Lecturas
Hechos de los apóstoles 9, 26-31 – Salmo 21, 26b-27. 28 y 30. 31-32 (R.: 26a) – 1ª Juan: 3, 18-24 – Juan 14, 1-18
EL QUE PERMANECE EN MÍ Y YO EN ÉL, ESE DA FRUTO ABUNDANTE
2018, 5º Domingo de Pascua
El evangelio que acabamos de escuchar pertenece al llamado “discurso de despedida” de Jesús en el cuarto evangelio. Es un largo monólogo dirigido a los discípulos a los que él llama “mis amigos”. En él Jesús habla desde los más hondos sentimientos que se han apoderado de él en los días previos a su muerte, ya muy presentida. En tono íntimo y confidencial les desvela el significado profundo de su muerte y prepara sus ánimos. Les pide, sobre todo, que permanezcan unidos con él y unos con otros. Sorprende en gran manera el notable contraste entre la sobriedad y sencillez de los Sinópticos y la elaboración y densidad de Juan. Es también muy llamativa la ausencia del relato de la institución de la Eucaristía en Juan y el del lavado de pies en los Sinópticos. Juan da gran espacio a las palabras de despedida de Jesús que él expone como su testamento íntimo. Jesús se expresa en tono muy conmovedor. Asegura que él los ama como el Padre le ama a él mismo, y que si permanecen unidos a él, todo lo que pidan se realizará.
Jesús, para expresar su gran cercanía a los suyos, utiliza la alegoría de la vid. Dice que el Padre es el labrador, él la vid y sus discípulos son los sarmientos. Producir frutos requiere una gran unidad entre ellos. Con notable insistencia utiliza el verbo “permanecer en él” a lo largo de la alegoría para revelar el sentido hondo de la imagen. Solo está vivo lo que permanece unido. Los sarmientos no pueden subsistir por sí mismos. Producen fruto únicamente unidos a la vid. Separados no tienen vida. Jesús es la vid de la que procede la savia que hace vivir. Una comunión de vida con él implica una vinculación expresa y decisiva y una adhesión existencial.
Jesús, en la alegoría de la vid y los sarmientos, habla de una unión muy profunda de los suyos con él. Requiere oír su palabra y acogerla hasta el punto de identificarnos con él. Se trata no solo de conseguir un Cristo conocido, sino un Cristo vivido. Toda palabra pronunciada parte de la entraña del hablante y se aloja en la entraña del hablado. Al hablar, la voz pasa, pero la palabra permanece y se hace vida del otro. Oír a Jesús es acoger su persona, identificarse con él, ser él. Es el Espíritu quien la entraña en lo más profundo. Jesús habla de la savia que es común a la vid y a los sarmientos y que produce homogeneidad del fruto. Aquí radica la realidad más profunda de su mensaje. Sus oyentes le comprenden bien porque son un pueblo que vive la cultura de la vid. Todos en el pueblo poseían una viña. Sabían lo que significa cavar, podar, abonar, recoger los frutos. La viña era además la alegoría más entrañable con la que Yahvé mismo describía su alianza amorosa con el pueblo de Israel, viña elegida y amada, heredad adquirida, propiedad entrañable. La altura del significado alegórico del mensaje de Jesús, de una unión tan grande con él, se hacía cercana e inteligible en la experiencia cotidiana de la gente que conocía muy bien la unión de la cepa y de sus sarmientos.
