Lecturas

Zacarías 9,9-10  –  Salmo 144  –  Romanos 8, 9.

Mateo 11, 25-30

En aquel tiempo, exclamó Jesús: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.»

Comentario

SOY MANSO Y HUMILDE DE CORAZÓN

2017, Domingo 14º ordinario

            La lectura continuada del evangelio de Mateo nos sitúa, finalizado el discurso sobre la misión, en el portal de las parábolas. El texto de hoy es un nexo intermedio que suelen  denominar el “Magníficat” de Jesús. Él declara la llegada del reino de Dios y lo hace con un corazón absolutamente desarmado, libre de cualquier tipo de violencia. En la primera lectura el profeta Zacarías hace un llamamiento a la alegría anunciando la paz porque Dios se dispone a reinar en su pueblo y lo hace de manera muy distinta, con humildad y sin ostentación, proscribiendo toda clase de guerra, sin considerar como enemigo a nadie, relacionándose pacíficamente con todos, viendo a las personas de manera muy diferente, desde una visión nueva y superior.

Jesús, en el evangelio, da gracias al Padre en forma de bendición, la oración nuclear de Israel, y resaltando fuertemente el contraste de ocultar los secretos del reino a los sabios y entendidos y revelarlos, en cambio, a la gente sencilla. Los sabios eran los entendidos en las Escrituras y en la ley, los cumplidores de la misma, gente satisfecha que no esperaba ya nada. El pueblo les tenía por tales y ellos mismos se consideraban así. Desde su sabiduría depreciaban al pueblo como ignorante de la ley y pecador. Pero ellos, paradójicamente, no son capaces de  abrirse a la revelación de Dios. La gente sencilla es el pueblo, los niños y los que se hacen como ellos, los que no cuentan, los excluidos, los que sienten necesidad de esperar todo. Es a estos a quienes Dios se revela. El problema de fondo es que los llamados sabios se apoyan en ellos mismos, viven su vida, están orgullosos de sí, están cerrados, creen que no dependen de nadie. El niño o el pobre lo espera todo. Y esto se extiende a todos en lo que se refiere a los apoyos reales de la vida, aquello que polariza los deseos y la actividad del hombre. La gente desea salud,  dinero y amor. Lo demás resbala. Se apoya mucho más en el tener que en el ser. Sin embargo, el hombre no vale por lo que tiene sino por lo que es. También ayer, como hoy, había personas que se apoyaban mucho en la piedad, el culto, el templo, pero como rutina exterior, como rutina o formalidad, más que como respuesta viva a la llamada de Dios.

SOY MANSO Y HUMILDE DE CORAZÓN

Las lecturas se centran en la figura del Mesías y en el modo y manera de ejercer su mesianismo. Jesús dice: “Cargad con mi yugo y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”. Es la primera vez en la historia en que se intenta hacer algo importante sin mediaciones de poder y de fuerza. Todo lo contrario. Zacarías, en la primera lectura, desencadena la corriente del mesianismo de la humildad. Anuncia la llegada de un rey con unas características peculiares que no son las habituales. Su poder no son los recursos militares, sino la bondad, la fascinación por el hombre, la cercanía a él, la justicia y la humildad. Lo escenifica en la entrada triunfal de un rey en la ciudad montado en un pollino de borrica y aclamado por el pueblo más sencillo. Su triunfo viene por otras estrategias: la paz, la compasión, la solidaridad, la misericordia, la superación de la injusticia. Sus enemigos no son otros, sino el mal, la injusticia, el odio, la enfermedad, las guerras y rencores, la limitación y disminución del hombre. El rey aparece allí donde el hombre sufre. Lo suyo es sanar, curar y liberar. Sus destinatarios son todos aquellos que se sienten cansados y agobiados. No utiliza ni la fuerza ni la razón contra nadie. A nadie dice “no”. No vence, convence a todos. Jamás practica la contra, la oposición, la negación. No solo es humilde: es la misma humildad. Vive la identidad mesiánica como verdadero servicio.

