Jeremías 17, 3-8  –  Salmo 1  –  1ª Corintios 15, 12. 16-20

Lucas 6, 17.20-26

En aquel tiempo, bajó Jesús del monte con los Doce y se paró en un llano, con un grupo grande de discípulos y de pueblo, procedente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón. 
Él, levantando los ojos hacia sus discípulos, les dijo: «Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis. ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacian vuestros padres con los falsos profetas.»


BIENAVENTURADOS LOS POBRES. ¡AY DE VOSOTROS, LOS RICOS!

2019, Domingo 6º ordinario

El domingo anterior Lucas nos habló de los primeros discípulos que siguieron a Jesús después de haberle escuchado y de haber confiado en su palabra. Jesús subió al monte, pasó toda la noche orando y, al llegar el día, entre los discípulos que le seguían, escogió a doce a los que llamó apóstoles. Con ese grupo desciende del monte y se detiene en una llanura donde se habían reunido muchos seguidores y gente de toda clase que habían llegado para escuchar y hacerse curar por Jesús. Él les dirige la palabra y expone las bienaventuranzas. 

Las bienaventuranzas representan el vértice y el meollo del mensaje de Jesús. Más que un tema o un sermón constituyen el núcleo fundamental de toda su predicación. Son como una sinfonía divina nunca escuchada en la historia de la humanidad. Para los no creyentes representan el Himalaya de la moral de la humanidad de todos los tiempos. Para los creyentes son algo de naturaleza verdaderamente divina, de otro mundo, lo más cercano al modo de ser propio de Dios. Nunca se escuchó y jamás se volverá a escuchar un mensaje tan singular y admirable. 

De las bienaventuranzas hablan Mateo y Lucas. En este domingo hemos leído las que refiere Lucas. Mateo es más largo, pues tiene ocho bienaventuranzas, mientras que Lucas ofrece solo cuatro bienaventuranzas a las que añade cuatro maldiciones. Ambos expresan el mismo núcleo, pero tienen diferencias. Lucas suprime como menos interesante para sus lectores lo tocante a las leyes o prácticas judías. Mateo, por el contrario, añade  palabras pronunciadas por Jesús en otras ocasiones. Lucas habla en segunda persona y Mateo en tercera. Es una enseñanza que va dirigida no solo a los discípulos, sino al pueblo entero. Las tres primeras bienaventuranzas de Lucas canonizan a los pobres, a los que pasan hambre, a los que lloran y están tristes. La cuarta bienaventuranza es mucho más larga y es una recopilación de sentencias de la tradición. La canonización afecta al presente y al futuro. Las malaventuranzas amenazan con lo contrario de las bienaventuranzas, con la angustia, sufrimiento, aflicción, y se dirigen a los ricos, satisfechos, los que no están agobiados por las presentes desigualdades, los que gozan de buena reputación. Para Jesús son estas unas situaciones efímeras. 

El discurso es un conglomerado de máximas del Señor y de dos parábolas sobre la misericordia. Hasta el presente, las bienaventuranzas han recibido hoy toda clase de interpretaciones alegóricas, escatológicas, fundamentalistas, sociológicas, teológicas. Se ha pensado en una síntesis de la moral cristiana, en la clásica distinción de preceptos y consejos, en el ideal inalcanzable del espíritu evangélico, en la estrategia de la no resistencia al mal, etc. Se ha dicho que son la carta magna del reino, la constitución del nuevo reino de Dios. Son desde luego la síntesis de todo el mensaje de Jesús, la praxis cotidiana de los que creen en él, la actitud de presente y la situación futura de lo enseñado por Jesús.

