Lecturas

Malaquias3, 1-4  –  Salmo 23  –  Hebreos 2, 14-18

Lucas 2, 22-40: Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones.» Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: –«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.» Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María, su madre: –«Mira, éste está puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; será como una bandera discutida: así quedará clara la actitud de muchos corazones. Y a ti, una espada te traspasará el alma.» Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana; de jovencita había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba.

PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

MIS OJOS HAN VISTO A TU SALVADOR

La fiesta de la Presentación de Jesús en el templo cae este año en domingo. La liturgia presenta ante nosotros el relato de Lucas que mezcla dos tradiciones judías, la de la purificación de la madre tras dar a luz y la de la presentación en el templo del recién nacido. La narración describe el viaje a Jerusalén de la familia de Jesús, el encuentro con el sacerdote Simeón, el testimonio de Ana, y el retorno de la familia a Nazaret. 

La purificación de la madre, después del parto, estaba prevista en el Levítico 12,2-8. Se realizaba a los cuarenta días de dar a luz y el rito exigía una ofrenda de animales pequeños, un cordero de leche y un pichón o una tórtola. Hasta ese momento la madre no podía entrar en lugares sagrados. Parece que lo determinante para ello era el flujo de sangre y la visión cultural que sobre la sangre existía en el pueblo. La consagración del primogénito, o su presentación en el templo, está prescrita en el Éxodo 13,11-16. Era una especie de rescate en recuerdo de la liberación de Egipto. 

Según la visión judía tradicional, el templo era el lugar privilegiado de la presencia de Dios, y por tanto, también del encuentro con él. Lucas tiene un interés especial en poner a Jesús en relación con el templo desde el inicio mismo de su evangelio.

La narración de Lucas sitúa en escena a Simeón y a Ana como representantes de la más pura religiosidad palestinense en el período inmediatamente anterior al nacimiento de Jesús. De Simeón dice que esperaba la consolación de Israel y que el Espíritu Santo estaba con él. La alabanza de Simeón se desdobla en dos partes, el cántico “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz” y el oráculo sobre María. Ve a Jesús como la salvación de todos los pueblos y profetiza de María que una espada le atravesará el alma. Muchos autores ven en el texto a María como la madre dolorosa desbordada de dolor al ver a su hijo crucificado y atravesado por una lanza. Pero María, al pie de la cruz, no aparece en Lucas, sino solo en Juan. Por ello otros autores hablan de las angustiosas dificultades que María va a experimentar para comprender que la obediencia a la Palabra de Dios está por encima incluso de los más sagrados vínculos familiares.

Concluida la escena del templo, y cumplido todo lo que prescribía la ley, Lucas da cuenta del retorno de la Sagrada Familia a Nazaret donde el niño iba creciendo y robusteciéndose y llenándose de sabiduría. De esta forma Lucas prepara la siguiente escena en la que el niño va a mostrar en el templo su sabiduría frente a los doctores de la ley. 

De la contemplación del texto brotan lecciones importantes para nosotros. Lo primero que vemos es la fidelidad de la sagrada Familia al cumplimiento de la ley. Es inviable un pueblo sin ley. Jesús es el señor de la ley. A él no le obligaba una ley de hombres y para hombres. Pero una observación detallada nos dice que la sagrada Familia cumplía con sentido escrupuloso lo prescrito en la ley. El hombre actual, muchos de los que se denominan cristianos, viven en anarquía radical. Para ellos cuentan poco la ley divina y las leyes humanas. La dejación de la ley en la comunidad cristina está bajo mínimos. Y está también crisis el cumplimiento de las leyes humanas que los hombres se dan para la buena marcha de la sociedad: las Constituciones, los Estatutos, etc. No se puede concebir hoy una sociedad sin ley. Lo contrario a la ley es el retorno a la selva. Sin embargo hay personas, grupos, corrientes que desprecian las leyes justas y se declaran omnipotentes para descararse autónomos, independientes, ajenos a todo y a todos. Intentar forzar situaciones inéditas por puro capricho, o por la simple voluntad, contra las normas y contra la historia, tiene su connotación moral. La justa ley civil obliga evangélicamente a todos. El bien común es un imperativo grave que nos obliga a todos también desde el punto de la fe. La concordia y comunión es la última palabra del evangelio. 

La presentación de Jesús en el templo representa para nosotros una lección maravillosa de la sagrada Familia. Hacerse presentes a Dios, a los otros, a la sociedad y a la historia es un problema de identidad, de ser o no ser. Es, sin duda, el sentimiento más determinante de la Revelación y del Evangelio. Estar presente o ausente es existir o no existir. Decir a Dios “Aquí estoy” responde siempre a una misión trascendental de la historia de la salvación. Los grandes personajes tuvieron que pronunciar un “heme aquí” importante y decisivo, sin el cual el plan de Dios no se hubiera ejecutado. Jesús mismo, al entrar en este mundo, dijo: ”Los sacrificios de los hombres no te han agradado. Aquí estoy para cumplir tu voluntad” (Hbr 10,9). Decir “aquí estoy” determina nuestros verdaderos valores personales, porque Dios, cuando llama, ayuda. Lo que efectivamente mide nuestros verdaderos valores evangélicos no son primariamente las cosas buenas que hacemos, sino cómo respondemos a las necesidades de los otros. Muchos hacen cosas buenas para complacerse ellos mismos. Está mal obrar mal. Pero tampoco es correcto obrar el bien por satisfacción personal, o hacerlo por hacerlo, sin consideración a las necesidades de los demás. La presencia urgente y oportuna autentifica nuestra verdad. Nos  damos cuenta cuando uno vive en trance de fuerte necesidad. Unos callan del todo ajenos a tu dolor. Otros te dan solo palabras. Otros se apropian de tu problema y se sitúan solidariamente a tu lado. 

Nos ocurre lo mismo en nuestra oración personal. Cuando oramos, vamos a Dios  pero no estamos conscientes del todo con él. Hacemos presente nuestra memoria, recitando fórmulas que sabemos. Somos como el disco que canta y ora lo que no sabe. En ellos lo más íntimo de la personalidad queda desligado. Es muy grave que muchos, en lugar de “tocar” al Dios viviente y real, solo tocan una imagen mental de él. Van a orar pero no salen de ellos mismos. Santa Teresa habla de totalizarse consciente y afectuosamente en la oración, activando todos nuestros sentidos y  potencias. La oración, o es cosa del corazón, o no es oración. Donde el amor no ora está ausente la persona. Hay que saber hacerse presentes del todo. De lo contrario acontece el disloque más contradictorio de nuestra vida: no estamos donde estamos. ¡Qué maravilla dice Lucas al fin del relato, cuando afirma que “María meditaba todas estas cosas rumiándolas en su corazón!”. Ante el evangelio, salgamos de nosotros, vayamos del todo a él, nos identifiquemos del todo con él y pidamos que lleguemos a sentirnos nuevos en él.

Francisco Martínez

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