Lecturas

Ezequiel 17, 22-24  –  Salmo 91  –  2ª Corintios 5, 6-10

Marcos 4, 26-34

En aquel tiempo, Jesús dijo a la multitud: «El Reino de Dios se parece a lo que sucede cuando un hombre siembra la semilla en la tierra: que pasan las noches y los días, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece; y la tierra, por sí sola, va produciendo el fruto: primero los tallos, luego las espigas y después los granos en las espigas. Y cuando ya están maduros los granos, el hombre echa mano de la hoz, pues ha llegado el tiempo de la cosecha.»
Les dijo también: «¿Con qué compararemos el Reino de Dios? ¿Con qué parábola lo podremos representar? Es como una semilla de mostaza que, cuando se siembra, es la más pequeña de las semillas; pero una vez sembrada, crece y se convierte en el mayor de los arbustos y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden anidar a su sombra.»

Y con otras muchas parábolas semejantes les estuvo exponiendo su mensaje, de acuerdo con lo que ellos podían entender. Y no les hablaba sino en parábolas; pero a sus discípulos les explicaba todo en privado.

Comentario

LAS PARÁBOLAS DE LA SEMILLA QUE CRECE

Y DEL GRANO DE MOSTAZA

2018, 11º Domingo Ordinario

            Jesús camina anunciando el Reino de Dios. Es el proyecto de un nuevo mundo y de un nuevo hombre en el que Dios declara a todos, sin distinción de raza, hijos suyos y, en consecuencia, hermanos, unos de otros. Dios convoca a todos los hombres al banquete en el que los hombres comparten su misma vida. El mensaje es insospechado, sorprendente. Las credenciales de Jesús son la fuerza de su palabra, “hablaba con autoridad”, y los signos que la acompañan. Nunca jamás nadie había hablado así. Jesús, lógicamente, observa la reacción que su mensaje provoca en los oyentes: aceptación manifiesta en unos e indiferencia y rechazo abierto en otros. Esta sintonía y receptividad no es para Jesús asunto vano. Representa la validación de su misión. Es el fruto y resultado de su inmensa entrega y gratuidad. Para los oyentes representa la máxima realización de sus vidas, el logro supremo de su existencia. En el ambiente de Jesús se respira, por un lado, gozo, alegría, esperanza. Por otro, incredulidad, indiferencia, frialdad, rechazo. Jesús percibe este clima y responde proponiendo unas parábolas que iluminan y dan firmeza a la esperanza. El evangelio de hoy refleja dos. En la primera habla de la semilla que un hombre echa en tierra y que va germinando por sí sola, sin que el sembrador intervenga. En la segunda habla de otra semilla, la mostaza, la más pequeña entre todas, que echada en tierra, se convierte en una planta grande en cuyas ramas anidan los pájaros. Los discípulos hacen suya la misión de Jesús y quieren ver el resultado, el éxito, la adhesión entusiasmada de todos. Jesús requiere paciencia. La semilla crece aun sin que el sembrador piense en ello. El Reino que Jesús anuncia no es un suceso inminente. Es obra de Dios, no del hombre. Jesús predica la penitencia y la conversión, pero ello requiere un proceso misterioso en el corazón de cada oyente. Cada uno vive un verdadero trance en su interior, de aceptación o rechazo. Solo Dios conoce este proceso. El grano de mostaza tiene que ver con la siembra de la palabra. Se trata de una semilla pequeña, pero llamada a dar un fruto grande. Jesús mismo se hace pequeño, habla a los pequeños y ofrece un mensaje aparentemente pequeño que se sustenta en las bienaventuranzas de los humildes y en la aceptación de la cruz. Pero su fruto es grande, es la vida en Dios. Presupone siempre un amor muy grande. El dinamismo de la semilla, de la palabra, se nos oculta. Pero donde hay receptividad el resultado es sorprendente, aunque no se advierta.

