Lecturas
Ezequiel 2, 2-5 – Salmo 123 – 2ª Corintios 12,7b-10
Marcos 6, 1-6
Comentario
NO DESPRECIAN A UN PROFETA MÁS QUE EN SU TIERRA
2018 14º Domingo Ordinario
El evangelio de este domingo da cuenta del rechazo que Jesús encontró en su propio pueblo cuando comenzó a anunciar el mensaje del Reino. “¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José, de Judas y Simón?”. También las otras lecturas hablan del escepticismo y recelo suscitados ante la palabra de Dios en muchos otros momentos de la historia. La primera lectura de Ezequiel relata la rebeldía del pueblo ante la palabra de Dios. Y Pablo, en su carta a los Corintios da cuenta de los insultos, privaciones, persecuciones y dificultades sufridas por Cristo cuando él presenta el mensaje de salvación. El evangelio deja constancia, primero, de la reacción positiva y asombrada de la gente ante Jesús. “¿De dónde le viene la sabiduría… y los milagros de sus manos?”. Junto a esta constatación, el evangelista da cuenta del recelo de los oyentes: “Desconfiaban de él“. Jesús mismo observa este impacto negativo y afirma: “No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”. Jesús era consciente de la singularidad de su mensaje personal y por ello Marcos subraya el detalle de que Jesús “se extrañó de su falta de fe”.
Aquella reacción de los paisanos de Jesús es típica. Representa un fenómeno que sucede en todos los tiempos y lugares. Nos afecta también a nosotros. El mensaje de Jesús es único y singular, pero en muchas ocasiones llega a la gente en forma rutinaria y desgastada. Nunca nadie habló así y nadie ofreció tanto en la historia de la humanidad. Jesús tocó el núcleo de las ilusiones, esperanzas y anhelos más grandes del corazón humano. Ofreció un sorprendente “plus” a la identidad del hombre al que encumbró como “hijo de Dios” y “participante de la divina naturaleza”. En Jesús y con Jesús el destino del hombre es Dios. Dios mismo llega de tal modo a afectar la identidad histórica y real del hombre que se hace él mismo como lo mejor del hombre, como lo más suyo de lo suyo. En comunión con Cristo el hombre llega a ser Dios. Esto comporta una experiencia esencial de Vida, de Verdad, de Belleza y de Amor infinitos. El hombre actual, debido a su frialdad e indiferencia, ha resultado un ser extraño para sí mismo. Dios lo ha diseñado como anhelante aspiración a ser más, a conocer más, a amar más. Se le ha ofrecido como Vida, Conocimiento y Amor infinitos. Esto es absolutamente maravilloso. Pero la verdad real es que este mismo mensaje suele llegar a los hombres envuelto en una cultura social decadente, de fe negada y combatida, o en expresiones moralizantes rígidas, o en formas de fe desgastadas y empobrecidas. Conforme hemos ido conociendo el mensaje cristiano nos han ido asaltado también a nosotros las dudas de los paisanos de Jesús. Y nos ha podido la frialdad. Hemos llegado a pensar muchas veces que en nuestra práctica religiosa nos sacrificamos más que resultamos gananciosos. Que Dios nos pide demasiado. Y practicamos la disminución, la reserva, la indiferencia. Las alegrías más salientes no nos vienen del lado de la fe, sino de sucesos intramundanos. No somos precisamente unas personas entusiasmadas. Cada vez que nos vence el amor propio, la pereza, la fuga y evasión, preferimos nuestra vida a la vida de Jesús en nosotros. Pensamos que Jesús es Dios, pero no le reconocemos de hecho como tal.
Cuando uno penetra sabiamente en el hondón del evangelio, o en el del misterio de la liturgia, o en el contendido fundamental de la fe cristiana, encuentra una idéntica realidad de fondo: Jesucristo. Él es principio y fin, consistencia y fundamento de todo. La vida cristiana es “Cristo en nosotros como esperanza de gloria” (Col 1,27). Pero la verdad es que tenemos instalada la oscuridad en el corazón mismo de nuestra fe porque no hemos hecho de Cristo el centro de nuestra vida. Se da entre nosotros un cristianismo sin Cristo. Perduran los efectos de su misión en la tierra, religiosos y culturales, pero no le sentimos a él y su obra como contemporáneos nuestros. La comunidad cristiana vive hoy un fenómeno de descentramiento del misterio cristiano, pues el Cristo hoy vivo y resucitado no aparece como centro vivificante nuestro y de la comunidad. Vive una gran dispersión ante un sin fin de devociones a la carta y de diferencias celebrativas que, en muchas ocasiones, poco o nada tienen que ver con el evangelio. Y vive un desplazamiento de Cristo sustituido en ocasiones por quienes deberían representarle mejor. El mundo de la Iglesia no es el escaso mundo eclesiástico, ni tampoco el pequeño grupo devoto que cada vez es menos numeroso. Nuestras rutinas y costumbres originan el distanciamiento del original. Es difícil, quizás imposible, evangelizar el mundo de hoy desde nuestra forma concreta de celebrar la fe y de anunciarla. La gran Historia de salvación bíblica y evangélica, donde están Dios, Cristo y la Iglesia, está sustituida por la pretensión de unas salvaciones individuales e insolidarias, donde está cada uno solo. Pretendemos que evangelicen los documentos, hurtando el testimonio de unas vidas confesantes y convincentes. Tenemos más fe en el poder que en el amor. Confundimos la verdad con la costumbre. Nuestra práctica sacramental está dominada por la rutina histórica y no por la fuerza de lo que los sacramentos simbolizan, significan y contienen. Y lo peor: hay hoy en la Iglesia fuerzas poderosas empeñadas en que nada cambie, nada mejore, nada se renueve, como si viviéramos en el mejor de los tiempos.
En estos mismos días, oleadas de pateras con emigrantes sumidos en la miseria y la amenaza intentan abordar las costas europeas huyendo de la indigencia y de la guerra. Los Medios han puesto ante nuestros ojos drásticas imágenes de niños muertos, ahogados ante los ojos de sus mismas madres. Son grupos expulsados de las costas de naciones cuyos responsables no dudan repelerlos como “carne humana”. Mientras tanto, en Rusia, y en estos mismos días, numerosos campos de futbol hierven de gente apasionada que se divierte, consume y gasta, y exporta la diversión y las pasiones a cientos de millones de espectadores que vibran apasionadamente ante el espectáculo. Y muchos de nosotros vivimos tranquilos pensando que todo eso ocurre lejos de nosotros, y que deberían ser los políticos quienes deberían solucionar los problemas. Nos cuesta entender que entre las formas históricas de realizar el modelo auténtico de vida cristiana sobresale sin duda aquél que da prioridad absoluta a liberar cautivos, sanar enfermos, expulsar malos espíritus, acoger forasteros, dar techo y alimento a los que carecen de ello. Y esto mismo, el sufrimiento de muchos, no lo tenemos solo en las costas mediterráneas, sino junto a nosotros, con nosotros y cada día. Dios nos dé un amor fuerte y solidario.
Francisco Martínez
E-mail:berit@centroberit.com
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