Lecturas
Sabiduría 1, 13-15; 2, 23-25 – Salmo 29 –
2ª Corintios 8, 7-9.13.15 – Marcos 5, 21-30.33-43
Comentario
CURACIÓN DE LA MUJER CON FLUJO DE SANGRE
Y RESURRECCIÓN DE LA HIJA DE JAIRO
13º Domingo Ordinario
Hemos escuchado en el evangelio dos signos obrados por Jesús y que remiten al poder de la fe en él. Creer en él cura y resucita, otorga una nueva vida. El camino de acceso a Jesús es la fe. Y la fe solo es posible sabiendo acercarse a Jesús del todo, activando lo más noble y profundo de los sentimientos. Implica trascender la costumbre y la rutina en el que nos movemos y saber situarse ante Jesús, en su forma de evangelio, y cara a cara.
La singularidad de la narración de la curación de la mujer que padecía flujos de sangre es que está intercalada en el relato de la resurrección de la hija de Jairo. La presentación conjunta de ambas narraciones es histórica y no solo literaria. Marcos es consciente de que al narrar el suceso de la mujer está dando razón de lo que constituye un verdadero prodigio. Presenta los rasgos distintivos de esta clase de afirmaciones: descripción de la paciente, el fracaso de muchos médicos, la curación repentina, la confirmación pública de lo sucedido. La turbación de la mujer por su gesto atrevido, la pregunta brusca de los discípulos y la descripción gráfica del comportamiento de Jesús confirman la impresión de un relato real y verosímil. Posiblemente el número doce evoca al pueblo de Israel y a los doce discípulos. La mujer no solo había estado enferma largo tiempo. Además se había gastado todo su dinero en médicos, sin que mejorase su dolencia, sino todo lo contrario. Lucas dice que la mujer no se había podido curar con nadie. La curación aparece inmediata. La hemorragia cesó al instante. El suceso alcanza una hondura insospechada. Las reglas de la pureza legal restringían la participación de las mujeres en el culto porque se les consideraba impuras. Y tocar a una mujer impura hacía también impuro a la persona que la tocaba. Aquella mujer sufría exclusión, alejamiento y soledad a causa de su enfermedad desde hacía doce años. Y contrariamente a todo lo que prescribe la ley, siendo impura, se atreve a tocar a un hombre público, como Jesús, aunque no lo hace abiertamente, sino disimuladamente, desde atrás. Su explicable deseo es más fuerte que las normas y tradiciones judías. La mujer confía en Jesús por encima de todo. Lejos de sentirse cautiva en las tradiciones de Israel, se siente capaz de trasgredir los preceptos de la ley judía, expresando una libertad interior admirable. Jesús, en el evangelio, otorga absoluta primacía a la curación y liberación del que sufre. Toda ley, y el mismo cuto, debería reconocer esta primacía de favorecer al hombre. El evangelio de hoy nos presenta dos situaciones límite y desesperadas y nos explica admirablemente cómo son afrontadas por quienes las sufren y por Jesús mismo. Dios siempre cura y libera, pues en eso consiste el objetivo fundamental de su venida. En realidad solo pecamos contra Dios cuando nos hacemos daño unos a otros.
Mientras Jesús y los suyos caminaban, llegó un mensajero afirmando que la niña de Jairo estaba ya muerta, y que, por tanto, ya no había que importunar más al Maestro. Jesús replicó a Jairo: “No temas, ten fe y basta”. Al llegar a la casa, encontraron el alboroto de la gente que lloraba. Jesús dijo “¿Qué alboroto es ese? La niña no está muerta, sino dormida”. “Ellos se reían. Pero Jesús, acompañado del padre y de la madre, y de tres de sus discípulos, entró donde estaba la niña. La cogió de la mano y dijo: “Escucha, niña, ponte en pie”. La niña se levantó inmediatamente y echó a andar, pues tenía doce años. Se quedaron viendo visiones”.
