Lecturas
Nehemías 8,2-4a. 5-6. 8-10 – Salmo 18, –
1ª Corintios 12.12-14. 27
Lucas 1, 1-4 , 4, 14-21
HOY SE HA CUMPLIDO ESTA ESCRITURA
2019, Domingo 3º ordinario
Hoy comenzamos la lectura continuada de Lucas, el evangelista del año. De él acabamos de escuchar el prólogo y la primera parte de la predicación programática de Jesús en la sinagoga de Nazaret. Lucas empieza su evangelio con una declaración de intenciones: que Teófilo, destinatario del evangelio, y todos nosotros, “amigos de Dios”, conozcamos la solidez de la enseñanza recibida. Escribe habiéndose informado de aquellas personas que fueron testigos oculares y después comunicadores de la Buena Noticia de Jesús. Dicho esto, el evangelio de hoy salta a la primera actuación pública de Jesús, en la sinagoga de Nazaret, proclamando la Palabra y comentándola. Tiene gran valor histórico y catequético comprobar que Jesús se sirve de la reunión litúrgica de los sábados, en la sinagoga, para presentar su mensaje. Jesús acudió a la asamblea “como era su costumbre”, dice Lucas. Acoger la palabra de Dios es una característica fuerte de Jesús ya desde niño.
En la primera lectura hemos escuchado un relato del libro de Nehemías. En la segunda mitad del siglo V antes de Cristo, casi un siglo después de la vuelta del destierro de Babilonia, Israel se encuentra en una situación material y espiritual muy difícil. Nehemías, un joven brillante de la corte persa, levanta las murallas de Jerusalén dotándola de seguridad. Mientras tanto Esdras, sacerdote y escriba, emprende una reforma jurídica basada en la recuperación de la ley. El Libro, perdido, es hallado y en la plaza de Jerusalén, delante de la Puerta del Agua, es leído durante horas estando el pueblo entero presente. Esdras relee y el pueblo responde clamando “Amén, amen; haremos lo que nos manda Yahvé”. Estamos ante un esbozo de la asamblea sinagogal, momento estructurante de la escucha de la palabra de Dios, que en el correr de los tiempos encontrará su continuación en la asamblea dominical cristiana.
En la segunda lectura hemos escuchado un fragmento de la primera carta de Pablo a los corintios. En él, dando un salto histórico, la antigua asamblea judía aparece ahora transformada en la comunidad que se siente cuerpo místico de Cristo. El Apóstol hace girar su mensaje en torno a una afirmación sorprendente: así como los miembros de un cuerpo son muchos, pero tienen todos unidad orgánica y finalidad común, así también sucede en la Iglesia como cuerpo de Cristo. La idea de la sociedad como un cuerpo con diversos miembros y funciones aparecía ya en la Antigüedad. Pero Pablo toma esta imagen para designar a la comunidad cristiana como “Cuerpo de Cristo”. Efectivamente, la asamblea reunida es un cuerpo con muchos miembros. Todos forman una unidad esencial pero dentro de una gran diversidad funcional. Cada uno ejerce su especificidad en función del bien general de todos. Todos existen integrados y con un alto sentido de complementariedad. Todos son de todos y para todos. Pablo ofrece diversos ejemplos de las diferentes partes de cuerpo y de sus diversas funciones y afirma que todas tienen importancia aunque tengan finalidades diversas. En la Iglesia no hay nadie inútil, todos son importantes debido a la diversidad y complementariedad de funciones y servicios. La comunión de todos con todos es imprescindible para que todo funcione. La unidad vital de todos es esencial. “Si un miembro sufre, todos sufren con él; si un miembro es honrado, todos se alegran con él”. La palabra de Dios escuchada y acogida lleva a esta maravillosa situación que realiza el designio de Dios en la historia.
