Lecturas

Sabiduría  2, 12. 17-20  –  Salmo 53  –  Santiago 3, 16- 4,3

Marcos 9, 30-37

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se marcharon de la montaña y atravesaron Galilea; no quería que nadie se entera se, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará.» Pero no entendían aquello, y les daba miedo preguntarle.
Llegaron a Cafarnaún, y, una vez en casa, les preguntó: «¿De qué discutíais por el camino?»
Ellos no contestaron, pues por el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús se sentó, llamó a los Doce y les dijo: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos.»
Y, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí; y el que me acoge a mí no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.»

Comentario

QUIEN QUIERA SER EL PRIMERO

QUE SEA EL SERVIDOR DE TODOS

2018, 25º Domingo Ordinario

            En el evangelio del domingo anterior escuchamos a Jesús realizando el primer anuncio de su pasión. Hoy lo vuelve a hacer por segunda vez y aún escucharemos un tercer anuncio. Jesús camina de Galilea a Jerusalén enseñando. Es un itinerario no solo topográfico y geográfico, sino didáctico y espiritual. Y este es también el camino que las comunidades cristianas  realizamos domingo tras domingo a lo largo del año litúrgico. En él Jesús mismo nos habla y nos instruye. Jesús camina delante de sus discípulos con la mente ocupada en lo que les espera en Jerusalén. Ellos también caminan, pero, en fuerte contraste, discutiendo sobre las prioridades que les obsesionan. Jesús les interpela: “¿de qué discutíais en el camino?”. Ellos se avergüenzan y callan. Y esta actitud provoca la enseñanza de Jesús anunciando lo que realmente va a suceder. Estas enseñanzas nos las propone hoy Jesús a nosotros. Representan el meollo del comportamiento cristiano y pertenecen a lo medular del evangelio y de la fe.

El evangelio va precedido de dos lecturas. La primera es del libro de la Sabiduría, probablemente el último libro del Antiguo Testamento. Se escribe en la ciudad norteafricana de Alejandría, en Egipto, y habla del “justo”, un miembro de la comunidad judía que es amenazado de muerte a causa de su fidelidad a Dios por no avenirse al ambiente pagano reinante entonces. El texto habla de que Dios no abandona a los suyos y recompensa incluso después de la muerte. La liturgia lo relee hoy pensando en Cristo que se confió a Dios en el trance de su muerte y resurrección. La segunda lectura pertenece a la carta de Santiago y alude al antagonismo entre el espíritu del mundo, lleno de celos y rivalidades, y el de Dios que se expresa en el espíritu de las bienaventuranzas.

Jesús dice a sus discípulos que el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto, a los tres días, resucitará. Los discípulos estaban cerrados para poder entender aquello y les daba miedo preguntar. Jesús hablaba de algo verdaderamente trágico. Ellos no entendían porque no escuchaban. Y no escuchaban porque tampoco querían entender. Su pensamiento y deseos estaban saturados de ansias de poder, de triunfo y de gloria. Y Jesús hablaba precisamente de lo contrario: de humildad, de sacrificio y de servicio. La condición humana en general tiende a la afirmación excesiva de la persona, al orgullo y vanidad, a sobresalir y destacar. Jesús, contradiciéndola en su fondo, establece lo más peculiar y genuino de su mensaje: el amor total e incondicional, incluso sacrificado, sobre todo a los más necesitados, la máxima afirmación del otro en la máxima desafirmación de sí mismo. Es la primera vez que en el mundo se escucha este criterio que no proviene de la tierra, sino de arriba, del cielo. Los discípulos, los de ayer, como hoy nosotros, no entienden. Ante el mensaje de Jesús somos ciegos para ver. Lo propio del hombre de todos los tiempos es su instinto ciego de prevalecer, de apetecer los mejores lugares, de sentirse importantes ante los demás.  Significativamente en este trance del evangelio se consignan dos curaciones de ciegos. Dan a entender que el hombre no solo no ve, es además incapaz de ver y entender el mensaje de Jesús. Es Jesús quien cura la ceguera del hombre. Los discípulos caminaban en silencio absortos  en la preocupación de saber quién de ellos ocuparía el primer lugar y sería el más importante en el Reino de Dios. Ser el primero, sentirnos preferidos, social y hasta eclesialmente, mientras Jesús se dirige a su muerte, asumida y aceptada, sigue siendo la tentación de siempre y de todos, de los mismos apóstoles de ayer y de los de hoy. El mensaje de Jesús es de una novedad y radicalidad absolutas y requiere una alta sensibilidad del corazón para entender y realizar.  Solo Dios puede abrir el corazón humano para poder entender y conocer. El evangelio contrasta la mentalidad de los discípulos, que callan de vergüenza cuando Jesús sorprende su conversación, y la mentalidad y ejemplo de Jesús que, siendo de condición divina, se entrega libremente a la muerte en favor de aquellos mismos que le matan y por el hombre pecador.

