Lecturas
Ezequiel 37, 12-14 – Salmo 129 – Romanos 8, 8-11
Juan 11, 3-7. 17. 20-27. 33-45
Comentario
YO SOY LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA
2017, 5º Domingo de Cuaresma
Estamos haciendo las últimas etapas del camino de la cuaresma. El evangelio de la resurrección de Lázaro cierra el ciclo de “los signos” de Jesús que tienen como finalidad prepararnos de forma anticipada para celebrar, en la noche santa de la Pascua, nuestra resurrección en Cristo. En los evangelios anteriores hemos contemplado a Jesús como el pozo de agua viva de la samaritana que calma nuestra sed, como la luz de Dios que Jesús nos ofrece para quitar nuestras cegueras, y hoy le vemos apartando la losa terrible de nuestros sepulcros, venciendo a la muerte y nuestro miedo a la muerte, asegurándonos nada más y nada menos, que él es la resurrección y la vida. La resurrección de Lázaro es el séptimo y último signo que realiza Jesús en el evangelio de Juan y el más importante de todos ellos por su significado y por el mismo hecho realizado: la resurrección de una persona muerta, y bien muerta, después de varios días, pues se trata de un cadáver “que ya hiede”. Sorprende que un hecho tan singular no aparezca en los evangelios sinópticos. ¿Lo ignoraron? ¿O les pareció superfluo al lado de los otros milagros que ellos relatan? Evidentemente Juan tiene sus fuentes propias y este hecho aparece de forma importante en el desarrollo de la fe de las comunidades primitivas de Juan. Hay que constatar, no obstante, que la historicidad de este hecho es tenida por algunos como dudosa y controvertida.
La resurrección de Lázaro es signo de una realidad que sobrepasa en gran forma el hecho mismo: es una señal manifiesta de la presencia salvífica de Dios que se revela en la actuación del Hijo enviado dándonos vida eterna. Y es aquí donde radica toda la fuerza del relato. El Hijo se identifica con el Padre y revela el poder de Dios, señor absoluto de la vida que vence a la muerte. Este signo es realizado para fortalecer la fe de los discípulos, los de entonces y los de ahora.
SEGÚN JESÚS, RESUCITAR ES CREER EN ÉL
El centro del relato de la resurrección de Lázaro es el diálogo de Jesús con Marta. Jesús se le revela como la resurrección y la vida para el hombre. La expresión enfática “Yo soy” reafirma que Jesús, enviado por Dios para manifestar su gloria, es la vida definitiva que el Padre ofrece a todo el que reconoce al Hijo como enviado y cree en él. Lo que importa en el mensaje de Jesús no es el hecho de la resurrección de una persona singular, sino que este hecho se convierte en requerimiento y llamada para reconocer y confesar a Jesús como encarnación y portador de la vida en su plenitud para todo el que cree. Es admirable que Jesús resucite un muerto. Pero es más confortante que Jesús se nos ofrezca como superador de todos los miedos que comporta el hecho fatídico de nuestra muerte. Jesús, revelándose como garante de nuestra más gozosa seguridad, dice terminantemente: “el que cree, aunque muera, vivirá”, y “el que viva y tenga fe en mí, no morirá para siempre”. Vincula la promesa de vida eterna a la fe en él. Creer, apoyarse en él, es estar ya definitivamente con Dios. La muerte nada tiene que ver con quien cree. Esto solo puede ser entendido desde la fe. Por ello Jesús se vuelve a Marta confrontándole: “¿crees esto?”. Y Marta responde: “Yo creo que tú eres el Mesías”.
La muerte es la mayor de las certezas y la mayor de las angustias. Nacer es ya comenzar a morir. La sociedad actual ha desterrado de la vida cotidiana la cultura de la muerte, pero la muerte sigue imponiendo su marcha implacable y universal. Vivimos para morir. Vivimos muriendo cada día. Mientras vivimos, las limitaciones, las contradicciones, los fracasos, las enfermedades, la soledad, las discordias, los interrogantes sobre la vida y sobre la muerte nos cercan. A pesar de la repulsión absoluta y general a la muerte, parece no obstante que, ante las insoportables limitaciones físicas y morales de la vejez, pocos aceptarían el triste presente de una especie de inmortalidad temporal. La muerte tiene mucho de fatalidad, pero muchos la invocan como alivio. La llaman “descanso”. Contradictoriamente, aun cuando sea un ser querido el que muere, pensamos y decimos que “descanse en paz”.
