Lecturas

Hechos 10, 34a.37-43   –   Salmo 117  –   Colosenses 3, 1-4

Juan 20, 1-9

EL primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.

Comentario

¡HA RESUCITADO EL SEÑOR!

2018

Hemos venido al templo para celebrar juntos la Pascua. Y lo hemos hecho con un sentimiento de gozo, apoyados en la fe. La Pascua es el suceso más grande de la historia y del mundo. Pero cada uno de nosotros nos hacemos presentes en esta asamblea en la medida de nuestra fe. La Pascua es algo grande, ciertamente lo más impresionante de nuestra vida, pues compromete del todo nuestro presente y nuestro futuro. Pero la mediocridad o la pereza pueden convertir la mejor de las doctrinas en una verdadera somnolencia.

Hermanos: ¡Cristo ha resucitado! ¡Aleluya! ¡Y con él resucita nuestra resurrección! ¡Él nos está resucitando ya ahora a nosotros porque vive insuflando en nosotros, por medio de su Espíritu, la vida nueva que nos ha conquistado con su muerte y resurrección! El Cristo hoy glorioso y celeste, derramando permanentemente su vida resucitada, es la realidad estructurante de la comunidad cristiana y debería ser también la imagen universal y desbordante de nuestra fe. El Hijo de Dios se encarnó y murió porque nuestras personas y nuestras vidas son muy importantes para Dios. La contemplación de Jesús muerto en cruz nos habla del verdadero desastre al que nos llevan las fuerzas del mal. Nuestra inconsciencia o frialdad no aminora la gravedad de los hechos. La muerte de Jesús, permitida y aceptada por Dios, es expresión genuina de la importancia de la victoria sobre el mal. Hay alegría y salvación porque ha existido la cruz. Porque Jesús en la cruz ha llevado la fidelidad al colmo de la entrega. Ha vencido haciéndose víctima. Ha vivido plenamente la resistencia y la fortaleza que cuesta amar. La muerte de un Dios en cruz es el suceso más importante de la historia y nos confronta a todos, de manera que nuestra vida no es sino la responsabilidad que asumimos ante este hecho crucial. Nadie, ni Dios mismo, puede dispensarnos de amar, porque Dios es amor. La cruz de Cristo no nos exime a nosotros de portar nuestra cruz junto a él. Valemos ante Dios lo que vale nuestra fidelidad.

La resurrección de Jesús nos abre a la verdadera dimensión de la cruz. Cristo vence por el aparente camino de la derrota. Verdaderamente “mis pensamientos no son vuestros pensamientos ni mis caminos son vuestros caminos” (Is 55, 8). En Jesús el fracaso tiene sentido redentor. Es dejándose clavar en cruz como Jesús atraerá a todos hacia él (Jn 12,32). Su amor es asombroso. El amor límite, la resistencia sin término, el amor total es lo único admirable en la vida. Y él nos amó hasta el fin (Jn 13,1). La Pascua de Cristo funda la historia. Inaugura los nuevos cielos y la nueva tierra. Cristo tomó el suceso de su muerte y resurrección y lo ritualizó en la cena. La cena es la cruz-resurrección que se actualiza permanentemente en la eucaristía. Los cristianos vivimos actualizando permanentemente la muerte y resurrección de Jesús en nuestras vidas, como fermento de la transformación del mundo. Tenemos la misión más importante y hermosa. Extender a Jesús en el mundo, difundir su resurrección en el tejido de la existencia cotidiana. Resucitar es abrir nuestra vida a Cristo y vivir con él en Dios. Y puesto que Dios es amor, resucitar es amar. Quien ama hace lo definitivo, lo más importante, y no se equivoca.

La resurrección de Jesús es un misterio que no tiene parangón en las representaciones humanas. Es algo infinitamente superior a la simple resucitación de un cadáver, como el de Lázaro, y su vuelta de nuevo a la tierra. Por desgracia, este es el concepto reducido dominante incluso entre creyentes. La resurrección es el paso a la forma de existencia definitiva junto a Dios. Resurrección de Cristo y vivificación de la comunidad es lo mismo. Juan y Pablo no describen la resurrección de Jesús contemplada solo en su cuerpo físico, sino en su cuerpo místico, en la comunidad. No hablan simplemente de lo ocurrido en la realidad meramente individual y física de Cristo. El mensaje transmitido es que ahora Jesús vive y es el Señor de su comunidad. Ha sido una tentación constante el querer penetrar en el suceso de la resurrección de Cristo por el camino de la curiosidad, de la razón, de la búsqueda de pruebas palpables. Es infinitamente más. Es la victoria contra el mal total, contra la muerte y el pecado. Y esto es importante y decisivo. Porque el pecado y el mal, de los que se deriva la muerte, no son solo de orden biológico, moral y humano, sino infernal. Son la demolición del hombre, el desastre integral, la absoluta negación de la vida como vocación, como proyecto y destino. Jesús no vence el mal solo en la cruz. Lo vence en su fuente y origen, descendiendo a los infiernos. Durante los primeros siglos de la Iglesia la iconografía describe a Jesús resucitado saliendo no del sepulcro, sino de los infiernos. Su significado es evidente. Jesús no solo luchó y triunfó en la cruz. Descendió a los infiernos, el feudo del mal, y allí derrotó el mal. La resurrección de Jesús es un acontecimiento de fe. “¡Dichosos lo que sin haber visto creen!”, dijo Jesús a Tomás (Jn 20,29). Representa una convergencia de múltiples hechos admirables, inexplicables sin la constitución de Jesús en fuerza y poder en el corazón de la comunidad, que vive ahora enviando su Espíritu a la comunidad y desde ella al mundo entero. Es la irrupción de una poderosa fuerza que ilumina, fascina y conmueve a todos; una experiencia intensa y fuerte que estremece de gozo en el Espíritu Santo como aconteció en Jesús ante la revelación del Padre a los sencillos; es un coraje, una valentía repentizada que hace de los discípulos escondidos, testigos valientes ante los responsables de la ejecución de Jesús; es un nuevo y fascinante estilo de vida en los creyentes que disfrutaban del prestigio del pueblo; es un mensaje creído, vivido y transmitido con fuerza y poder convincentes.

La resurrección acontece en verdad siempre que los discípulos gritan: “¡Es el Señor!”. La comunidad cristiana es ahora el espacio privilegiado de la manifestación de la resurrección del Señor. La evangelización no es un mensaje hablado, sino vivido. Y vivido en el contexto de una seglaridad testimonial y confesante. Es decisiva la importancia de una comunidad que se siente bajo la influencia del Espíritu Santo y sabe expresarla en las condiciones esenciales de la existencia humana personal y social, temporal y espiritual. Insistamos: Si Dios es amor, resucitar es amar. La humanización de la convivencia, la solidaridad social, el hecho sobresaliente de constituir una comunidad de amor, son elementos imprescindibles para testificar eficazmente que Cristo ha resucitado verdaderamente y que ya ahora nos está resucitando a nosotros.

                                                      Francisco Martínez

www,centroberit.com

E-mail: berit@centroberit.com

Download File

0 comentarios

Dejar un comentario

¿Quieres unirte a la conversación?
Siéntete libre de contribuir!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *