Lecturas:
Hechos 2, 42,47 – Salmo 117 – 1ª Pedro 1, 3-9
Juan 20, 19-31
Comentario
A LOS OCHO DÍAS LLEGÓ JESÚS
2017, 2º Domingo de Pascua
Celebramos el segundo domingo después de Pascua. Lo que verdaderamente llama la atención en las lecturas de la liturgia es la enorme repercusión que la resurrección de Jesús tiene en la comunidad. Tanto que cuando en los escritos apostólicos se habla de resurrección, el término está más bien referido a lo que acontece en el bautismo y en el comportamiento cotidiano de los miembros de la comunidad. Se dice de estos que “han resucitado” con Cristo. Ser cristianos es vivir la resurrección del Señor en la propia vida.
En la primera lectura, que corresponde a los Hechos de los Apóstoles, la comunidad aparece, toda ella y de repente, absolutamente trasfigurada, con un comportamiento llamativo, muy centrada en la asimilación de la doctrina, en tener todo en común, en celebrar la fracción del pan y la oración. El pueblo reacciona asombrado por los prodigios y signos que realizan los apóstoles. Llama poderosamente la atención algo inusual y asombroso: los creyentes aparecen conviviendo todos unidos y poseyendo todo en común. Venden sus bienes y reparten a cada uno según su necesidad. La resurrección de Jesús inaugura un modelo nuevo de vida y de convivencia en sus discípulos, gracias a su fe fascinante y a una praxis creyente absolutamente original. La primera comunidad da testimonio de la resurrección de Jesús poniendo por delante su propio comportamiento, no solo las palabras. Habla con los hechos. Se trata de un convencimiento que asombra y cautiva. La vida resucitada, nueva y contagiosa, aparece como algo fascinante y llamativo para todos. La fuerza del testimonio era tan novedosa que cada día se iban agregando numerosas personas al grupo de creyentes. En la segunda lectura Pedro señala el motivo de la trasformación de la comunidad. Es la resurrección de Cristo que origina en quienes creen un nuevo nacimiento de lo alto y otorga una dicha superior a las duras pruebas de la vida, pues los miembros de la comunidad, “aun sin ver a Jesucristo, lo aman; y sin contemplarlo, creen en él y se alegran con un gozo inefable y transfigurado”.
El evangelio de Juan está saturado de acontecimientos señeros de fe. El primer día después del sábado, al anochecer, acontece la primera aparición de Jesús resucitado a la comunidad de discípulos que, aterrorizados por los acontecimientos, permanecen encerrados en una casa por miedo a los judíos. Jesús, en fuerte contraste con esa situación que viven los discípulos, aparece restaurando en ellos la paz, y no solo eso, ya en ese mismo momento, les envía a ellos a prolongar su propia misión personal. El paso del miedo a la misión es enorme. Pero es Jesús mismo quien lo hace posible exhalando en ellos su personal aliento, su propio Espíritu, confiriéndoles con ello el poder de perdonar los pecados, es decir, de curar el mal del hombre. Ahora todos comprenden, al ver la prodigiosa novedad del comportamiento de los creyentes, que Jesús ha resucitado verdaderamente. Todos aparecen empeñados en transmitir un nuevo modelo de humanidad.
Al aparecer Jesús a la comunidad estaban todos menos uno: Tomás. Cuando este discípulo retorna a la comunidad, le dicen: hemos visto al Señor. Tomás, ante el hecho de la resurrección de Jesús, nos representa a todos. Nos resistimos a creer y, sobre todo, a experimentar y vivir. El discípulo se manifiesta incrédulo desde sus mismos huesos. Es grande lo sucedido: ha sido testigo de una ejecución violenta y pública. Pero Jesús mismo vuelve a aparecerse a los ocho días estando Tomás presente. Jesús nuevamente les ofrece la paz. Y ahora invita a Tomás a poner sus dedos en las llagas de sus manos y a meter su mano en la llaga del costado, para reaccionar como creyente y no como incrédulo. Tomás recita la jaculatoria más hermosa de los siglos: “¡Señor mío y Dios mío!” que nosotros estamos invitados a repetir y vivir continuamente.
