Lecturas
Hechos de los Apostoles 4, 32-35 – Salmo 117 – 1ª Juan 5, 1-6
Juan 20, 19-31
Comentario
A LOS OCHO DÍAS LLEGÓ JESÚS
Hemos visto en el evangelio de este segundo domingo de pascua el nacimiento de la primera comunidad cristiana pospascual con la presencia de Jesús en el grupo apostólico. Los discípulos aparecen escondidos en una casa, bien cerrados, por miedo a los judíos. La ejecución de Jesús les había hundido en una postración desesperada. Pero, de repente, se produce una situación que cambia por completo la vida de la comunidad. Cunde la afirmación de que Jesús ha resucitado y se extiende la noticia mediante un testimonio convencido y enérgico. En la comunidad se produce una misteriosa convergencia de hechos admirables que sorprenden a propios y extraños. Se presentan como fruto y resultado de una acción del Espíritu que va del cuerpo ya espiritual y vivificante del resucitado, al cuerpo de la primera comunidad con destino a la humanidad entera. Todo se presenta polarizado en un insistente mensaje creído, vivido y testificado: Jesús vive y actúa en la comunidad. El grupo entero pasa de repente de un pánico deprimente a una euforia audaz y valiente. Muchos constatan que lo que habían oído a Jesús durante su vida se había convertido en realidad. La comunidad entera, de forma repentina, aparece practicando un nuevo y fascinante estilo de vida que asombra e impacta a todo el pueblo.
La primera lectura, tomada del Libro de los Hechos de los Apóstoles, nos ha contado la vida admirable de la primera comunidad. Supera el sueño idealizado, aunque nunca realizado, de los líderes de las utopías más chispeantes de la historia. Dice que “en el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía. Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor. Todos eran muy bien vistos. Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían tierras o casas las vendían, traían el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles; luego se distribuía según lo que necesitaba cada uno”. La resurrección de Jesús ha tenido una enorme repercusión en el grupo de creyentes.
Desde el inicio aparece ya claro que la comunidad es el marco normal de la vivencia de la fe. Es en ella donde acontece la misteriosa presencia de Jesús resucitado como hecho determinante que va a caracterizar a la Iglesia de todos los tiempos y que va a impulsar permanentemente la misión apostólica. Explica Juan en el evangelio que al anochecer del primer día de la semana, el que hoy llamamos domingo, Jesús apareció a sus discípulos en una casa cerrada. Y dice que a los ocho días Jesús volvió a aparecer junto a ellos. Desde entonces ese día se denominó domingo, o “día señorial del Señor”, como dice la Didajé, o Doctrina de los Apóstoles, el día que el Señor dedica a los suyos, los congrega para compartir con ellos su resurrección por medio de la palabra y de la eucaristía. Los cristianos entendieron, ya desde los tiempos apostólicos, que el domingo era una institución del mismo Señor y ya no dejaron nunca de reunirse ese día para celebrar juntos su fe en la resurrección. En ese día todos reviven intensamente la presencia viviente del Resucitado que se presenta anticipando misteriosamente en los suyos el futuro de la gloria. Es el día del cristiano y de la Iglesia, de la palabra de Dios y de la eucaristía, de la caridad y fraternidad, día del descanso que anticipa en nosotros el gozo de la gloria futura. La secularización de la fe en los tiempos modernos ha reconvertido esta espiritualidad del domingo en tiempo de evasión y dispersión. Los cristianos tenemos ante ese hecho un reto serio de conciliar el espíritu profundo del domingo con las formas de vida de la sociedad moderna.
El evangelio de Juan describe a Jesús enseñando las llagas de sus manos y de su costado y diciendo a los suyos “Paz a vosotros”. Jesús, exhalando su aliento sobre los discípulos les transmite el Espíritu Santo para que puedan perdonar los pecados. Enseña en sus llagas el amor nuevo que él ha traído personalmente al mundo en el misterio de la cruz. Es un amor límite que alcanza a los enemigos. El amor de la cruz es un amor extremo, que jamás excluye, que todo lo sufre y aguanta. Jesús soportó la cruz sin tener en cuenta la ignominia. Ahora él nos regala el amor que tenemos que vivir en la ofensa y en la persecución. Es ese amor mantenido allí mismo donde la entrega nos duele, amor no inhumano sino sobrehumano, que se resuelve siempre en la solidaridad, el perdón y la misericordia.
Juan, en su evangelio, describe a un Tomás incrédulo ante el testimonio de sus compañeros de que Jesús ha resucitado y vive. Tomás es el caso paradigmático de todo hombre que duda ante la resurrección del Señor, y también de todos aquellos que ahora conciben la resurrección simplemente como la resucitación de un cadáver que retorna a esta vida temporal, como fue, por ejemplo, el caso de Lázaro. La resurrección de Jesús es un hecho que no pertenece a la fenomenología ordinaria. Ante él, los mismos testigos no se aclaran. Lo confunden con el hortelano, con un fantasma, con un vulgar caminante. Jesús mismo niega falsos encuentros cuando dice: “¡Dichosos los que sin haber visto, creen!” (Jn 20,29). Lo que antes se manifestaba en el cuerpo visible de Jesús, ahora ha pasado a los sacramentos de la Iglesia. La gloria no es perceptible en el orden sensible y material. Los discípulos de Emaús percibieron la nueva presencia de Jesús en la palabra y en la manera de partir el pan. “Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron” (Lc 24,31). Creer en una persona es algo de otro orden que el milagro. Ahora no se trata de un Cristo visto y palpado, sino vivido. Jesús no se ofrece por la vía de la curiosidad, o de la simple razón, de la búsqueda de pruebas que demuestran, sino por el camino de la fe. Ahora Jesús vive en la palabra del evangelio proclamado y vivido, y en el pan partido y compartido, cuando uno y otro son celebrados con solidaridad inmensa y fe profunda, cuando alguien siente necesidad de clamar ante el testimonio de amor ¡es el Señor! Resurrección de Jesús y vida testimonial de la comunidad son para Juan y Pablo una misma cosa. Jesús está hoy en serio en el mensaje proclamado y creído. Creer de verdad es signo de haber comenzado a resucitar. Si Dios es amor, resucitar es amar. El amor no muere. Para convertir a los hombres, primero hay que amarlos. La resurrección verdadera no es solo resucitación de materia, sino conmoción de las entrañas con un amor sincero y creíble venido de lo alto. Entonces es cuando se entiende que el cielo es amar y que el cielo comienza en la tierra en la medida en que nos aman y amamos.
Sintámonos felices de ser comunidad cristiana. Seamos gozosamente comunidad de fe que comparte constantemente el evangelio proclamado y vivido. Creamos en una eucaristía no reducida a un objeto pasivo adorable, sino como fermento de renovación que hace de nosotros cuerpo místico de Cristo, presencia viva de Jesús para el mundo contemporáneo, sujeto activo de evangelización y testimonio confesante, de amor y de solidaridad en la comunidad humana y social. El cristianismo actual ha perdido entusiasmo, vigor y verdad en relación con la comunidad primitiva apostólica, la de los Hechos de los Apóstoles. Alguien ha escrito: “La cristiandad ha acabado con el cristianismo, sin caer en la cuenta de ello. En consecuencia, si se quiere hacer algo, hay que reinsertar el cristianismo en la cristiandad”. El máximo problema de la Iglesia actual es el de su identidad, el de la recuperación de su vigor evangélico auténtico. La vivencia sincera de la pascua de Jesús nos llevará a todos a la verdad y autenticidad.
Francisco Martínez
E-mail:berit@centroberit.com
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