El meollo de las bienaventuranzas consiste en un amor exuberante y entusiasmado al prójimo, tan grande que llega al límite de no tener en cuenta las mismas ofensas y de ofrecer siempre una misericordia ilimitada. Canonizan aquellas situaciones extremas que suelen ser tenidas por todos como gran desgracia individual y social: la pobreza, la ofensa y la persecución. Son como el evangelio del evangelio, una transparencia en el hombre del mismo amor de Dios, las nuevas actitudes de los que viven como hijos de Dios. Representan “el cumplimiento o perfección de la ley”. Pero ¡qué perfección! Son la nueva ley formulada no en forma negativa: “no matarás”, sino positiva, a modo de efusiva felicitación, ¡Dichosos! No se limitan a la simple abstención del acto negativo externo, ni tampoco a la mera observancia exterior, pues son el don de un amor vivido en radicalidad, interioridad, totalidad. Este amor es el mismo con el que Dios ama y que ahora derrama en el corazón de hombre. Las bienaventuranzas son la consecuencia de que Cristo ya ha intervenido y nos ha liberado no solo del mal, sino también de la misma ley, y nos ha impulsado a un amor total. Antes matar era matar. Ahora, en la nueva situación,  matar es ya tener malos sentimientos en el corazón. Antes el adulterio era adulterar. Ahora es ya mirar con malos ojos. Ahora la ley es amar y el pecado es no amar. “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”: he ahí la raíz honda de las bienaventuranzas.

Lucas, en la primera bienaventuranza, se refiere a los pobres, sin más. Mateo habla de pobres “en espíritu”. La formulación de Lucas parece más conforme con el original. En la segunda bienaventuranza Lucas llama felices a aquellos que ahora pasan hambre. Mateo habla de los que pasan hambre y sed “de justicia”. Espiritualiza la actitud.  Las expresiones de Lucas son  universalmente humanas, las de Mateo son más tradicionales y bíblicas. En la tercera bienaventuranza Lucas canoniza a los que ahora lloran. Y en la cuarta a los que son odiados, excluidos, insultados y proscritos a causa de Jesús. Las malaventuranzas se refieren a los ricos, a los que están saciados, a los que ahora ríen, a aquellos de los que todos hablan bien. 

Las bienaventuranzas representan un espíritu unificado, impulsado siempre por el espíritu de gratuidad y de disponibilidad. Se refieren a cómo reaccionamos ante las privaciones, las dificultades, las desconsideraciones, los sufrimientos.  Bienaventurados son aquellos que en todo confían en Dios. Los que viven el júbilo de cada día, no el ansia de cada día. Los que valoran más la relación que la posesión; más las personas que las cosas. Los que prefieren crecer en solidaridad antes que aumentar la cuenta corriente, o llenar su corazón de nombres a llenarlo de tesoros. Los que optan por amar y no por ser ricos. Los que nos se dejan dominar por la indisponibilidad, los caprichos o las vanidades. Los que no se reservan su tiempo porque dan, todo el que tienen. 

Ignoran el espíritu de las bienaventuranzas los que siempre están indisponibles al trabajo fecundo y solidario. Los que creen que hay una vida que vivir y no un mundo que cambiar. Los que viven a su aire y no en función de las necesidades materiales y apostólicas de los demás. Los que buscan el bienestar, la diversión, la rutina de cada día al margen de las alegrías del espíritu. Los que carecen de iniciativa, de alegría, los descontentos, los pesimistas, los que viven en angustia y temor, los que se aíslan en su instinto de conservación y comodidad, los que se dejan llevar de la avaricia, confort insultante, consumismo, o se dejan arrastrar por la envidia, la ambición, la vanidad, la frivolidad, el impulso a dominar, el instinto de superioridad, el afán de agradar, el populismo y la dependencia del aplauso, los que reaccionan violentamente contra las dificultades y sufrimientos, o se dejan llevar por el tedio vital, el materialismo y la inacción. 

Las bienaventuranzas son irreductibles a fórmulas concretas. Solo son comprensibles partiendo de la magnitud del don de Cristo. No son esfuerzo del hombre, sino gracia de Dios. Son evangelio, más que moral. Son misericordia y compasión hasta el límite mismo de la cruz. Nuestra época, crispada y acusadora, que hace de la detracción y de la denuncia espectáculo público con el pretexto de la compensación y la justicia (incluso económica), que ama más la acusación que la corrección y sanación, y que encuentra un perverso placer hablando mal de los otros, es especialmente ajena al espíritu de las bienaventuranzas. Leamos y releamos las bienaventuranzas para que hagamos de nuestra fe un anticipo de convivencia fraterna y dichosa.