Lecturas:

Isaías 8, 23b-9, 3  –  Salmo 26  –  1ª Corintios 1, 10-13.17

Mateo 4, 12-23

Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan, se retiró a Galilea. Dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftali. Así se cumplió lo que había dicho el profeta Isaías: «País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló.»
Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos.»
Pasando junto al lago de Galilea, vio a dos hermanos, Simón, al que llaman Pedro, y Andrés, su hermano, que estaban echando el copo en el lago, pues eran pescadores.
Les dijo: «Venid y seguidme, y os haré pescadores de hombres.»
Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Y, pasando adelante, vio a otros dos hermanos, a Santiago, hijo de Zebedeo, y a Juan, que estaban en la barca repasando las redes con Zebedeo, su padre. Jesús los llamó también. Inmediatamente dejaron la barca y a su padre y lo siguieron. Recorría toda Galilea, enseñando en las sinagogas y proclamando el Evangelio del reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo.

CONVERTÍOS: ESTÁ CERCA EL REINO DE LOS CIELOS

2017, Domingo tercero ordinario

            Jesús comienza su predicación anunciando el “Reino de Dios” (Marcos y Lucas), o el “Reino de los cielos” según Mateo debido a la mentalidad judía que no suele nombrar a Dios por respeto. Se trata de un reino sumamente efectivo y realista que no se refiere a un dominio establecido sobre un ámbito concreto particular, sino  una ordenación  temporal del mundo como escenario de la lucha enconada entre el bien y el mal. “El siglo presente”, como hablan los escritos apocalípticos judíos en un significado también asumido por Cristo, se refiere al estado de cosas que resulta de la situación del hombre caído y escindido, en la que “las potencias” del mal, el egoísmo y la violencia dominan el mundo y configuran “un siglo” en el que Dios no reina, es decir, su Nombre no es en él santificado o reconocido como el único santo, y no se cumple su voluntad.  En cambio el “siglo venidero” o “siglo futuro”, es aquel que el juicio todopoderoso de Dios establecerá al final como verdadero y definitivo  “reino de Dios” sobre “las potencias rebeldes”, vencidas y desposeídas. Desde el momento en que Cristo apareció,  el reino de Dios “está presente”, no todavía en nosotros, sino “en medio de nosotros”, en su persona evidentemente (Lc 17,21). Ahora, reino presente y futuro coexisten paradójicamente en una lucha sin tregua que desembocó en la cruz, en el que “las potencias” crucificaron al Señor de la gloria (1 Cor 2,8), pero esta aparente victoria  es en realidad su derrota irremediable (Col 2,15).

En Cristo resucitado el reino de Dios ha suplantado al reino del demonio. El bien ha vencido al mal y la vida a la muerte. El hombre interior pertenece al reino de Dios, aunque el hombre exterior esté aún sometido a “las potencias”. Si somos fieles a Cristo su victoria será la nuestra: “si sufrimos con él, reinaremos también con él” (2 Tm 2,12).

 

CONVERTÍOS: ESTÁ CERCA EL REINO DE LOS CIELOS

El evangelio señala a la Galilea pagana como el lugar del inicio de la predicación de Jesús. Así lo anunció Isaías. “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande”. Jesús no comienza su ministerio en Jerusalén, el corazón religioso de los judíos, sino en tierras paganas, en la “Galilea de los gentiles”. Empieza por la periferia, en un pueblo que vivía inmerso en la ignorancia de Dios y en la esclavitud de sus propias tinieblas. El evangelio nos dice también el núcleo de la predicación de Jesús: “Convertíos: está cerca el reino de los cielos”. La conversión ocupa un puesto clave en la enseñanza de Jesús. Las tres parábolas de la misericordia, la de la oveja perdida, la moneda extraviada y la del hijo pródigo constatan que se trata de una actitud de suma transcendencia para Dios: en el cielo hay gran alegría cuando el pecador se convierte. El arrepentimiento supone un cambio total de vida. Comporta el abandono del pasado y una vuelta radical a Dios. Es paso de las tinieblas a la luz (Jn 12,35-36). Es un  nuevo nacimiento, el del hombre nuevo creado a imagen de Dios en justicia y santidad de la verdad (Ef 4,22-24). “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,3-4). Los oyentes de Jesús entienden bien la radicalidad del llamamiento. No solo en Galilea, sino más tarde en la misma Roma, quedaría comprobada esa radicalidad al obligar a soldados, gladiadores, prostitutas, profesores, mantenedores de espectáculos, artistas de teatro y espectadores, a cambiar drásticamente de vida. Este cambio afecta también, y profundamente, a escribas, fariseos y funcionarios del poder para abandonar la mera ejecución externa de la ley, y la búsqueda del halago del pueblo, y practicar con sinceridad y autenticidad los sentimientos del corazón.  Jesús no pide solo el cambio de actos, sino el de las actitudes. Un cambio tan radical no es fruto del esfuerzo del hombre, sino de la gracia de Dios, el único que puede cambiar el egoísmo por el amor sincero.

