, de cumplidor. Nos creemos los mejores. Cuando hacemos algo añadido pensamos que eso mismo está más allá de lo debido, algo muy superior a lo normal y corriente. No valoramos a Dios como Dios y tampoco valoramos debidamente a los demás. Empequeñecemos sus méritos y agrandamos sus fallos y limitaciones. A la par, agrandamos nuestros méritos y empequeñecemos nuestros errores. Dios quiere nuestra sinceridad y humildad. El momento supremo del hombre en su vida acontece cuando se sitúa ante Dios. La lejanía de Dios es lejanía de nosotros mismos. Dios es nuestra plenitud. Nos pertenece a nosotros más que nosotros mismos. Es nuestro horizonte. El verdadero problema del hombre es saber hacerse presente a quien es su plenitud y madurez. El hombre tiene la posibilidad de no saber estar del todo donde está o donde debería estar. Tiene la luz de la conciencia, pero oscurece o ilumina los objetos según su propio interés. No ilumina muchos campos importantes que permanecen ensombrecidos durante toda su vida. Y este es su mal, que conoce y ama lo que no le sirve y desconoce y desama lo que necesita. Necesitamos aprender a estar ante Dios. Damos la impresión de que cuando oramos, frecuentemente nos situamos solo ante una imagen mental de Dios, pero no ante el Dios vivo y real. Necesitamos saber estar del todo ante él, con nuestra más lúcida conciencia, liberada de la rutina y de la fragmentación. Ser verdad, vivir en verdad, hacer la verdad: he ahí nuestro verdadero problema si queremos ser auténticos, siendo nosotros mismos, liberados de la mentira y de la inconsciencia. Ser humildes ante Dios y los demás no es algo de signo negativo. No tiene nada que ver con la pusilanimidad o el rebajamiento de nosotros. La humildad es siempre la verdad. Dios es todo y nosotros nada. Nuestro entorno es rico y nosotros pobres. Necesitamos de Dios, de la tendencia al Infinito, y necesitamos también de los demás para ser nosotros mismos. Ellos son nuestra riqueza, lo que todavía no tenemos y debemos tener. Vivimos donde no nos corresponde. Exigimos más de lo que debemos. La humildad restablece el desorden introducido por el olvido y el pecado. La carencia de humildad es carencia de realismo. Dios rechaza al orgulloso y se acerca al humilde. La verdadera humildad es garantía de santidad. El que ignora a los otros, los rebaja, los silencia, los desconsidera, él mismo se manifiesta como un disminuido de humanidad. Es pobre y miserable. Necesita rebajar a todos para verse él elevado en el pavés de su vanidad y de su mentira. Solo quien es rico en Dios es capaz de ser humilde. El orgulloso cultiva la imagen más que el corazón. La verdadera tragedia de muchos es que han cambiado el ser por el no ser, la realidad por la imagen, la persona por el personaje. Esto representa la más brutal agresión a la fe, porque el hombre es imagen de Dios y el mal supremo es que el hombre destruya esta imagen de Dios en su propia persona. El orgulloso, o el inconsciente, mata el amor, falsea la existencia y hace de la historia una comedia. Orar en sinceridad es ser verdad y hacer verdad. Quien se decide a orar se acerca al Todo, a la Suma Verdad, que es Dios, y transforma su corazón. Orar bien es comenzar a ser diferente, a ser otro, a ser él mismo según el diseño de Dios. Orar es hacer identidad. Es experimentar en su interior la capacidad y apertura al sentido. Es vencer la impermeabilidad y frialdad ante las luces e impulsos del Espíritu. Quien quiere hacer oración en serio se arrepiente del mal que hace, opta por el cambio, crece en libertad interior y se desarrolla en la verdad y fidelidad. Jesús nos dice que el que es humilde queda perdonado y justificado. Mientras que el vanidoso se queda sin justificación. Pidamos a Dios que nos haga humildes, que nos enseñe a reconocer nuestras mentiras y que nos abra caminos hacia la verdad, el buen amor y la misericordia.

Francisco Martínez

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