En un ambiente reprimido y callado Jesús rompe el silencio con una expresión contundente: “Quien quiera ser el primero, que sea el último y el servidor de todos”. Jesús llama para ser servidores de los demás, servidores de los verdaderamente últimos de la sociedad. Y por si las palabras no lo dejan suficientemente claro, Jesús toma a un niño, lo abraza, lo pone en medio de todos, y afirma: “el que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado”. El niño en aquella sociedad era lo más marginal, pequeño e insignificante.

La enseñanza de Jesús constituye algo serio y medular en su mensaje. Es tan singular que da la impresión de que sus discípulos todavía no le hemos entendido. Reconvertir la fe o la misión en un privilegio que sitúa por encima de los otros, expresarla en claves honorificas, asumir símbolos de excelencia social, situarse o sentirse por encima o al margen de los otros, es un total contrasentido. Jesús lo expresa con claridad absoluta. Es el mismo Padre que entrega a su propio Hijo por los hombres incluso a la muerte, o es el propio Hijo que se entrega voluntariamente por los malvados, y lo hace en el contexto de la quiebra o derrota más humillante jamás conocida en la historia: la ejecución en la cruz. No se puede expresar más claro. La incondicionalidad del amor al otro, sobre todo a los más pequeños y marginados, es un absoluto para Jesús, algo definitorio y determinante en su misión. La enseñanza de Jesús va en contra de todo sentimiento de exaltación. Jesús hace un discurso que hoy, en nuestra sociedad, sería visto como políticamente incorrecto. Los hombres de hoy no piensan así. Ni de lejos. Jesús esboza una comunidad alternativa, muy diferente, y quiere responsables muy servidores. Seguirle equivale a vivir a contracorriente de la sociedad actual acogiendo a los que no cuentan, a los pobres y marginados del siglo XXI, a los emigrantes, a los restos sociales estrangulados por el odio y las guerras intestinas, por la exclusión racista y nacionalista, por el espíritu de ganancia insaciable de los poderosos que acumulan poder y dinero. No hay miseria humana que no sea afectada por el evangelio. Incluida la de los más pecadores. Jesús se compadece de todas las desventuras e infortunios, la enfermedad, la pobreza, y también el pecado. Odia el pecado, pero ama tiernamente al pecador. Cuando ofrece el perdón de Dios lo hace con la generosidad incondicional, sin airear en exceso aquello de “tolerancia cero”, sino más bien prodigando la misericordia ilimitada. Al ofrecer el perdón no solo no hace reservas, sino que habla del mayor gozo y alegría del Padre que recupera al hijo. No hay pecado en la tierra o en el infierno que no haya sido redimido y perdonado por la redención de Cristo. Lo cual dice que hay que perdonar siempre. Solucionar los problemas únicamente mediante una cruzada de acoso y derribo de pecadores no casa bien con el evangelio. En el evangelio cuenta también, y mucho, sanar, curar, corregir y perdonar. Pobres no son solo los indigentes, sino también los pecadores. Y Jesús les dedicó su preferencia. Y lo hizo con entrega afectuosa y conmovedora. No podemos diluir el evangelio, ejemplarizando o espiritualizando la rigidez, pero tampoco la vaguedad e indeterminación. El Crucificado nos dice que hay que perdonar siempre. Que el perdón es, en todo caso, la última palabra de Dios.

                                                                 Francisco Martínez

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