Lecturas
Éxodo22, 20-26 – Salmo 17 – 1ª Tesalonicenses 1, 5c-10
Mateo 22, 34-40
Comentario
AMARÁS AL SEÑOR, TU DIOS, Y A TU PRÓJIMO COMO A TI MISMO
2017, 30º Domingo Ordinario
El evangelio de este domingo nos presenta una nueva disputa de los fariseos con Jesús. Acontece en los entornos del templo. Un escriba, o legisperito, le hace una pregunta tramposa, buscando argumentos para poder acusarle. En las costumbres escolares de entonces se solían plantear al maestro cuestiones difíciles. El que preguntaba lo hacía con la intención de aprender. Pero en el relato de Mateo la finalidad era poner a prueba a Jesús, comprometerlo. ¿Qué malicia encerraba la pregunta? En el ambiente religioso y cultural de aquel tiempo dominaba un fuerte legalismo. Cumplir la ley era un postulado social, de igual modo que en otras situaciones es la santidad, o también, el liderazgo social. De la misma forma que hoy se llevan ropas con pintadas de figuras, eslóganes, frases hechas, dibujos, entonces se portaban cintas y prendas con expresiones de la ley. La legislación judía había cristalizado en un gran cúmulo de preceptos y prohibiciones. Se contaban hasta 613, de los que muchos preceptuaban cosas y otros, la mayoría, prohibían. Las tradiciones de los rabinos atestiguan su preocupación por catalogar, clasificar y jerarquizar los preceptos. Todo ello constituía un problema que daba materia suficiente para proponer una encerrona a Jesús. Las escuelas rabínicas consideraban unos preceptos más importantes que otros. Pero todos tenían que ser obedecidos porque en todos se podía leer cuál es la voluntad de Dios. La pregunta del escriba es “¿cuál es el mayor mandamiento de la Ley?”. Y Jesús contesta con lo que era como el catecismo elemental del pueblo, el “Shema” o la oración que todo judío observante recitaba por lo menos dos veces al día y que la llevaba escrita en filacterias o cintas en la frente y en el brazo. Se podía ver también en las puertas de las casas. Es “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente”. En griego hay varios verbos para significar el hecho de amar. El que utiliza este texto, “agapan”, sobreañade un significado de plenitud que utilizaron los autores del Nuevo Testamento refiriéndolo no una vibración de la superficie emocional, sino a algo que palpita en lo que la Biblia entiende por corazón. Es un amor que implica totalidad y entrega, polarización de toda la potencia y actividad afectiva revistiendo formas de fidelidad, gratitud, respeto, adoración, obediencia, renuncia… Coincide con el amor característico de Dios. Este amor tiene la modalidad radical de la totalidad. La reiteración de “todo” es énfasis de la misma idea, a modo de subrayado. La realización límite de esa totalidad está en dar la vida.
En la respuesta de Jesús hay un inciso muy importante. Llevando la respuesta más allá de la pregunta, añade: “El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Este “segundo” no indica una numeración, sino una proximidad, pues coloca a los dos mandamientos, el de Dios y el del prójimo, en una categoría unificada y aparte. Sugiere que estos dos mandamientos están vinculados entre sí en una relación especial y única. Amar a Dios implica amar al prójimo. Jesús fue el primero que incluyó en el concepto de prójimo al enemigo y perseguidor. Y, cosa asombrosa: el Nuevo Testamento recuerda explícitamente el “segundo” mandamiento más veces que el “primero”, significando que el mandamiento primero se realiza y cumple de ordinario en el segundo.
EN LOS FUNDAMENTOS PROFUNDOS DEL AMOR FRATERNO
Preguntado Jesús por el mayor de los mandamientos, señaló el amor a Dios sobre todas las cosas. Y espontáneamente unió inseparablemente al amor de Dios el amor fraterno. Efectivamente, el amor al prójimo no es un mandamiento aislado, ni se reduce y expresa en un puro y simple moralismo. No es simple deber u obligación moral. Es un sinsentido generalizado pensar que amar al prójimo no implica otra realidad que la capacidad laboriosa, psicológica y humana, de amar. Pablo y Juan nos explican el verdadero fundamento del amor al prójimo.
