Lecturas
Jeremías 33, 14-16 – Salmo 24 – 1ª Tesalonicenses 3, 12 – 4, 2
Lucas 21, 25-28 – 34-36
Comentario
SE ACERCA VUESTRA LIBERACIÓN
2018, Domingo 1º de Adviento
Nuevamente estrenamos año litúrgico. Esto representa una gran importancia para nuestra vida. Siempre que vemos el corte horizontal de un árbol observamos, por sus círculos concéntricos, el número de años que han ido formando el grosor y la fortaleza del mismo. Cada año litúrgico ha tenido como finalidad la progresiva formación de Cristo y de los misterios de su vida en cada uno de nosotros. La venida de Dios al mundo es el máximo suceso de todos los tiempos. No habrá ya en adelante un acontecimiento tan trascendental. Los científicos de hoy sondean continuamente el espacio esperando captar signos de vida de seres inteligentes de otros mundos. Se vive hoy una expectación emocionada. Dios vino en Cristo en venida histórica real, verificable, y, sin embargo, nos hemos ya acostumbrado a este suceso supremo. Causa de ello es la ignorancia de fe sobre los modos y formas de esta entrada de Dios hoy a la historia. Son muchos los que viven a espaldas de ella, aun entre creyentes.
El adviento nos remite a esta verdad trascendental: Dios ha venido a nuestro mundo y sigue viniendo. Lo asombroso de la fe es que este adviento no es solo recuerdo de “aquella” primera Navidad histórica en Belén. Nuestro adviento-navidad actual contiene la realidad misma que conmemora. Cristo viene ciertamente hoy no ya para estar junto a los hombres, con los hombres, de forma histórica y visible, como lo hizo ayer en Palestina. Viene como realidad oculta y misteriosa, pero más real si cabe, para establecerse en la intimidad del hombre, de cada hombre, acrecentando su identidad.
Todas las cosas caminan hacia su fin, a su madurez, como a su propia plenitud. Pero en el cristianismo el fin y la plenitud se han desplazado del término al centro de la historia, al aquí y ahora de cada hombre, de cada generación. Ya estamos “en la plenitud de los tiempos” (Gál 4,4); ya vivimos “en la última hora” (1 Jn 2,18). Ayer la plenitud de Dios vino a un hombre concreto, Cristo, nuestra cabeza. Él es el hombre tipo, modelo, el Alfa y Omega, el Principio y el Fin (Ap 21,6), es “mi Hijo muy amado en el que tengo toda mi complacencia” (Mt 3,17). Ahora es el tiempo del Cuerpo Místico, nosotros, que nos vamos configurando y transformando en él por medio de la comunión de la palabra y del sacramento. Esta es la verdad trascendental del cristianismo: Cristo vive con nosotros, en nosotros. Nos está haciendo concorpóreos suyos, solidarios de su persona y de su destino. No es un maestro que nos dejó solo lecciones y normas. Cristo, mediante la infusión de su mismo Espíritu, nos hace hoy partícipes de los misterios de su vida, de sus mismos sentimientos, de tal manera que reproducen y actualizan en todos nosotros la misma vida del Señor. Somos vivificados en él (Col 2,13), concrucificados con él (Gál 2,19), conmuertos con él (2 Cor 4,10), sepultados con él en el bautismo (Col 2,12), resucitados con él (Col 3,1), sentados en los cielos con él (Ef 2,5-6).
Cristo, que vino históricamente a Palestina, y que sigue viniendo en el ocultamiento de la gracia y del Espíritu Santo hoy a nosotros, vendrá también al fin de los tiempos a verificar sus venidas hoy, a discernir y jugar lo que hoy en nosotros está siendo acogida y transformación. Cristiano es un ser que, a la vez, posee y espera. Quien espera está ya poseído por aquello mismo que espera. La espera anticipa la posesión. La venida hoy de Cristo a nosotros es el gran misterio de la fe. Muchos cristianos, la mayoría, están lamentablemente detenidos en la venida histórica de ayer, en Palestina, en su forma humana. Se relacionan siempre con “aquel” Cristo de ayer. Siempre que piensan en Cristo abandonan el presente y se trasladan al pasado. Cristo es solo para ellos memoria y recuerdo. Es una verdadera desgracia, una insuficiencia de fe, una deformación de la Revelación.
La esperanza es tan antigua como el hombre. Los orígenes bíblicos de la humanidad están marcados por el pecado y la esperanza de la salvación. Nadie puede estar ajeno a esta realidad universal. Todo el Antiguo Testamento es un clamor de espera y súplica. La Iglesia lo retoma a la hora de preparar en nosotros la venida de Cristo hoy. Lo hace desde la primera antigüedad cristiana. Un concilio celebrado en Zaragoza en 380-381 manda que se vaya a la iglesia diariamente del diecisiete de diciembre al seis de enero. Esta costumbre era común en aquel tiempo en el norte de España y en el sur de Francia. La reparación consistía en prácticas ascéticas y una oración más asidua.
Los grandes testigos del adviento, en la liturgia, son el profeta Isaías, Juan el Bautista y María. Isaías sacudió enérgicamente la conciencia del pueblo que se había olvidado de Dios, y exigió pureza de corazón. Fue el maestro espiritual del adviento judío. Si los profetas nos dicen cómo será el Mesías, Juan el Bautista nos dice quién es el Mesías. Isaías habla de aquel que vendrá. El Bautista señala aquel que ya ha venido. Su mensaje es “convertíos, porque ha llegado el reino de los cielos”. María es la gran figura del Adviento. Ella vivió el mejor adviento desde la anunciación al nacimiento de Jesús. Es la fiel acogedora de la Palabra hecha carne. Su propia sangre fue la de Jesús. María es Jesús comenzado. Ella hizo posible la primera navidad y es modelo y cauce para todas las venidas de Dios a los hombres. Es ejemplo de espera mesiánica por su sencillez, rectitud, humildad, reconocimiento agradecido.
La espiritualidad del adviento nos impulsa a conocer más a fondo al Padre que, por amor a los hombres, nos envía al Hijo para bautizar a la nueva humanidad en el Espíritu Santo. Nos lleva a conocer internamente a Cristo que, siendo rico, por nosotros se hace pobre. A conocer más el corazón del hombre como tendencia insaciable, y motivarlo en la necesidad de Dios. A hacernos responsablemente presentes en la historia de salvación del mundo ambiente, instituciones, comunidades, sectores, personas. A entender y vivir el amor como salida efectiva de nosotros mismos y entrega a los otros en sus necesidades de fe, de amor, de salud, culturales, sociales, económicas. A vivir la solidaridad con los necesitados compartiendo su situación y aportando remedios. Asumir fallos, situaciones negativas, distancias, lagunas, para redimirlos, en la libre experiencia de lo que cuesta amar.
Antiguamente, al llegar el adviento y la cuaresma, ciertas naciones de talante marcadamente católico, reverdecían en su fervor creyente y se esmeraban en practicar comunitariamente la mortificación y la solidaridad social. El cristianismo actual, víctima de la frialdad y la indiferencia, pierde una ocasión privilegiada para ofrecer al mundo un testimonio de evangelio, de fe y de solidaridad, del que tan necesitados están nuestros contemporáneos. Al hombre, para cambiarlo, hay que amarlo. Deberíamos predicar con la vida. Es el más poderoso y convincente medio para trasmitir el evangelio. Quien ama, y lo hace en lo concreto de la necesidad, hace obra de Dios difunde el evangelio de Cristo. El Señor nos haga generosos en la fe y en el amor.
Francisco Martínez
E-mail berit@centroberit.com
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