 

ELECCIÓN DE LOS PRIMEROS APÓSTOLES

El evangelio de Mateo relata el llamamiento al apostolado de Pedro y Andrés y el de Juan y Santiago. Jesús los llama para estar con él y para enviarlos a misionar. Quería instruirlos, primero, y una vez capacitados, enviarlos a prolongar su misión personal. Todos ellos estaban pescando o reparando las redes, y dice el relato que, oída la invitación, dejaron todo y siguieron a Jesús. Aquel acto fue muy sencillo pero de una importancia transcendente. Jesús es el enviado del Padre y, al venir al mundo, traslada al hombre cuanto Dios es y tiene. Al elegir a sus apóstoles comparte con ellos esta divina misión de comunicar a Dios. Ellos son conscientes de que, con Jesús y como Jesús, transmiten a Dios. Esto sigue siendo de importancia decisiva hoy para cuantos se sienten enviados. Tienen que personalizarle a él, pues se trata de idéntica misión. Deben ejercerlo con generosidad, haciendo lo que deben y no otra cosa. Son testigos y no funcionarios. Amar al hombre hasta el extremo y dar la vida por él en el contexto social y religioso actual es tarea difícil. Hacer lo que Jesús hizo y no identificar la misión con formas y añadidos provenientes de tiempos y culturas caducos, es problema de vida o muerte para la eficacia de la misión. La situación de increencia del mundo actual pide un ministerio apostólico pleno de fidelidad a Jesucristo y osadamente cercano al hombre y a sus problemas, a sus sufrimientos y al conocimiento de las causas concretas de increencia actual para actuar eficazmente sobre ellas.

 

LOS SIGNOS QUE ACOMPAÑAN A LA PREDICACIÓN

Dice Mateo en su evangelio que “Jesús recorría toda Galilea enseñando en las sinagogas y proclamando el evangelio del Reino, curando las enfermedades y dolencias del pueblo”. El discipulado de Cristo no se limita a enunciar verdades y normas, sino en practicar un estilo de vida. No es enseñanza, sino iniciación. Lo que en realidad evangeliza es nuestra vida real. En la difusión de la fe lo que cuentan no son los maestros, sino los testigos. El estilo de Jesús es la cruz, y la cruz no es un emblema, y menos una alhaja. Es amar en la dificultad e incluso ante el odio y la persecución. El Reino de los cielos se opone al reinado de la tierra, el del egoísmo y el interés, el del dinero y la frivolidad, el de la rivalidad y prepotencia. La ley del nuevo Reino es el programa de las bienaventuranzas que escucharemos en el evangelio del próximo domingo. Consiste en vivir la alegría de dar mucho más que la ambición de acumular. Es irradiar más el gozo de perdonar que la necesidad de arrollar. Más la emoción de la misericordia que el afán de vencer y condenar. Es vivir el entusiasmo de poner amor donde hay odio, unión donde hay discordia, verdad donde hay error, esperanza donde hay desesperación. Es haber llegado a madurar en la fe pensando que somos más ricos dando que reteniendo, más felices consolando que reclamando halagos y compensaciones. Cristo, dándose él mismo, nos da a Dios. Y se nos da sin restricciones. Afirmó que un discípulo suyo es mucho más feliz dando que recibiendo. Eso requiere una fe fuerte, una esperanza gozosa, un amor intenso. Dios nos lo da si nosotros lo pedimos con fe y lo trabajamos con lealtad. “Que él ilumine su rostro sobre nosotros”.

 

                                                                      Francisco Martínez

 

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