Para Pablo, nuestro amor fraterno es consecuencia y expresión de nuestra incorporación a Cristo. Dios, nuestro Padre, nos incorpora a su Hijo y nos hace participar de su filiación divina. Entonces el amor con el que llegamos a amar es don de Dios: es el mismo amor con el que se aman, y aman, el Padre y el Hijo. Es divino por su origen, porque viene de Dios, y sigue siendo divino por su naturaleza, porque cuando amamos nosotros, él ama en nosotros, pues somos concorpóreos de Cristo. “Vivir en Cristo” o “vivir en caridad” son, en Pablo, idéntica expresión. El Apóstol utiliza los mismos términos para definir el dinamismo de Cristo y el dinamismo de la caridad en la realización de la salvación. Cristo y caridad representan indistintamente “la plenitud” y “la recapitulación”. El amor del cristiano es el mismo amor de Dios que el Espíritu deposita en los corazones: “El amor de Dios ha sido derramado por el Espíritu Santo en nuestros corazones por el Espíritu que nos ha sido dado” (R 5,5).
Para Juan, amar al prójimo es señal y prueba de que hemos nacido de Dios. “Queridísimos: amémonos unos a otros porque el amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios; el que no ama no ha conocido a Dios porque Dios es amor” (1 Jn 4,7-8). Para Juan el amor es una participación de la divina naturaleza. Este amor no existe en el mundo. Implica haber nacido de Dios. Dios es amor. Donde hay amor allí está Dios. El amor le hace presente. Dios ama al Hijo y está en el Hijo. El Hijo nos ama y está en nosotros. Ser creyente es ser amante. Creer es amar. Cristianos son “los que aman”. El mandamiento nuevo no se refiere solo a una cierta intensidad humana del amor, sino a su origen y naturaleza: es de Dios y sigue siendo de Dios aun cuando somos nosotros los que amamos. Amar es la señal inequívoca de que estamos en Cristo y Cristo está con nosotros.
TESTIGOS DEL AMOR DE DIOS
Ser amados por Dios con el mismo amor con que Dios se ama a sí mismo, o con el que el Padre ama a su propio Hijo, y poder amar con su mismo amor depositado en nuestros corazones, ennobleciendo al infinito las relaciones humanas, es el hecho cumbre de la historia y el vértice de las aspiraciones de los hombres de todos los tiempos. Visto en esta pureza frontal, el cristianismo es todavía para una gran parte del mundo una realidad por descubrir. Pero este amor hay que conocerlo y reconocerlo, hay que desearlo y pedirlo. Es verdadero don de Dios. Cuando esto se conoce, se comprende bien que, en los cristianos, las relaciones con los otros ya no se guían por la razón, o por una justicia de igualdad, o por la ley del talión que da a cada uno lo suyo, que establece castigos proporcionales a los delitos cometidos. Se guían por la ley de la cruz, que es amar a los enemigos, perdonar a los que nos ofenden, no establecer fronteras ni límites al amor y a la solidaridad sino amar al otro viendo en él a Cristo. No es lo mismo limitarse a no hacer el mal a hacer todo el bien posible. Quien sigue a Cristo no practica la exclusión política, ni racial, ni ideológica, ni social o económica. No divide, integra. No olvida, valora y estima. Vive un alto sentido de anticipación y de participación en la generosidad y gratuidad, en la solidaridad y en la adhesión responsable. Si fuéramos cristianos de verdad no viviríamos los problemas de diferenciación y distanciamiento que nos afectan a los españoles en estos días. La unidad, en todos los órdenes, también social, es un grave postulado moral. Porque según el evangelio, creer es amar.
Francisco Martínez
E-mail: berit@centroberit.com
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