Lecturas:
Hechos 8, 5-8 . 14-17 – Salmo 65 – 1ª Pedro 3, 15-18
Juan 14, 15-18
Comentario
YO PEDIRÉ AL PADRE QUE OS DÉ OTRO DEFENSOR
2017, Sexto domingo de pascua
El evangelio de este sexto domingo después de pascua pone de manifiesto el rasgo más original del cristianismo, la presencia del Espíritu Defensor en el corazón de los miembros de la comunidad de Jesús iluminando, impulsando, defendiendo. Este Espíritu que “habita” en el interior de cada creyente constituye evidentemente un hecho más hermoso y real que aquel otro de una estrecha concepción popular que todo lo reduce a una jerarquía dominante y desbordante en la comunidad eclesial. Jesús, al subir al cielo, promete que el Padre va a enviarnos “otro Defensor”. Lo promete en serio, en el contexto de un amor personal inmenso. Ciertamente no nos va a dejar huérfanos. Este envío del Espíritu es algo tan impresionante que Jesús mismo afirma que “si me amaseis os alegraríais de que me voy al Padre”. Y añade “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”. Jesús es en su vida el gran defensor del hombre, y ahora se va junto al Padre y le pedirá que nos envíe un nuevo Defensor, el Espíritu, que permanecerá dentro del hombre. Este acompañamiento es fruto del amor y tiende al amor. Para Jesús no es indiferente que le amemos o no, que amemos rutinariamente o con conciencia explícita e intensa. Deberíamos dejarnos preguntar por él “¿me amas?”. Un día preguntó a Pedro “¿me amas?”. Se lo preguntó a un Pedro que convivía con él, que había dejado todo para seguirle libremente. Y es que el amor sincero es algo sumamente importante y delicado. El peligro de reducir lo personal a lo funcional es más que evidente. Frecuentemente damos por supuesto el amor, pero solemos ser fríos en nuestras relaciones. Podemos vivir días, años, yendo a misa, cumpliendo prácticas piadosas, sin tener espacios de verdadera intimidad con él. Y para él ¡no es lo mismo! El amor hay que ponerlo ciertamente en las obras, no solo en la boca. Jesús dice “que de lo que está lleno el corazón habla la boca”.
Jesús promete un gran Defensor del hombre, el Espíritu Santo. Es la realidad más impresionante de la historia de la humanidad. Con él el hombre se establece en el rango de Dios. Gracias al Espíritu, el hombre ya no es solo el hombre. El que cree en Jesús posee cuerpo, alma y Espíritu Santo. El alma anima al cuerpo y el Espíritu transforma cuerpo y alma. Es algo sublime que solo captan los que tienen un alto sentido interior, una fe firme. Un cristiano que solo vive de referencias externas desconoce el aspecto más gozoso de la fe. En todo el Nuevo Testamento, singularmente en Juan y Pablo, se destacan unas situaciones de gracia que ponen de manifiesto el aspecto real más sorprendente de la vida cristiana: el modo como somos conducidos y guiados hacia Dios, directamente por él, que es quien “abre los ojos” (Lc 24,31), y “abre el entendimiento” (Lc 24,45). Solo Dios puede conducirnos en su propio terreno, en su propia vida, en su luz y amor. Hay situaciones internas que creamos nosotros. Pero hay otras que se realizan en nosotros, pero no por nosotros. En ellas no pensamos nosotros: somos iluminados; no actuamos: somos movidos. Las iluminaciones e impulsos más fascinantes de los creyentes son obra del Espíritu en el hombre. Esto constituye un hecho transcendental en la historia de la espiritualidad cristiana. El Espíritu Santo es el Espíritu de Jesús que crea sintonía, ayuda a superar los impedimentos más fuertes, suscita docilidad, simpatía, fe y alegría.
Cuando la primera comunidad recibe Pentecostés, se convierte en sujeto de una inmensa alegría, de un gozo extraordinario, de una fe contagiosa. La vida de la comunidad pasa a ser la misma resurrección del Señor que él transmite a los suyos. Aquellos primeros creyentes experimentaron como nunca que Jesús estaba en sus vidas, pero de modo diferente. Antes estaba fuera, y ahora dentro de ellos. Contagiaban de alegría e irradiaban una simpatía social extraordinaria. Fascinaban más viviendo que hablando. Lo que evangelizaba era su alegría y su paz llamativa.
