Lecturas
Isaías 50, 4-7 – Salmo 21 – Filipenses 2, 6-11
Pasión de nuestro Señor Jesuscristo según san Mateo 27,11-54
Comentario
ENTRADA DE JESÚS EN JERUSALÉN
2017, Domingo de Ramos
La entrada de Jesús en Jerusalén es un gesto profético, un magnífico pórtico de la pasión. En él se cruzaban dos historias. Una en el plano manifiesto de los hechos concretos, y otra, más real y profunda, en el mundo de las intenciones y motivaciones reales. Jesús, en esta escena, se mofa de quienes con este tipo de actos tiranizan, se imponen y hacen víctimas y ofrece una visión diferente, avalada por Dios y por los más sencillos del mundo, que responde a su mensaje capital. Es llamativo que Mateo inicie su evangelio con la figura de Herodes, de los sacerdotes y fariseos buscando la muerte de Jesús niño, y lo acabe también presentando a Pilato, a los sacerdotes y fariseos intentando juntos la muerte de Jesús. Jesús aparece siempre, de principio a fin, como rey, pero de una manera diferente a la de los reyes de la tierra. Nada tiene que ver con el estilo de los poderosos del mundo. Jesús, entrando en Jerusalén sentado en una borrica, ridiculiza el poder de quienes tiranizan. No lo hace en un caballo enjaezado, sino en un animal humilde y prestado. No le corean legiones de vistosas tropas desfilando, sino un grupo de hombres, mujeres y niños del campo venidos en peregrinación a Jerusalén No se producen discursos triunfales, sino aclamaciones de personas sencillas a quien viene en nombre del Señor. No se exhiben largas filas de prisioneros sobre los que ejercer el dominio; se ofrece la intencionalidad manifiesta de aparecer como servidor del mundo hasta la muerte. Jesús ridiculiza un estilo de vida y propone otro diferente.
JESÚS, O EL NUEVO MODELO DE VIDA
La entrada de Jesús en Jerusalén y su posterior pasión, confronta expresamente dos modelos de vida y toma partido por un modo, frente a otro, de ser persona y de relacionarnos con los demás, de establecer relaciones sociales, de mantener amistades y de convivir, de construir nuestras comunidades y parroquias, nuestros pueblos y ciudades, de vivir la fe y de ejercer la participación social y política. No es un suceso aislado y ambiguo. Está en referencia con nuestro comportamiento cotidiano en nuestras relaciones con los demás. Aquí hay mucho que aprender, mucho que reflexionar y cambiar sobre nuestra forma de estar con los demás. ¿Cómo vivimos y convivimos? ¿Por qué preferimos a unos y desechamos a otros? ¿A quién seguimos, vitoreamos y votamos? ¿A quiénes confiamos nuestras vidas?
Proclamamos hoy la pasión de Jesús según Mateo. Leemos lo que aparentemente sucedió, pero deberíamos entender por qué sucedió todo aquello, y luego deberíamos saber interpretarlo en nuestras vidas. Porque lo que sucedió, sigue sucediendo hoy en nuestro alrededor. Jesús vivió en su vida de cada día un modo diferente de ser persona, ridiculizando el éxito contra el otro, el vencer al otro y anhelar tener razón contra él para imponernos y aplastarle. Jesús rechazó el vivir frente, contra, o por encima del otro. Marginar al otro, desconsiderarlo, gozar de tener razones contra él, hacerle daño, silenciarlo, todo esto es lo que Jesús rehúye.
