Lecturas

Deuteronomio 4, 1-2. 6-8  –  Salmo 14  –

Santiago 1,17-18. 21b-22. 27

Marcos 7, 1-8. 14-15. 21-23

En aquel tiempo, se acercó a Jesús un grupo de fariseos con algunos escribas de Jerusalén, y vieron que algunos discípulos comían con manos impuras, es decir, sin lavarse las manos. (Los fariseos, como los demás judíos, no comen sin lavarse antes las manos restregando bien, aferrándose a la tradición de sus mayores, y, al volver de la plaza, no comen sin lavarse antes, y se aferran a otras muchas tradiciones, de lavar vasos, jarras y ollas.)
Según eso, los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: «¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen la tradición de los mayores?»
Él les contestó: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos.» Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.»
Entonces llamó de nuevo a la gente y les dijo: «Escuchad y entended todos: Nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre. Porque de dentro, del corazón del hombre, salen los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas esas maldades salen de dentro y hacen al hombre impuro.»

Comentario

DEJÁIS A UN LADO EL MANDAMIENTO DE DIOS

2018, 22º domingo ordinario

            Después de cinco domingos dedicados al discurso del “pan de vida” de Jesús volvemos al evangelio de Marcos, el evangelista del año. Al hacerlo, afirmamos, una vez más, que es imposible, según los principios del Concilio Vaticano II, concebir hoy un cristiano renovado que no viva fundamentado en el seguimiento y asimilación de los evangelios dominicales como verificación comprometida de su fe. La fe de la Iglesia nos dice que hoy “Cristo mismo habla”. Y esto justifica por sí mismo la necesidad y prioridad de hacerlo. El relato que leemos en este domingo se inscribe en el contexto de la tensa oposición de los fariseos y los escribas con Jesús, en este caso venidos de Jerusalén, sede oficial del judaísmo. Y trata de un tema capital: el sentido y valor de las leyes y normas. Sin amor en el corazón, la ejecución exterior sirve de poco.

Israel recibió de Dios el Decálogo y este constituyó las delicias del pueblo consciente de que, gracias a él, el mismo Dios lo conducía y guiaba a la tierra prometida, a la amistad profunda con él. Junto al Decálogo, verdadera ley fundamental, la Institución oficial del judaísmo fue elaborando un complejo sistema de normas y preceptos, de naturaleza disciplinar y ritual, que regulaba el comportamiento práctico y diario del pueblo. La rutina cotidiana concentró la atención de todos en estas “costumbres de los ancianos”. Y se produjo un fenómeno social: el predominio de lo minucioso y accesorio sobre lo fundamental. Las consecuencias resultaron graves para la piedad del pueblo. Sobrevino el legalismo, o culto a la norma; el ritualismo, o culto a las formas con detrimento del amor sincero; el fariseísmo, o atención a lo marginal ladeando lo importante. En el fondo de este hecho estaba la prepotente actuación de los representantes religiosos que, celosos de su función dominante, ejercían un control desmedido basado en el despotismo, el orgullo y la ambición.

Jesús, movido por un claro sentido de lo fundamental, se presenta aboliendo  audazmente las leyes de pureza relativas a la costumbre de lavarse las manos antes de comer y también las de la prohibición de comer carne de algunos animales. Esto representaba  un verdadero escándalo para la piedad judía. En el fondo Jesús se opone a un culto más bien exterior y a costumbres y tradiciones que nada tienen que ver con Dios. La gente sencilla se veía obligada a cumplir gran cantidad de preceptos siguiendo una costumbre que los fariseos y escribas atribuían a “las tradiciones de los mayores”. Jesús no se oponía directamente a estas costumbres, sino a la intención de fondo, propia del fariseísmo, que incurría en la hipocresía: fijar la atención en lo secundario restándola de lo esencial. El rito de lavarse las manos ceremoniosamente antes de comer era propio de la clase sacerdotal, y por una interpretación sesgada, se había impuesto a todo el pueblo. Jesús afirmaba que hay que tener limpio el corazón, no solo las manos. Decía también que todos los alimentos son puros. Lo sucio no es aquello que entra en el estómago, sino lo que sale del corazón del hombre: las malas palabras y deseos.

