Lecturas
Isaías 5, 1.7 – Salmo 79 – Filipenses 4, 6-9
Mateo 21, 33-43
Comentario
ARRENDARÁ LA VIÑA A OTROS LABRADORES
2017, 27º Domingo ordinario
Hemos escuchado una de las parábolas más personalizadas por Jesús. Responde a lo que él lleva más adentro en el momento mismo en que está hablando. Jesús continúa predicando en la explanada del templo. La confrontación con sus opositores se ha hecho muy tensa. Sumos sacerdotes y fariseos se sienten aludidos por Jesús cuando él habla al pueblo y ellos han formulado la decisión de echarle mano y eliminarlo. Asombra la sagacidad de Jesús que, presintiendo ya un desenlace fatal, su propia muerte en manos de sus enemigos, hace una descripción precisa de lo que está sucediendo de forma enconada en los ánimos y en los corazones. Jesús construye una parábola que esclarece luminosamente el drama y pone en tenso contraste el increíble amor de Dios a su pueblo y la actitud malévola de sus responsables que, odiando a muerte a Jesús, desoyen a Dios.
Jesús habla de un señor o propietario que con amor ilusionado plantó una viña. En la mentalidad del pueblo, como reflejan abundantemente las resonancias bíblicas, la viña, junto con la higuera y el olivo, tenía el primado de estimación. Poéticamente la viña evocaba también la mujer esposa. Históricamente fue una denominación que describía primorosamente la relación amorosa de Dios con Israel. El apasionado cántico de amor a la viña, del capítulo 5 de Isaías, marca una de las cimas más expresivas de la revelación. Los detalles de la construcción del vallado, del lagar y de la torre destacan el solícito interés personal de aquel hombre que no escatimó cuidados para su heredad. Por fin, el dueño arrendó su viña a unos labradores y cuando vino el tiempo de la cosecha envió a sus siervos a percibir los frutos. Pero los arrendatarios los agarraron, los golpearon, los apedrearon y los mataron. En lugar de emprender una acción judicial, como era presumible, el amo de la viña envió de nuevo a otros siervos, en mayor número que los primeros, pero fueron tratados de la misma manera. Por fin, como último esfuerzo de persuasión, el dueño envió a su propio hijo diciéndose: tendrán respeto a mi hijo. Pero los viñadores, agarrándolo, lo echaron fuera de la viña y lo mataron. Jesús refleja inequívocamente la historia de Israel en la que numerosos profetas murieron apedreados. Describe también la actitud marcadamente paciente del dueño que, sin dejarse impactar por la vergonzosa actitud de los empleados, envía nuevos emisarios. La parábola llega a su vértice cuando habla del envío del propio hijo del dueño con una connotación fuertemente cristológica de Hijo y de Enviado. Esta última iniciativa rebasa los límites normales de una prudencia humana. Tendría tanto de ligereza como de inútil confianza en unos colonos, que bastante habían demostrado ya qué eran capaces de hacer. Todo el relato refleja manifiestamente el gran misterio de un amor que pretende ante todo no vengarse, sino provocar una respuesta de amor. El Heredero, en oídos cristianos, es un título cristológico complementario del de Hijo. La parábola grita su significado con claridad meridiana. Jesús es el Hijo que, en efecto, fue sacado de Jerusalén y fue ejecutado fuera de la ciudad. La alusión es clara. Jesús, poniendo en evidencia la situación, fuerza la indudable respuesta de los oyentes, que, muchos de ellos, llegan a comprender perfectamente la trama y el drama que late en las palabras de Jesús.
EL DRAMA DE FONDO: UN INMENSO AMOR NO COMPRENDIDO
Jesús habla con insistencia en la parábola de los diversos envíos de mensajeros a recoger “los frutos” de la viña propiedad del amo. Estos frutos, que pertenecen al dueño, son resultado de un cuidado esmerado, minucioso. Responden a los máximos valores del reino, de los que Jesús ha hablado abundantemente. En el discurso de la última cena Jesús habla de la inmediatez entre el viñador, la cepa y los sarmientos, es decir, entre el Padre, el Hijo y los creyentes. Entre ellos hay unidad de vida y de fruto. El Padre está en el Hijo y el Hijo en sus discípulos. El fruto es él mismo. No son las uvas. Es la misma vida de Dios en el hombre. Por ello, la preocupación del relato se centra no en el comportamiento perverso de los arrendatarios, tan evidente, sino en el interés e insistencia del amo en la consecución de los frutos de la viña. El envío del Hijo, centro y cima de la parábola, en circunstancias tan manifiestamente atroces, demuestra el inmenso deseo del dueño en rehacer y normalizar la posibilidad de que el contrato o compromiso se cumpla. El relato pone en escena la gran decepción del dueño que apela inmediatamente no a la justicia, no al castigo justo de los colonos, sino a la consecución de un mutuo entendimiento y al logro de los frutos. En la parábola está resonando aquello de Juan “tanto amó Dios al mundo que envió a su propio Hijo…” (Jn 3,16). El don del Hijo es un don total, pues es todo lo que Dios tiene y nos lo da. Él viene como Luz y Pan del hombre. En el Hijo, Dios se da desde el fondo mismo de su ser. Gracias a él llegamos a ser hijos en el Hijo”. Nuestra vocación es él. En él se realiza aquello de “En el torrente de tus delicias los abrevas; en ti está la fuente de la vida, y en tu Luz veremos la luz” (Salm 35,10). En la parábola resuena ya el drama del perdón y de la misericordia de Dios ante la muerte del Hijo por amor a los hombres.
MATAR A LOS MENSAJEROS
Todos, durante la vida, hemos recibido numerosos mensajes de fe. Vivimos tiempos privilegiados. Nunca en la historia de la Iglesia han abundado tanto los instrumentos de información y formación bíblica, teológica, catequética. Ya de nuestros padres recibimos testimonios de ello. Nos bautizaron, nos prepararon para la comunión, recibimos catequesis en la Iglesia y en la escuela. Nuestro ambiente personal y social ha estado y está impregnado de noticias de Dios. Estos últimos tiempos han sido pródigos en luz debido a los mensajes y doctrinas del Vaticano II, magnifica versión moderna del evangelio, adaptada al hombre actual. En esta época los mejores teólogos del mundo han divulgado, traducidas a todas las lenguas populares, numerosas e incontables obras bellísimas, profundas, atrayentes, sobre la fe, como no se hizo jamás en la historia. Nunca, en la historia de la Iglesia, los seglares han tenido a su disposición escuelas de fe de altura teológica reservada hasta el presente a clérigos y religiosos. Hemos conocido personas que nos han formado con su palabra, divulgaciones escritas de un valor incalculable, testimonios personales que han motivado fuertemente nuestra fe. Nos hemos encontrado con mensajes de valor planetario de papas y autores sobre cómo vivir nuestra fe en el contexto de los problemas modernos. El mundo entero ha conocido testimonios personales de fe entregada, heroica, capaz de conmover y emocionar. Todos hemos recibido abundantes luces e iluminaciones personales del Espíritu, y hemos conocido momentos eufóricos de fe y de esperanza. Y nosotros, los hijos de la luz ¿qué hemos hecho de tanta luz? ¿Nos dejamos iluminar por ella y con ella iluminamos a los demás? La vocación de la luz, de iluminar a los demás, es maravillosa. Es inconcebible una ciudad sin luz. Menos posible es una humanidad sin sentido. Pidamos a Cristo que, iluminados por él, sepamos iluminar a los demás.
Francisco Martínez
E-mail: berit@centroberit.com
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