Las parábolas de Jesús afectan a todos los hombres en su más honda profundidad. Él propone, ofrece, da. Y quiere que todos escuchen, reciban, acepten. En general la existencia, en su más profundo estrato, es para todos siembra, comunicación, receptividad, don ofrecido y aceptado. Nunca es una realidad merecida o autocreada. Aceptar, acoger, recibir constituye la más profunda identidad en todos y en cada uno. El universo no es sino un gigantesco sí al poder creador de Dios. La vida, en su propia consistencia, es siempre fruto de la gratuidad. Existir y crecer es ir diciendo sí continuamente a la realidad. Somos lo que recibimos. Tenemos lo que aceptamos. Decir sí es la mayor fuerza creadora del universo. En un sí comprometido y mantenido nace y se hace la amistad, el noviazgo y matrimonio, la vocación, las relaciones más nobles. El “sí” cambia la vida y la hace más real y gozosa. Jesús habla, expone el Reino de Dios y lo ofrece, y pide un “sí” incondicional. Aceptarlo es salvación y rechazarlo es incongruencia y merma, es perdición. Jesús propone y ofrece en libertad. Trata al hombre por dentro, no por fuera. El ofrecimiento de Jesús tiene que ver con la identidad, el sentido último, la realidad trascendente, la vida de Dios. Jesús quiere que el otro sea verdaderamente otro, que sea él mismo y que lo sea del todo. Jesús odia la alienación. Pero afirma con claridad meridiana que optar por él es vivir, y rechazarle es perderse, perder el propio ser. La fe consiste en decir sí a Dios y su plan. Su contenido fundamental no es lo que el hombre hace, o es capaz de hacer, sino lo que Dios hace en favor del hombre. Al hombre le corresponde aceptar. Por eso Jesús habla, predica, expone sin descanso. Y habla de escucharle, aceptarle, recibirle, acogerle.

El evangelio de hoy nos invita a reflexionar hasta qué punto somos receptivos y sabemos escuchar y acoger. En la vida se nos ofrece todo. Somos una vida recibida. “Padecemos la vida más que la muerte” dijo Teilhard. Aun cuando todo lo tenemos recibido, el egoísmo nos induce a la mentira fundamental de la vida: el peligro de atribuirnos las cosas que hay en nosotros y creernos los dueños de nuestra propia existencia. Por eso nuestra vida se desarrolla en la paradoja de tener que recibirlo todo y tener que desprendernos. Crecer conlleva abandonar el pasado. Asumir lo mejor conlleva desprendernos de lo inservible. No podemos hacer novedad sin abandonar lo viejo. Recibir y desprendernos son como el inhalar y exhalar, como el comer y desasirnos de lo que nos sobra. El mal está en que frecuentemente nos aferramos a las cosas de Dios en lugar de buscarle a él. Hasta en Dios y en la Iglesia nos buscamos indebidamente. Nos apegamos a las cosas que sin Dios no existirían.

Nuestro ambiente y nuestra cultura han recreado un movimiento generalizado de enfriamiento y de evasión de Dios y de la fe. El hombre moderno ha trasvasado la certeza de Dios a la experiencia humana, a su propia capacidad. Al hombre moderno le falta la transcendencia, el infinito. Y esta es su desgracia. Ha perdido la gracia de la gratuidad, del darse y recibirse en el otro y en los otros. En él apenas hay espacios para la receptividad. Piensa que él es creador de todo. Y esta es su des-gracia, que apenas deja espacios para la gracia y la gratuidad, sobre todo la de Dios.

Vivir la fe y de la fe supone no vivir solo de nuestras ideas o conceptos, no hacer de nuestra razón la norma de nuestro comportamiento.  Es estar con él y en él y no con nuestros pensamientos. Hay cristianos que, al orar, solo hacen rezos. No tocan al Dios vivo. Su oración no va en serio, no es oración transformante. Se entienden más con una imagen mental de Dios que con Dios como realidad real y suprema. Hay cardos secos a los que el sol, cuando les da, los seca más. Hay plantas vivas que al recibir la caricia del sol son continuamente vivificadas. Quien solo ora rezos no cambia nunca. Es siempre igual y está cada vez más seco. Quien pone su vida en contacto real con el Dios vivo, se transforma. Orar no es recitar fórmulas. Es dejarnos mirar, transformar, cambiar por él mediante una palabra no solo dicha y entendida, sino acogida y vivida. Somos resultado de su amor y crecemos en la medida en que nos dejamos mirar y hablar por él. Acoger su palabra es darle carne en nosotros, es ser y hacer lo que dice. Es tener no solo oídos, sino corazón que escucha. Si hacemos oración y la oración no nos hace, es porque no oramos bien. No vamos a ella a cambiar. Debemos saber orar nuestra propia vida. Orar es entrar en la zona de influencia de Cristo para dejarnos sustituir por él. Si al orar nos detenemos en lo que una frase tiene de concepto, pero no de realidad, no cambiaremos nunca. Y un lenguaje que no expresa la vida, es falso. La oración verdadera es como el oxígeno, que cuando penetra en los pulmones regenera todo el organismo.  Dejemos que la palabra del evangelio entre y regenere nuestras vidas

                                                                   Francisco Martínez

www.centroberit.com

E-mail:berit@centroberit.com

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