El núcleo del reino de Dios es la persona misma de Jesús y su entrega generosa a sacrificarse libremente por los hombres, en especial por los pecadores y extraviados. Odia el mal, pero ama a los malos. Se pone en su lugar, se apropia de sus maldades y expía por ellas. Entrega su vida libremente. Dice: “Nadie me quita la vida, yo por mí mismo la doy” (Jn 10,18). Pablo lo comenta diciendo: “Y Dios… a quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Cor 5,21). “Nos rescató de la maldición de la ley haciéndose él mismo maldición por nosotros” (Gál 3, 13s). La carta a los Hebreos lo explica admirablemente diciendo: “Soportó la cruz sin tener en cuenta la ignominia” (Hb 12,2). Toleró todos los males de la historia, físicos y morales, deshonra y deshonor, desprestigio e infamia. Mandó no vencer el mal con el mal, sino con el bien (Rm 12,21). Siendo justo e inocente renunció a tener razón contra nosotros. Nos salvó por medio de la cruz, el máximo amor en la máxima deshonra. La cruz es un amor grande, sin límites. La magnitud de su sufrimiento fue comprobación de la seriedad de su amor. En Cristo, Dios se despojó de su omnipotencia y se revistió de impotencia. La cruz significa no querer ir jamás contra nadie, el rechazo absoluto de la violencia. Lo más dichoso que ha podido ocurrir en nuestra vida es que Dios, en Cristo, ha muerto de amor por nosotros. La cruz significa que Dios ha apostado irreversiblemente por el hombre, pase lo que pase. Y nos ha mandado hacer lo mismo. “Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,29).

En Cristo es sinsentido creerse superiores a los demás, sobresalir, vivir de privilegios o de signos apoyándose en la tradición o costumbres. Es algo absolutamente ajeno al evangelio. Condenar, juzgar, despreciar, posponer, rebajar, son actitudes prohibidas a los seguidores de Jesús. Seguir a Jesús es asumir su misma cruz, asumir los sufrimientos físicos, morales, incluso la deshonra, el desamor, y hacerlo con alegría. Para que no haya duda, todas las páginas del evangelio y del mensaje evangélico dan testimonio de lo mismo.

Esta actitud no se reduce a una simple moral o norma. Es un asunto de ser o no ser, pues se fundamenta en la paternidad universal de Dios. Dios es Padre de todos. En consecuencia, todo hombre es mi hermano. El mal no hay que acusarlo, sino curarlo; no condenarlo, sino perdonarlo. El perdón de las ofensas es absolutamente condicionante para recibir y tener el perdón de Dios. Pedro preguntó a Jesús “cuantas veces debería perdonar”. Jesús contestó que siempre. Dios siempre perdona y todo es perdonable. Para Dios no existe el eslogan de “tolerancia cero”. Hay que poner los medios, desde luego, para asegurar que a nadie se haga daño. Pero tenemos que asumir que la redención de Jesús es poderosa y que no hay pecado que no haya sido perdonado en la cruz. Los tribunales de justicia han de proseguir sus objetivos de justicia, pero el cristiano debe perdonar siempre y a todos. Hoy  Pablo nos dice en su carta a los romanos que vivamos no según la carne, es decir, la pura y simple razón, sino según el Espíritu de Jesús, es decir, la solidaridad y el amor.

Esta actitud misericorde y perdonadora supone riqueza de alma. No es coacción, sino exuberancia y riqueza de amor. No todos pueden hacerlo. Se alcanza con la gracia de Dios. Y Dios la da a todos. Supone los sentimientos de Cristo en nosotros. El rencor, la aversión, el odio no entran en el reino de los cielos. Solo el amor salva y nos salva.

                                                                          Francisco Martínez

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E-mail: berit@centroberit.com

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