Lecturas

Isaías 45, 1. 4-6  Salmo 95  –  1ª Tesalonicenses

Mateo 22, 15-21

En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta.
Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no miras lo que la gente sea. Dinos, pues, qué opinas: ¿es licito pagar impuesto al César o no?»
Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: «Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto.»
Le presentaron un denario. Él les preguntó: «¿De quién son esta cara y esta inscripción?»
Le respondieron: «Del César.»
Entonces les replicó: «Pues pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.»

Comentario

DAD AL CESAR LO QUE ES DEL CESAR Y A DIOS LO QUE ES DE DIOS

2017, 29º Domingo ordinario

Jesús, en los días previos a su pasión, ha relatado en Jerusalén tres parábolas que ponen al descubierto la indignidad de los representantes del pueblo. Ahora estos mismos, fariseos y herodianos, se proponen desautorizar a Jesús ante el pueblo manejando argumentos sólidos para acabar con él. Y se acercan a él proponiéndole una pregunta acusadora, que tiene como fin no aprender, sino acusar. Se refiere al tributo pagado a Roma. Nada tan oportuno y eficaz para poder conseguir motivos de presentar a Jesús ante las autoridades como agitador antirromano.

El pago de impuestos y tributos para costear las campañas militares y las necesidades de la urbe romana era, ante todo, un símbolo de sometimiento y sumisión con el que el imperio romano dominaba a los pueblos conquistados. La negativa a pagar estos impuestos significaba la condena de los que no cumplían o la destrucción de las ciudades y pueblos rebelados contra el poder del imperio. En el pueblo judío existían diferentes posturas. Las clases acomodadas eran partidarias de pagar, pero intentado con su actitud sacar el mayor provecho posible. Los zelotes, extremistas radicales, se negaban a pagar para no tener que reconocer un poder soberano que solo corresponde a Dios. Los fariseos, para garantizar la paz social, se inclinaban a pagar pero haciendo una gran cantidad de distinciones. Fariseos y herodianos se dirigen a Jesús con palabras laudatorias, llamándole “maestro sincero y veraz, que no te dejas influir y no miras las apariencias de la gente”, palabras tramposas y falsas que tenían como finalidad lograr argumentos para condenarle. Pero él capta la intención y reacciona llamándoles “hipócritas”. Jesús queda confrontado ante una pregunta hecha maliciosamente delante de todo el pueblo: si afirma en público el derecho del César, pierde el afecto de un pueblo resignado a los hechos, pero simpatizante con los activistas de la libertad; si niega, brinda con ello a herodianos y fariseos el momento oportuno para ser contra él testigos de cargo ante la autoridad romana.

Para entender bien el alcance de la respuesta de Jesús, es preciso llegar a penetrar en la verdadera intención de la pregunta. No se refiere solo al pago de los impuestos. Lo que realmente preguntan los enemigos de Jesús, ante todo, es si “es lícito pagar”; es decir, implican al mismo Dios apelando a su voluntad, a la obligación moral, a lo que él realmente quiere que hagan los creyentes en este caso y en otros. Con lo cual la pregunta alcanza extrema importancia y peligrosidad. Jesús, sabiamente, se coloca en la segunda cuestión, la que afecta a Dios, centrando el tema y el problema. Para él, el pago de los impuestos al César no tiene interés: era una excusa para someterle a una trampa. La fuerza de su réplica está en la segunda parte: “Dad a Dios lo que es de Dios”, cumplid su voluntad en todo momento. Jesús, preguntado sobre un solo tema, extiende la pregunta a otro y lo afirma con mayor énfasis. En el fondo, está haciendo un reproche: os mostráis preocupados por un problema, que al fin es secundario, y pasáis por alto la obligación principal de otra clase de “tributo”. Dejad que el César sea el César, pero no olvidéis que Dios es Dios.

Invocar estas palabras de Jesús para diferenciar lo temporal de lo espiritual es malinterpretar su sentido. No se trata de distinguir ámbitos en los que la dimensión religiosa debe o no estar. Las palabras de Jesús recuerdan que en todas las dimensiones de la vida, terrenales o espirituales, Dios ha de ser el único y verdadero Señor. Y que en toda ocasión política, religiosa, social, económica, nuestra tarea es cumplir su voluntad.

