Lecturas:
Levítico 19, 1-2. 17-18 – Salmo 102 – 1ª Corintios 16-23
Mateo 4, 38-48
Comentario
AMAD A VUESTROS ENEMIGOS
2017, 7º Domingo Ordinario
Seguimos con las bienaventuranzas, el discurso clave del mensaje de Jesús. Y en este domingo entramos en su punto cima y enseña: el amor a los enemigos. Nunca nadie habló así. Nunca nadie exigió tanto. Lo asombroso es que si Jesús estableció una exigencia tan extrema, tan paradójica y difícil a la naturaleza humana, es porque, primero, él mismo lo practicó, y además, él mismo nos ofreció la fuerza para poder cumplirla, porque creó un nuevo orden en el que la iniciativa y el poder de Dios están ofrecidos y garantizados. Jesús nos pide no ya el perdón de los enemigos, sino el amor más auténtico a los enemigos. Es algo tan sorprendente que damos la impresión de que vivimos prácticamente como si todavía no hubiéramos adquirido conciencia suficiente de este transcendental mandato. Es algo tan increíble que toca techo en las posibilidades del hombre. El amor a los enemigos es el suceso más sorprendente de la historia de la humanidad. Nunca nadie imaginó algo semejante. Ninguna obra humana, ningún monumento, ninguna religión, ningún sabio moralizante, señaló esta meta ni se atrevió a pedir tanto. El amor a los enemigos nos emplaza en la cima ética y bienhechora de la historia del mundo. Jesús lo formuló perfectamente, lo pidió con seguridad y connaturalidad, pues él sabía que esto es cosa de Dios, no de los hombres. Y con Dios, esto es posible.
Jesús propone un nuevo orden para el que requiere un cumplimiento más perfecto, una justicia superior, un “plus” o “todavía más” en el nivel de compromiso. Y lo evidencia con ejemplos concretos. Evoca la famosa ley del talión existente en todas las culturas: “ojo por ojo y diente por diente”. Esta ley representaba un progreso en prevención de un excesivo instinto de venganza personal. En cierto modo esta ley ha sido generalmente asumida por los códigos penales, por cuanto la justicia reclama que la sanción sea, en lo posible, equivalente al daño que causó el malvado. Jesús dice a sus discípulos: “Sabéis que está mandado: ojo por ojo, diente por diente. Pues yo os digo: no hagáis frente al que os agravia”. Jesús pone cuatro ejemplos concretos: “si uno te abofetea la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas”. Jesús, ante cualquier vejación del otro en nuestra persona, en nuestros bienes, en la exigencia de nuestros servicios, pide que no nos rebelemos en nuestro corazón. Quiere que nos dispongamos positivamente a sufrir más de lo que nos hacen sufrir, a dar más de lo que nos quitan, a servir más de lo que nos requieren. Parecería que esto lleva a la subversión del auténtico orden social, pero, al contrario, todo cambiaría en el orden social y económico si nuestro corazón estuviera animado por el espíritu de las bienaventuranzas.
Jesús entra en la parte más sublime y determinante de su mensaje cuando dice: “Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Yo, en cambio, os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en los cielos”. En la mentalidad hebrea “prójimo” equivalía a compatriota, el hijo de un mismo pueblo, raza y religión. Jesús declaró prójimo a todo hombre, en especial aquel que está sufriendo, aunque sea enemigo. En la parábola del buen samaritano canonizó al enemigo solidario y condenó al compatriota indiferente, el de los mismos sacerdotes y levitas del pueblo. Para Jesús, y sus seguidores, prójimo es aquel que sufre o pasa necesidad, aunque no sea “de los nuestros”.
Jesús manda “amar a los enemigos”. En lo que sabemos, nunca nadie en la historia humana habló así. Jesús utiliza un verbo que suele caracterizar el amor con el que Dios ama y que está dotado de una sensibilidad superior pues incluye el deseo de que el malo se haga bueno y entre en el camino de la salvación. Este amor nuevo no es una realidad psicológica natural: es una energía que tiene su origen en lo alto. Viene de arriba. Los hombres que aman así son los hijos del Padre que está en los cielos. La clave suprema de la comunidad para la que fue escrito este evangelio es la afirmación de que Dios es nuestro Padre. La conciencia de que Dios es Padre de todos motiva la pertenencia de todos a una misma comunidad y a idéntica asamblea. Para Jesús, obrar como hijos del Padre supone ser hijos del Padre. Obran así porque lo son. Son más del Padre que de ellos. Un comportamiento parecido y similar arguye una verdadera filiación divina. Este maravilloso texto hace aflorar la mentalidad y el lenguaje personal de Jesús que obra como Hijo porque lo es. Y esto permite instaurar en la tierra el mismo orden divino que reina en el cielo. Los discípulos tienen que imitar, como hijos, el amor del Padre. El Padre es bueno, pues hace llover sobre buenos y malos. Amar a los que nos aman, no tiene mérito. Saludar solo a los que nos saludan no es nada especial. Jesús impacta en la sensibilidad del pueblo e impulsa a “hacer algo más”, a cumplir “una justicia más abundante”.
Jesús concluye diciendo: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”. Esta sentencia recapitula toda la enseñanza que el Maestro acaba de enunciar. Habla de la totalidad de una actitud de corazón que refleja perfectamente el ser y la voluntad del Padre y que, además, representa el verdadero seguimiento de Cristo en su vida de abnegación y de amor. El amor universal pertenece a la esencia del cristianismo. Amar a los amigos es de todos. Amar a los enemigos es solo de los cristianos.
LA CULTURA SOCIAL DE LA COMUNIÓN
La exigencia de amar a los enemigos tiene hoy una validez singular. Vivimos la cultura de la distancia, de la separación, de la autonomía, de la oposición, la cultura de los muros y las vallas. Las tensiones sociales están presentes en los parlamentos, en las calles, en las corrientes ideológicas, en los partidos. La cultura de lo propio introduce tensiones de separatividad y distancia y daña gravemente la convivencia. Se magnifican las diferencias, se falsea la historia, se empequeñece o se denigra al otro y se exalta el apetito desmedido de lo peculiar y propio en detrimento del resto. Y esto se expresa cada día en el escaparate público de los Medios. Hay que decirlo con el evangelio en la mano sobre todo a quienes se confiesan creyentes: los señores de la diferencia y distancia, del desgarro, del aislamiento, nada tienen que apelar y apoyar en la fe del evangelio. Ningún motivo creyente puede justificar tanta crispación, tantas tensiones distanciadoras, tanta cultura del resentimiento y de la separatividad. El evangelio es fundamentalmente comunión integral. El juicio perenne de que los otros son los malos, los otros son los que nos dañan y merman, no tiene justificación evangélica. No podemos canonizar hasta el extremo tanta separación, tanta singularidad y distancia. Escenificar cada día desgarros, representar, en el escaparate de los medios, actitudes tensionales, además de crispación social es negación de evangelio. Si alguien se siente cristiano, y tanto más si es servidor del evangelio, no puede caminar en contra del sentido universal de la historia, y menos, de la historia de la salvación. El evangelio de hoy nos dice con contundencia que solo la fuerza del bien puede contrarrestar el mal. Así lo vivió Jesús en la cruz y así lo enseñó. Los cristianos de hoy estamos llamados a salir de nuestra guarida, de nuestro mutismo, y a dar testimonio valiente de concordia fraterna y de amor universal.
Francisco Martínez
E-mail:berit@centroberit.com
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