Lucas escribe, según él, teniendo en cuenta la tradición recibida por parte de verdaderos testigos de la vida, muerte y resurrección de Jesús. Dedica su evangelio a Teófilo. No sabemos si se trata de un personaje concreto o de un símbolo de todas las personas que ama el Señor. Este es el significado de Teófilo, el amado de Dios. El segundo fragmento del evangelio hoy leído nos sitúa en la sinagoga de Nazaret, en un sábado. En las asambleas era costumbre que un varón tomara el libro, leyese un fragmento y lo comentara. Jesús toma el rollo de la ley y lee un fragmento de Isaías que habla del ungido de Dios que ha sido enviado para llevar la salvación a los pobres, a los cautivos, a los ciegos y a los oprimidos. Jesús enrolla el libro, lo devuelve, se sienta y todos se prestan a escuchar el comentario que Jesús va a hacer de la lectura. Sorprendentemente Jesús se identifica con el Ungido del que habla Isaías, afirmando que en él se cumplen todas las promesas. En él se realiza la esperanza de todos aquellos que aguardan al enviado de Dios que va a salvar a la humanidad.
En nuestro comentario del evangelio nos detenemos en un hecho estructural, importantísimo, tanto de la vida de Israel como también de la vida y de la fe de los cristianos: es la sistemática lectura del Libro sagrado en las sinagogas de Israel, los sábados, y después en la asamblea dominical de los cristianos. El domingo lo funda Jesús, trae su origen y su consistencia del día mismo de su resurrección. Jesús, una vez resucitado, aparece dos domingos seguidos, “el primer día de la semana” y “a los ocho días después”, y la Iglesia, por mandato del Señor, a partir de ese momento ya no ha dejado de reunirse. La Iglesia, desde los inicios, celebrando la eucaristía, ha hecho dos cosas esenciales: leer la palabra y comulgar con el pan. Palabra y pan son una misma realidad. Con el pan solo, tendríamos una presencia muda. Con el evangelio solo, tendríamos las palabras de un ausente. El evangelio ilumina el pan y el pan vivifica las palabras. Comulgamos con el pan creyendo el evangelio, interiorizándolo en el corazón, identificándonos y transformándonos en él. El domingo es el paso de la dispersión personal y social a la reunión material y espiritual, a la escucha de Dios. El concilio Vaticano II, haciéndose eco de la tradición unánime de todos los tiempos, nos dice que Cristo está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura es él mismo quien habla (SC 7). En las relecturas que hoy hacemos, los hechos originales del evangelio son arrancados de su condición de sucesos antiguos para ser promovidos perpetuamente a modelos de la configuración espiritual de la asamblea. La asamblea es el espacio vivo en la que el libro se sigue escribiendo no con tinta, sino con el Espíritu de Dios, no en tablas de piedra, sino en los corazones. Hoy, en nuestras asambleas, se cumplen las Escrituras. El misterio pascual de Cristo es perennemente actual con el fin de que pueda ser participado por la Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares con los ritmos del año litúrgico. Lo más grande que puede acontecer en la vida de un creyente es que se reúna periódicamente con una comunidad de fe para leer y comentar el evangelio. Dejarse congregar, reunir, para escuchar y acoger en grupo de fe y esperanza, y para orientarse libremente a un fin, a una meta clara y trascendente, es el momento más importante de la vida del hombre en la tierra. Solo la indeterminación y la ambigüedad impiden la conciencia de este hecho sublime.
El abandono de la praxis dominical, el fenómeno de la frialdad e indiferencia de tantos cristianos, tienen su origen en el desconocimiento de estos hechos maravillosos. La máxima valentía de una persona es cuestionarse su propia vida y dotarla de horizonte y de sentido. Y no existe en la historia del mundo un programa, una meta, tan sublime como la que propuso Jesús en la enseñanza de las bienaventuranzas y del Padrenuestro. El hombre desnortado, que vive acomodado a las expectativas temporales que ofrece esta vida, recluido en las esperanzas terrenas que ofrece la cultura actual, no puede satisfacer todo lo que el corazón humano siente de inquietud, de insatisfacción y de búsqueda. Las máximas alegrías son las espirituales y trascendentes. Sentirse en la senda del sentido y de la autenticidad, llena plenamente el corazón del hombre. Aprendamos a leer juntos el evangelio y a realizar una organización evangélica de nuestros sentimientos y de nuestra convivencia.
Francisco Martínez
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