Jesús se sentía enviado al mundo por el gran amor del Padre a los hombres. Dándoles al Hijo, les dio todo lo que él tiene. El Hijo es la verdadera medida del don del Padre a los hombres. Recibir al Hijo es recibir la filiación divina y encontrarse amados en el mismo amor con que el Padre ama al Hijo. “Les has amado a ellos como me has amado a mí” (Jn 17,23). Mientras tengamos al Hijo, tendremos asegurado el amor del Padre. Este amor llega al límite de lo sublime cuando se expresa en la muerte de cruz del Hijo. Nadie tiene un amor mayor tan grande…
La unión que Jesús establece con los suyos es intensa y fuerte. Tiene una vinculación de orden supremo, divino y teologal. Su vínculo es el Espíritu Santo, la gracia divina, el amor de Dios. No es de extrañar que Pablo, en su carta a los romanos, diga “¿quién nos separará del amor de Dios expresado en Cristo?”. Y responderá que absolutamente ni nada ni nadie, ni la vida ni la muerte. Implica una vinculación humana total, de entendimiento, de voluntad, de sentimientos. El seguidor de Jesús “ha de amar con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todo su ser”. De esta total adhesión del corazón a Dios, Verdad y Amor infinitos, depende la felicidad temporal y eterna del hombre. Pero hay hoy dos grandes barreras que impiden esta totalidad del amor, la plena unión con Cristo a la manera de la vid y los sarmientos. La primera, que acontece fuera de la Iglesia, es la que produjo la crisis mundial y secular de la fe del pensamiento moderno que postuló la secularización de la existencia mediante la autonomía de la razón. Trasladó la certeza de Dios al hombre, y exaltó la razón que se deriva de la certeza de la experiencia. Niega a Dios para afirmar al hombre. Una civilización basada en la fe en Dios es trasladada al simple derecho humano. Nietzsche puso en escena a un loco que recorría las calles afirmando que había matado a Dios. Feuerbach defendió que esa muerte era necesaria si se quería que el hombre viviera. Garaudy escribió que Dios ha muerto y que dudaba que a sus funerales acuda la juventud dispuesta a llorar… Pero lo que de hecho ha sucedido cuando los hombres han suprimido al Dios verdadero es que es entonces cuando más proliferan los cultos exóticos y esotéricos, los horóscopos y tarot, el culto a la persona, al dinero, a los nacionalismos extremos, al cuerpo, a las ideologías y enseñas, al deporte. Cuando se mata al Dios verdadero el hombre tiene que soportar la violencia de los dioses crueles de la invención humana. La pretendida liquidación de Dios elimina también las solidaridades más generosas de la historia humana, y afecta negativamente a la creatividad del arte y de la mística más depurada. Expulsar a Dios nunca ha hecho más humana la sociedad y ha propiciado, en cambio, discordias y sufrimientos más graves y pertinaces.
La segunda barrera, de procedencia interna en la Iglesia, que impide la maravillosa cercanía e inmediatez al Dios verdadero es la confusión en muchos, incluidos los responsables, del Dios verdadero con una imagen subjetiva de él. En muchos, Dios no es sino un pretexto del más refinado egoísmo. Dios es para ellos ganancia, superioridad, consideración social, ventaja, precedencia. Con la excusa de Dios, se aprovechan y divierten. Hay quienes dicen ir a Dios, pero no salen de ellos mismos. Reducen la oración a rezos y la liturgia a ritos. No tocan a Dios. Se quedan siempre en las afueras de Dios. Practican un agudo funcionalismo externo, pero no son veraces y auténticos. Tienen fe, pero no amor. Actúan y aman desde el cargo, pero no desde la persona. Cultivan las formas, pero no los sentimientos. Ignoran el amor entusiasmado, los sentimientos ardientes, la iniciativa generosa. Son rutina, indiferencia y frialdad. Priorizan lo legal frente a lo ideal. Son observantes, pero no amantes. Reducen el evangelio a la moral. Hablan de un Cristo alejado en el pasado histórico, no misterio vivo y presente que vive y actúa en sus propias vidas. No le representan a él, siempre se presentan ellos mismos.
Unámonos sinceramente a Cristo. Dejemos que su evangelio y su eucaristía se apoderen de nosotros para que sepamos prolongar hasta los hombrees su verdadero amor.
Francisco Martínez
correo electrónico: berit@centroberit.com
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