Cuando Jesús dice “dad al César lo que es del César” lo entiende como lo interpretó la comunidad apostólica, de forma no simplemente concesiva, sino imperativa: dad, pagad. Así lo afirman los textos del Antiguo y Nuevo Testamento. Y cuando dice “dad a Dios lo que es de Dios” desautoriza todo concepto de poder civil que suprima sus límites, porque si todo pertenece al César, ¿qué pertenecerá a Dios?

 

OBRAR SIEMPRE EN LO TEMPORAL DESDE DIOS Y EL EVANGELIO

El cristiano, amado y elegido por Dios, ha hecho una opción fundamental eligiendo también él a Dios como fundamento y horizonte de su vida. En consecuencia ha de amar con todo su ser a Dios y el plan de Dios. Su comportamiento le convierte en una revelación del evangelio, en la que el valor destacado es la opción por Dios y el plan de Dios, fundamentado en la generosidad, la solidaridad, la fraternidad. La fe opera una verdadera expropiación en el creyente, de forma que su vida ya no es la defensa del ego, sino la universal afirmación positiva de todo y de todos, según Dios. Dar a Dios lo que es de Dios es estar comprometido con el universo de Dios en el que todos caben y todos acogen y defienden a todos. La fe en Dios no sacrifica el mundo: lo reafirma en su propia consistencia natural. El creyente es siempre creador, no demoledor. Es generoso e incluyente, no excluyente. Es positivo, no negativo. El cristiano debe amar al mundo y a los hombres con amor de cruz, es decir, de forma desprendida, respetando su bondad y autonomía, usando, no abusando. Dios creó todas las cosas y vio que eran buenas. Y encomendó al hombre su realización y consumación. Dios quiere la consistencia natural de todas las cosas, su verdad y bondad propias. Las ha creado para que existan y sirvan al hombre. La ecología y el bien común pertenecen a la voluntad de Dios. La fe obliga al creyente a reconocer la consistencia de la creación, la perfección y autonomía de las realidades temporales. Los cristianos, cuando actúan individual o colectivamente, como ciudadanos del mundo, deben cumplir las leyes naturales características de todas las cosas, cuidarlas y perfeccionarlas. La ecología es un bien no solo natural, sino moral. Y están obligados al bien común y a la observancia de las leyes que lo garantizan. La paz y la estabilidad social, el orden público y las leyes justas que lo refrendan, tienen fuerza moral. No quedan a la veleidad o capricho de  grupos marginales e interesados, ni de las emociones encendidas de intereses particularistas o de grupos no legitimados. Provocar daño social, dividir en grupos humanos, tensar las relaciones sociales, utilizar la violencia moral o física, defender particularismos que no corresponden a la historia, actuar con orgullo racista, creerse los mejores, adoctrinar a niños o pueblo, no respetar las leyes, y constituciones que la sociedad misma se ha dado en conformidad con el bien común, todo ello es verdaderamente inmoral. Los valores de paz, concordia, bien común, promoción y desarrollo, solidaridad, integración social son valores temporales que afectan sobremanera a nuestra común pertenencia al reino de Dios.

Los españoles vivimos hoy especiales momentos de tensión. Es necesario, en la medida de nuestra fe, que demos a Dios lo que es de Dios. Y la paz es el primer y máximo bien pascual, que Cristo resucitado ofrece a su comunidad. Perturbar la paz es ofender a Dios. Es exigencia universal. Apelar a la fe para desunir carece de sentido. El cristiano no puede practicar la exclusión. Pablo II dejó escrito: “Entonces la consecuencia de la paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los hombres en Cristo, “hijos en el Hijo”, de la presencia y acción vivificadora del Espíritu Santo, conferirá a nuestra mirada sobre el mundo un nuevo criterio para interpretarlo. Por encima de los vínculos humanos y naturales, tan fuertes y profundos, se percibe a la luz de la fe un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo íntimo de la vida de Dios, Uno en Tres Personas, es el que los cristianos expresamos con la palabra “comunión”. Dios nos ha incluido en su intimidad y nosotros debemos practicar la solidaridad y la comunión.

                                                Francisco Martínez

 

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