El desajuste entre lo interior y exterior, tiene máximo sentido en nuestras mismas celebraciones de la fe. La dignidad de las celebraciones litúrgicas no reside en la perfección estética exterior, sino en la autenticidad de los gestos y ritos que deben hacer  referencia fundamental tanto a los sucesos originales que conmemoramos, como a la veracidad evangélica, moral y social, de la vida real. Lo inadmisible es separar ritualidad y verdad, celebración y vida, incurrir en la superficialidad y el fariseísmo.

Jesús nos pide ser sinceros e íntegros en nuestro comportamiento con Dios y con los hombres. Esta exigencia es seria. Lo contrario falsea a Dios y nos hace también falsos a nosotros. Reduce al Dios real y verdadero a una imagen mental y distorsionada de él, y deforma también  nuestra identidad y la verdad fundamental de nuestra vida y de nuestras relaciones. Preocuparnos por la verdad y autenticidad de nuestro comportamiento es máximo signo de salud espiritual. Quien siempre defiende el orden establecido y piensa que nada ha de cambiar en la vida, demuestra ser un cadáver espiritual. Somos santos y buenos, crecemos espiritualmente, desobedeciendo al desorden establecido, adaptándonos no al ambiente saturado, sino al evangelio auténtico. No viviendo siempre del pasado, sino creando novedad y siendo novedad, encarnándonos en las situaciones de mediocridad y de pecado, y mejorando las estructuras, las instituciones y las personas, comprometidos en una historia santa, no solo obrando cosas buenas, sino haciendo lo que debemos hacer de acuerdo con las necesidades concretas del ambiente. Estamos estancados en lo mediocre, en los simples medios, en lo meramente funcional, secundario y provisional. El ideal es crecer y madurar siempre, cada día. Y esto se logra amando más, amando con todo el corazón. Esto solo es posible cuando crecemos en libertad y responsabilidad. Es preciso ser concretos y tener la astucia de la que nos habla el evangelio. No es cristiano luchar por adaptarnos siempre a los órdenes culturales y no adaptarnos al evangelio. Nuestra vida es Cristo. Y Cristo es presente y es futuro.

El cristiano vive y actúa siempre desde dentro, desde el corazón, no desde la epidermis, desde la cultura o el ambiente. Ha de ser siempre sincero, transparente, íntegro. Para ello su referencia esencial ha de ser siempre el evangelio, Jesús. Hemos nacido sedimentados en un ambiente saturado de situaciones y actitudes que son costumbre, no verdad. Filtramos los conocimientos por lo que somos y pensamos. Llamamos realidad solo a lo que conocemos. Al conocer dependemos necesariamente de nuestra memoria que mira solo al pasado. Solo conocemos una parte de nuestro yo. Nosotros ni siquiera somos del todo nosotros mismos. Y mucho menos somos el mundo entero, que nos sobrepasa. Y sin embargo, reconvertimos el fragmento que somos en la realidad, la única realidad. Vivimos desde nuestro fragmento, imponiendo a los demás nuestros criterios y opiniones. Cuando pensamos y hablamos solo iluminamos una pequeña parte de la verdad. El resto permanece en la oscuridad. Un cristiano que no vive hambreando la verdad, luchando por conocerla y vivirla, no es digno del evangelio. No es cristiano maduro.

La lección de Jesús hoy en el evangelio es maravillosa. Y nos afecta profundamente. Muchos viven sin ley y la ley de otros es fragmentada y aun falsa. Él es la nueva ley, la novedad total. Quien ama a Cristo y se deja amar por él, mejora y mejora al mundo. Ojalá podamos decir con Pedro: “¿A dónde vamos a ir? Solo tú tienes palabras de vida eterna”.

                                                              Francisco Martínez

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