Esta transformación de la comunidad aparecía fuertemente motivada en la resurrección del Señor. Los creyentes tenían no un Jesús conocido, sino vivido. Quienes les veían a ellos, pensaban en Cristo. Los cristianos daban razón de su esperanza, y lo hacían con mansedumbre y paz, como nos dice hoy Pedro. No eran rivales de nadie, o enemigos de ninguno. Verles a ellos era conocer a Jesús. Una comprobación decisiva nos la ofrece hoy el libro de los Hechos. Narra cómo Felipe fue a Galilea y predicaba allí a Cristo. Los samaritanos eran enemigos de los judíos. Pero ahora, en cambio, escuchan con aprobación la predicación de Felipe, una predicación acompañada de signos notables: los poseídos son liberados de los malos espíritus y los enfermos son curados. Los samaritanos se convierten y son bautizados. Y Pedro y Juan acuden a ellos y les imponen las manos para que reciban el Espíritu Santo. La obediencia al evangelio obliga a Felipe a traspasar la frontera, a superar el miedo a la rivalidad, a situarle en radical apertura, le mueve a activar los signos fascinantes de la resurrección, y su mensaje llena la ciudad de incontenible alegría.
La fe pascual, cuando es verdadera, no es algo que simplemente se adquiere y se conserva: hace feliz a quien la tiene, y quienes la tienen hacen también felices a los demás. Es una energía expansiva que se tiene en tanto cuanto se difunde. Los apóstoles predican, pero el testimonio lo ofrecen todos en la comunidad. La fe solo es integral cuando se manifiesta y confiesa. Hay un disimulado y larvado concepto en la sensibilidad popular tocante a la fe como algo que pudiera existir en lo más recóndito y escondido, algo que se tiene y se conserva dentro, algo de meta conseguida, o de trámite cumplido. En las encuestas se suele preguntar a muchos si son creyentes, y dicen serlo aun cuando un gran porcentaje añade que no “practican”. Se trata de una fe pasiva, heredada, supuesta, fosilizada. Dos amantes humanos no soportarían esta especie de relación. Y tampoco podemos suponer que Cristo quede satisfecho de esta forma de fe. La fe o es activa o no es fe. La fe es siempre confesión de fe. Quien inaugura una profesión, una amistad, un matrimonio, hace un gran cambio de vida y consecuentemente pone suma coherencia en sus nuevas actitudes y comportamiento. La fe solo es ella misma cuando alcanza las raíces íntimas del corazón. No es algo interior y oculto. Es una actitud total, o no es fe. En lo tocante a la fe, o somos apóstoles o somos apóstatas. En la amistad, o en un matrimonio, nadie soporta unas relaciones tibias y mediocres. El tiempo oxida la sensibilidad e introduce la costumbre, que es la disminución del amor. El evangelio, y después la Iglesia, siempre ha propuesto el concepto de crecimiento, de perfección y de maduración. El estancamiento, la pasividad, la no integración y participación, el no crecimiento del amor y de la caridad, son siempre extraños al concepto de pertenencia a la Iglesia, o a la realización de una vida espiritual normal. La caridad, la oración, o crecen o no existen. El Espíritu Santo es el “plus” del hombre, rompe el techo de su finitud y lo inserta en Dios. El Espíritu es siempre comunión, sintonía, connaturalidad, adhesión plena y exultante, capacidad y poder. El Espíritu lleva siempre a una fidelidad límite, a una docilidad especial, a una disponibilidad gozosa. Es Dios y lleva a Dios. El gran problema de la vida cristiana es que muchos están empeñados en hacer por sí solos lo que es propio de Dios. Es él quien nos da el querer y el poder. Para ello nos lo envía Jesús. La actitud más verídica del creyente es que sepa decir muchas veces: ¡Ven, Espíritu Santo, ven!
Francisco Martínez
E-mail: berit@centroberit.com
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