Jesús, en lugar de atacar y condenar, asumió nuestros males y se los apropió para matarlos en su propia carne. “Se humilló a sí mismo hecho obediente hasta la muerte” (Fil 2,8). Debemos caminar en estos días santos de la mano de Jesús, entrando dentro de él, en sus sentimientos e intimidad, sin detenernos en lo que solo es cultura popular, sin estancarnos en las celebraciones rituales litúrgicas en lo que tienen de mera repetición, de costumbre y de rutina. Cuando sucedieron los acontecimientos originales se dieron diferentes escenas, personajes, fragilidades humanas, desaciertos sociales y morales que hoy se repiten entre nosotros. Los Pilato y los fariseos, los sacerdotes o pueblo sencillo viven y perduran hoy y toman partido en favor o en contra de Jesús, de acuerdo con el comportamiento que mantenemos con los otros, allí donde Cristo vive y sufre. El proceso contra Jesús comportó entonces una injusticia planetaria en la que el hombre condenó a Dios. Y este acontecimiento sigue y perdura hoy en nosotros.
La muerte de Jesús no es sin más algo absolutamente querido por Dios, ni aceptado por el mismo Jesús. Es algo asumido como compromiso en un estilo de vida de servicio y de solidaridad inaudita que consiste en amar en la dificultad, amar en la enemistad, amar siempre. El realismo de la pasión y muerte de Jesús nos pone en referencia con el mal físico, moral, social y espiritual que causamos en la vida cotidiana y que en Jesús ha sido superado y trascendido en un amor más sobrehumano que inhumano. Jesús siguió amando donde el amor humano se quiebra y no aguanta. Amó hasta el extremo. Fue un amor sin límites, el amor que nunca falla, jamás se quiebra, que no representa una ejecución sino una entrega libre: “Nadie me quita la vida, yo por mí mismo la doy” (Jn 10,18). Lo más dichoso que ha podido ocurrir en nuestra vida es que Dios, en Cristo, haya muerto en cruz por amor a nosotros. En Cristo, Dios mismo renunció a presentarse como omnipotente ante nosotros y optó libremente por manifestarse como impotente ante los poderes del mal, respondiendo no con fuerza y resentimiento, sino con tolerancia y amor. La cruz es el abrazo de Dios a los verdugos de su Hijo (Liturgia del Viernes santo). “Soportó la cruz sin tener en cuenta la ignominia” (Hbr 12,2).
Acompañar a Jesús en su pasión es hacernos capaces de amar hasta el sufrimiento. Es tener un amor grande. La piedad sincera, nuestra relación con Dios, tiene un comprobante muy claro: la delicadeza de trato que observamos con los demás cuando nuestras relaciones están llenas de espíritu de cortesía, de elegancia y de sentido de detalle. Quien tiene a Dios y es tenido por él le irradia y revela en las relaciones con los otros. Es un error hacer sufrir, murmurar o acusar a los otros en nombre de Dios. Nuestra fuerza debería ser inequívocamente la vivencia de un amor grande y sincero. El amor sufrido no es una injusticia cuando expresa amor. El amor sufrido no es algo inhumano sino sobrehumano. Condenar y acusar es un signo de debilidad. Solo tendrá perdón el que es capaz de ofrecerlo. La fuerza de Dios es la cruz o el amor sufrido. “Cuando sea elevado atraeré a todos hacia mí”, dijo Jesús (Jn 12,32). Deberíamos en estos días celebrar la verdad humana y social de los hechos, no ritualidades vacías que no expresan lo que significan. La verdad última de nuestras relaciones es el perdón y la reconciliación, la comunicación y la comunión. Es un triunfo difícil, pero el único verdadero. Jesús triunfó frente a un mundo de injusticias y de resentimientos. Y nosotros debemos hacer lo mismo. El triunfo verdadero no es el de la venganza, el egoísmo o el rencor. Es más difícil vencerse a sí mismo que vencer a un ejército. La cruz no fue un triunfo contra nadie, sino la derrota del mal. Es el modo de cómo reaccionamos ante las dificultades, y revela hasta qué punto estamos con el Cristo que entra en Jerusalén y que permanece en la cruz. Jesús, entrando victorioso en Jerusalén, canoniza la humildad solidaria y derrota el orgullo prepotente. Acompañemos a Jesús en estos días, en sus sentimientos, en su viernes de muerte y en su sábado de gloria.
Francisco Martínez
E-mail: berit@centroberit.com
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