El episodio de Lázaro muestra la acción de Jesús con todos los que le aceptan y siguen: la comunicación de una vida que vence la muerte. El enfermo Lázaro resume y personifica al hombre como ser que inexorablemente muere. Lázaro somos todos. Jesús no viene a prolongar la vida que tenemos, sino a darnos la vida que él es y de la que él dispone. La calidad de la vida que nos da hace que, cuando viene la muerte, la supere. El paso de la muerte a la vida acontece cuando alguien escucha y acoge a Jesús, cuando uno se adhiere a él. Él es la vida eterna. Él es para nosotros la eternidad. Él en persona es para nosotros resurrección y vida. Cuando se encarnó, la vida eterna se situó en el tiempo, en el medio de la historia. Y cuando resucitó, de su cuerpo glorioso brotó una corriente de vida eterna que alcanzó al cuerpo de su comunidad, vivificándole. Este es el verdadero núcleo y fundamento de la vida cristiana. La vida cristiana es él en persona, en nosotros. Es nuestra vida en Cristo. Juan, en sus escritos, habla poco de la resurrección final porque la contempla anticipada en el tiempo presente. Lázaro, saliendo de la tumba, representa a todos los fieles arrancados a la muerte por la voz de Jesús (Jn 11,25s). Jesús lo afirma expresamente: “Llega la hora, y ya estamos en ella, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y todos los que la hayan oído vivirán” (Jn 5,25). Esta declaración inequívoca coincide con lo esencial de la experiencia cristiana tal como la expresa la primera carta de san Juan: “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida…” (1 Jn 3,14). Quien posee esta vida no cae nunca en el dominio de la muerte (Jn 6,50). Para Pablo esta es la realidad profunda del bautismo que nos hace morir de la muerte de Cristo y resucitar de su propia resurrección. En consecuencia, podrá decir, “resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios” (Col 3,1).
UNA RESURRECCIÓN MÁS REAL QUE LA RESURRECCIÓN DE UN CADÁVER
La resurrección de Jesús, como realidad que aconteció en vistas a nosotros, no fue un suceso físicamente comprobable. Fue una revelación, una convergencia de múltiples hechos como consecuencia de una acción del Espíritu que va del cuerpo ya espiritual y vivificante del Resucitado al cuerpo de la primera comunidad con destinación a la humanidad entera. Fue el anuncio incontenible de “¡es el Señor!” en la intensa experiencia de un Cristo no solo narrado, sino vivido y transmitido por parte de una comunidad que lo sintió vivo y lo transmitió inequívocamente en un nuevo, repentino y fascinante estilo de vida. Era el cumplimiento de la gran promesa de Jesús estremeciendo a unos y a otros de gozo en el Espíritu Santo, constatando una resurrección real e intensa, mucho mayor que la simple resucitación de un cadáver individual. La resurrección de Jesús y la vivificación espiritual de la comunidad representan un mismo hecho. La primitiva comunidad experimenta en ella misma que el Señor ha resucitado. El acontecimiento no pertenece a la fenomenología ordinaria. Jesús lo afirma categóricamente: “¡Dichosos los que sin haber visto, creen!” (Jn 20,29). La repercusión más efectiva y real en la primera comunidad fueron la alegría y el amor, un amor verdaderamente nuevo y total. Efectivamente, si Dios es amor, resucitar es amar. La vida nueva de la comunidad fue un amor límite, singular, que hizo clamar a unos y a otros: ¡ved cómo se aman! y que arrastraba a la fe en Jesús resucitado. Dejémonos resucitar nosotros hoy por Jesús, creyendo y amando.
Francisco Martínez
E-mail: berit@centroberit.com
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!