En el trasfondo de los dos relatos del evangelio está la fe. La mujer enferma es un ejemplo admirable de persona creyente. Su fe no solo supera todos los obstáculos. Su fe en Jesús le lleva al extremo, duro para un buen israelita, de trasgredir los preceptos de la ley. La pobre mujer se sentía en una situación de quebranto porque el sistema legal no coincidía con su anhelo. En una sociedad como aquella, la mujer tuvo que superar situaciones de bochorno social. No solo hacía algo prohibido, sino algo antisocial que chocaba, además, con los sentimientos legítimos de todos los presentes que podrían sentir incómoda su presencia y su pretensión. Superar los indudables obstáculos, habla de la grandeza de fe de la mujer. También en el caso de la muerte de la niña Jesús mismo destaca la necesidad de la fe. Un mensajero dijo al jefe de la sinagoga: “Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al Maestro? Pero Jesús, sin hacer caso del recado, le dijo al jefe de la sinagoga; No temas, ten fe y basta”.
Las barreras que tuvieron que superar la mujer enferma, por un lado, y el jefe de la sinagoga, por otro, fueron enormes. Pero ellos fueron más fuertes que sus dificultades. Les movió una gran fe. Y esta es la gran lección del evangelio de hoy. La fe es un sentimiento de confianza que totaliza y unifica a la persona ante Dios. Nosotros, por razones históricas de gran calado, tenemos devaluado el sentimiento de fe. La hemos reducido a función de la cabeza, de la mente, y además, a cosa nuestra. Mediante la fe la totalidad de la persona se hace inclinación y adhesión profunda, afectiva y cordialmente. La fe es, además, y ante todo, don y gracia de Dios. No es solo facilidad humana sino capacidad divina para poder vivir en connaturalidad de confianza y de vida con él. Solo Dios puede conducirnos en su terreno, en su vida personal íntima. La fe activa lo más hondo del hombre, su capacidad para lo infinito. Somos seres finitos, pero Dios nos ha dado tendencia a lo infinito. En el hondón de nuestro espíritu existe una inquietud grande, una insatisfacción inmensa que solo se puede satisfacer con Dios. Estamos hechos para un “todavía más” ilimitado. Dios ha creado en nosotros una connaturalidad divina. Nos ilumina con su luz y nos mueve con su propia fuerza creando en nosotros una sintonía existencial. Los creyentes deberíamos cuidar más ese ojo interior, exponiéndonos a la luz divina del evangelio para ver y conocer con el corazón. La fe es una fuerza tan poderosa que crea la realidad. Somos lo que creemos. El realismo de este hecho corresponde a la presencia y actividad del Espíritu dentro de nosotros. “El que se une al Señor, se hace un Espíritu con él” (1 Cor 6,17). “Os daré un corazón nuevo… infundiré mi Espíritu en vosotros” (Ez 36,26-27). El Espíritu traslada la riqueza del alma de Cristo a nosotros. Nada quiere tanto Dios como que le conozcamos y amemos con Cristo y en él. Nuestra vivencia de Cristo debería ser una experiencia totalizante, absoluta, desbordante. La mayoría de cristianos tiene todavía por estrenar esta capacidad divina. Creen que la fe es lo que ellos hacen, no lo que Dios hace y quiere hacer en todos nosotros. En nuestro interior hay una abertura divina, una capacidad superior, una posibilidad que nos supera y trasciende, en la que el creyente no piensa, es iluminado; no se mueve, es movido y conducido. Es Dios haciendo de Dios. El creyente debe asentir, aceptar, exponerse frecuentemente a la luz y al calor del sol divino para que caliente y trasforme nuestra inteligencia y nuestro corazón. No explotamos esa capacidad divina, no oramos, no tomamos el evangelio en nuestras manos y en nuestro corazón, no tenemos fe suficiente. Somos prófugos de la oración. Ni nos calentamos ni calentamos a los demás. Preferimos la ruina de una nuestra individualidad solitaria. Pidamos al Señor que entre dentro de nosotros y renueve nuestra vida.
Francisco Martínez
E-mail:berit@centroberit.com
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