Lecturas

Isaías 49, 3, 5-6  –  Salmo 39  –  1ª Corintios 1, 1-3

Juan 1, 29-34:  En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel». Y Juan dio testimonio diciendo: «He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo”. Y yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios».

Comentario

ESTE ES EL CORDERO DE DIOS QUE QUITA EL PECADO DEL MUNDO

2020, 2º Domingo ordinario

Concluida la celebración de los misterios de la infancia de Jesús durante la Navidad, ahora afrontamos de nuevo el llamado Tiempo Ordinario. El evangelio correspondiente a este año es el de Mateo. Pero en este segundo domingo ordinario la liturgia toma inicialmente unos versículos del evangelio de Juan en los que el Bautista presenta a Jesús como cordero que quita el pecado del mundo y pone también en relación a Jesús con el Espíritu Santo. Sobre ello establecemos nuestro comentario. Seguramente en las primeras comunidades la figura del Bautista produjo una enorme impresión que acentuó su estima y veneración. Quizás por ello Juan se sintió en la necesidad de subrayar su inferioridad respecto a Jesús. El Bautista queda caracterizado como el representante del Antiguo Testamento. Mientras los Sinópticos destacan que Juan el Bautista es el precursor inmediato del Mesías, el evangelio de Juan pone en realce que Jesús, siendo posterior a él, en realidad es muy anterior porque es el Hijo de Dios y el portador del Espíritu Santo, y precede a Juan en existencia y valor. El texto de Juan pone también de relieve la relación de Jesús con el Espíritu Santo. Jesús ha recibido el Espíritu Santo que permanece en él y lo transmite a los hombres. Juan introduce ya en sus inicios la figura del “Cordero de Dios” aplicada a Jesús. A la luz del prólogo del evangelio de Juan, el Cordero de Dios se refiere al cordero pascual cuya sangre liberó al pueblo de la muerte, y cuya carne fue comida por el pueblo al comienzo de su éxodo de Egipto. La aplicación a Cristo de la expresión “cordero de Dios”, según el cuarto evangelio proviene de Juan el Bautista. El cordero que “lleva” o que “quita” los pecados de los hombres implica una referencia a Isaías 53, el cordero aún vivo, pero llevado al matadero, y es una imagen del Siervo que se pone en el lugar de los pecadores para llevar el peso de sus pecados. Los primeros cristianos centraban su atención en Cristo cordero de Dios que “sustituye” y que “expía” los pecados del pueblo. Estas imágenes pululan en el Apocalipsis y abundan en el arte cristiano de los primeros tiempos. Conllevan una realidad teológica que es clave para entender la forma en que Cristo ha obrado la salvación y para comprender también el contenido maravilloso simbólico de nuestras celebraciones litúrgicas comunitarias. Cristo no solo está presente en el misterio insondable de nuestra creación. Todo fue credo por él y para él. Es fundamento de nuestra salvación. Y lo es de una forma maravillosa que fundamenta en nosotros el estilo de la vida cristiana. Para ello ha querido utilizar la pedagogía de la debilidad o “la sabiduría de la cruz”. No nos ha salvado desde lejos, sino asumiendo y apropiándose de nuestros males personales. Ha escogido la impotencia, el sufrimiento que cuesta amar, para superar nuestra voluntad egoísta y rebelde. Venció el mal con el bien. Se anonadó a sí mismo como contrapeso del egoísmo que en nosotros conlleva todo pecado. Se situó en el corazón de la lucha interior que todo hombre siente en su corazón entre el bien y el mal. Y venció victimándose, no triunfando sobre nadie, solo sobre el mal. No solo fue humilde, fue la misma humildad y solidaridad. Realizó la redención con una gran elegancia de espíritu, pues aplastó el sumo mal observando delicadeza elegante con todos los hombres. Nadie amó tanto así. “A quien no cometió pecado, Dios le hizo pecado por nosotros para que viniésemos a ser justicia de Dios en él” (2 Cor 5,21). “Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose él mismo maldición por nosotros” (Gál 3,13). La esencia de la vida cristiana es conmorir con Cristo, llevar su cruz cada día, apropiarnos con él solidariamente de los males de los que con nosotros conviven. Otra de las afirmaciones fundamentales del Bautista en relación con Jesús es el Espíritu Santo. Juan lo ve descender y posarse sobre Jesús. Jesús va a bautizar no solo con agua, sino con Espíritu Santo. No va a quedarse en la fuerza expresiva del rito aludiendo a una conversión meramente moral, el arrepentimiento de los pecados. La obra de Jesús se va a fundamentar en una transformación gloriosa y radical del hombre fundada en el misterio pascual: destrucción del mal y revestimiento de Cristo y de su pascua eterna. El Espíritu Santo es la promesa clave del Antiguo Testamento y es también la realización clave del Nuevo. En la Revelación todo mira a Cristo y en Cristo todo mira al Espíritu. Y en el Espíritu todo mira a la creación de una fidelidad creyente que está en la base y en el fundamento de la Alianza. El Espíritu es la gran característica del mundo divino. El mundo es carne y caducidad. El Espíritu divino es vida, fuerza, superación del límite y del tiempo. El Espíritu es el protagonista de la salvación como guía y revelador. “Reposará” permanentemente sobre el Mesías y concentrará en él todos los dones que distribuirá, primero, entre los personajes que hacen la historia, y después sobre todo el pueblo. El núcleo del mensaje de Jesús se centra en la presencia del Espíritu en el interior de cada seguidor de Jesús y de la comunidad. Habla de la necesidad de marcharse él para que pueda venir el Espíritu Santo. No se trata de una sustitución, sino de un nuevo modo de presencia más íntimo y penetrante. A Cristo junto al hombre sigue Cristo dentro del hombre por la presencia en él de su Espíritu que transfiere a cada creyente todo su mensaje y su propia vida. El trazo más impresionante de toda la Revelación es la vida en Cristo, o la vida en el Espíritu, de cada uno de los seguidores de Jesús. “El que se une al Señor se hace un Espíritu con él, porque el Señor es Espíritu” (1 Cor 7,16). La acción del Espíritu es asemejarnos a Jesús. Es el vértice de la fe: es ser él, identificarnos con él. Hay una distancia infinita entre meramente ser buenos y ser cristianos, ser Cristo. A esto apunta la Revelación, la liturgia y toda la vida de fe. Dice Pablo: “Todos nosotros, que con el rostro descubierto, reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos, conforme a la acción del Señor que es Espíritu” (1 Cor 3,18). Jesús, Cordero de Dios llevando los pecados del mundo y difundiendo el Espíritu para mover y conmover a los hombres en la línea de la historia de la salvación, son las dos actividades expresadas por Juan en este evangelio. Estas dos actividades están relacionadas una con la otra como efecto y causa. Quita el pecado porque concede el Espíritu que trasforma al hombre en Dios. En el seguimiento fiel y dichoso de los evangelios de los domingos, abramos nuestro corazón a la acción de Cristo para que borre nuestros males y nos vaya situando en la dinámica luminosa y cálida del fuego de su Espíritu.

Francisco Martínez

www.centroberit.com  –   e-mail:berit@centroberit.com

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