Juan constata en su evangelio las dos apariciones que el Señor resucitado ha dedicado a los suyos, primero, “al atardecer del primer día de la semana” y después “a los ocho días siguientes”. Ese “primer día de la semana”, que hasta entonces no tenía nombre propio, pues era solo “el primer día”, comienza a llamarse Domingo, “el Día del Señor”, “el Día señorial del Señor resucitado”, y a partir de aquel momento nunca la comunidad cristiana ha dejado de reunirse en todo el mundo, convocada por Jesús resucitado. El Vaticano II dice: “La Iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen el día mismo de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que es llamado con razón día del Señor o Domingo” (SC 106). Desde entonces “la Iglesia nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual” (SC 6). Los Hechos de los Apóstoles presentan la reunión dominical como un hecho habitual en Tróade (20,7). El autor del Apocalipsis la describe como “revelación que le fue concedida el Día del Señor” (Ap 11,10). Esta tradición ininterrumpida es tan fuerte que constituye el ser mismo de la Iglesia. Se trata de un dato denso y constante en toda la tradición eclesial. San Jerónimo dice “El domingo es el día de la resurrección, el día de los cristianos, es nuestro día”. La Didascalia de los Apóstoles llegará a declarar expresivamente que el que ayuna o está triste en domingo comete pecado. Es el día de la asamblea, de la palabra de Dios, de la eucaristía, del amor fraterno, de descanso, de la fiesta y alegría.
La nueva configuración sociológica del domingo en nuestros días hace inviable para muchos la planificación del domingo de acuerdo con la fe primitiva. El cristiano encuentra serias dificultades para la vivencia cristiana del domingo debido al espíritu interesado de rentabilidad y productividad que le asfixia, del sentido utilitarista y consumista. Ha de volver a tener fe en el carácter humanizador de una fiesta orientada al descanso creativo, al fomento de la fe y a la práctica de una convivencia humana dichosa y renovadora.
Si los cristianos tenemos que reafirmar lo esencial y distintivo de nuestra fe, debemos prestar mayor atención a la acogida comunitaria de la palabra de Jesús tal como es propuesta en la sucesión de los evangelios del año litúrgico. En esa palabra proclamada “Cristo mismo habla”, nos dice el Concilio. Es él quien nos convoca en persona. Uno de los signos más positivos y hermosos de un nuevo cristianismo emergente es la formación de grupos de verdadera amistad que se reúnen semanalmente para estudiar y asimilar mejor el evangelio semanal y dejarse configurar por él. ¿Puede haber algo tan maravilloso como dejarse convocar semanalmente por el mismo Señor resucitado para acoger hoy su palabra y organizar evangélicamente el corazón y la vida? El evangelio es lo más sagrado que tiene la Iglesia, más importante que los concilios y documentos oficiales, más que los catecismos y códigos de moral. Es Jesús mismo hablándonos hoy él mismo. El descenso de creyentes en España es hoy un hecho alarmante y ruinoso. Un modelo de práctica religiosa ha entrado en profunda crisis y debemos diseñar uno nuevo. Esta es la opinión expresa y porfiada de los últimos papas. El componente esencial de una nueva remodelación de la vida cristiana, para quienes busquen seguridad en la renovación, es la acogida sistemática y comunitaria del evangelio. Sin evangelio no hay vida cristiana.
El cristiano de hoy ha de manifestar gran sensibilidad y disposición para saber integrarse, para querer participar, para mostrar una actitud responsable, comprometida y solidaria en el diseño y definición de nuevas formas de vivir la fe, de manifestarse verdaderos seguidores de Jesús. El evangelio nos abre una brecha de trascendencia y humaniza de modo fascinante nuestra vida y nuestra convivencia. Jesús resucitado nos ilumine y nos entusiasme.
Francisco Martínez
E-mail: berit@centroberit.com
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