Lecturas
Ezequiel 31, 11-12.15-17 – Salmo 22 – 1ª Corintios 15, 20-26.28
Mateo 25, 31-46
Comentario
JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO
2017, 34º Domingo Ordinario
Celebramos hoy el último domingo del año litúrgico. La liturgia lo desarrolla evocando la imagen de Jesucristo, Rey del universo. Esta fiesta pone punto final a la conmemoración, durante el año, de los misterios de la vida del Señor, desde la Navidad a la Pascua, para insertarlos en nuestra vida personal y en la vida de la comunidad. Y lo hace poniendo de relieve en el evangelio la imagen imponente del juicio final. Todo está muy relacionado y es preciso que sepamos reflexionar y discernir para vivir con coherencia nuestra fe. El año litúrgico es, en última instancia, la formación a lo vivo de Cristo en nuestra vida. Conmemorando los misterios de su vida, estos, en cierto modo se representan y actualizan en nosotros mediante la comunión y asimilación progresiva de los evangelios y del pan eucarístico. De esta forma, las fiestas del año litúrgico no son solo recuerdos del ayer, sino que contienen la realidad actual que conmemoran. Ayer fueron historia y hoy son maravillosa realidad espiritual en nosotros.
JESUCRISTO ES REY
Lo confirmó a Pilato: “Tú lo has dicho, yo soy rey”. Pero Jesús añadió enseguida: “Mi reino no es de este mundo”. Jesús había dicho: “Cuando yo sea elevado, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). Efectivamente, el instrumento de la realeza de Cristo es la cruz, vivida libremente como medio de liberación y sanación universal. Es esperpéntico pintar imágenes de Jesús con coronas y cetros regios humanos. Él domina y vence, pero de otra manera diametralmente opuesta. No ejerciendo una omnipotencia implacable, sino conmoviendo, convenciendo, atrayendo, motivando el amor. Siendo de condición divina, no apeló a su condición de Dios, sino que se humilló cargando libremente sobre sí todas nuestras iniquidades para matarlas en su cuerpo. Se hizo solidario de nuestros males y se los apropió. Donde hubo odio él puso amor. Restauró la relación cálida y emocionada de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Venció haciéndose libremente víctima por nosotros. Utilizó la omnipotencia para aparecer como impotente, para convencer, no para ejercer ninguna clase de poder. Jesús jamás se puso contra el hombre, frente al hombre o por encima del hombre. Hizo del amor fraterno la ley fundamental de su reino. Y él amó hasta el extremo, “sin tener en cuenta la ignominia”. Amó en la misma dificultad y enemistad. Y nos mandó hacer lo mismo. El reino predicado por Jesús es la misericordia, la solidaridad, la gratuidad. Nunca nadie habló y vivió así. El ofrecimiento del reino es la mejor opción que todos los hombres podríamos soñar y recibir.
ENTRAR EN EL REINO DE DIOS ES SEGUIR A JESÚS
El cristianismo no es un simple sistema moral, es la persona de Jesús. Es Cristo en nosotros. Él no diseñó una religión, un sistema de creencias, una ética. Jesús es “el Hombre”, “el Hijo del hombre”, “el nuevo Hombre”. Es “el segundo Adán”, “el último Adán”, “el Adán según el Espíritu”. Nosotros hemos revestido la imagen del hombre terreno, pero en Cristo revestimos la imagen del hombre celeste (1 Cor 15,45s). Pablo habla de despojarnos del hombre viejo y de revestirnos de Cristo (Gál 3,29). De forma más radical Juan habla de “nacer de nuevo” (Jn 3,4s). Juan y Pablo señalan a Cristo como “el Primogénito de muchos hermanos” (R 8,29) que deben reproducir en sus vidas la imagen del Hijo para recibir de él la misma filiación divina. En Cristo, nosotros somos hijos en el Hijo, herederos de Dios. Él es el manantial, modelo y meta de la vida cristiana. La vida cristiana es el proceso de nuestra identificación con Cristo, en el que tenemos que nacer, vivir, sufrir, conmorir, resucitar, reinar con él. Esto es lo que hacemos, o deberíamos hacer, en la vivencia de las eucaristías dominicales a las que el Cristo hoy celeste nos convoca y congrega para anticipar en nosotros el reino de Dios. Acogiendo la palabra y comulgando con su cuerpo, él quiere que nos identifiquemos con él. Hoy nosotros escuchamos la palabra de Dios y buscamos su sentido actual, pleno, espiritual, más allá de su sentido original pasado. “Hoy, Cristo mismo habla”, nos dice la enseñanza oficial de la Iglesia de todos los tiempos. Escuchando y comulgando nos vamos identificando con Cristo y así se anticipa en nosotros el Reino de Dios.
TESTIGOS DE CRISTO
Acogemos el evangelio y la eucaristía porque es la forma concreta de hacer crecer a Cristo en nuestra vida. Ser cristiano es organizar evangélicamente el corazón, los sentimientos y la vida. Evangelio y eucaristía se complementan en la vivencia del cristiano. Con el evangelio solo, tendríamos las palabras de un ausente. Con la eucaristía sola, tendríamos una presencia muda. Comulgamos con la eucaristía creyendo el evangelio. Comulgando con la palabra y el pan nos hacemos cuerpo de Cristo. Los cristianos somos la visibilidad terrena del Cristo celeste de la gloria. Si la humanidad de Cristo hizo visible al Hijo de Dios en Palestina, hoy nosotros visibilizamos en la tierra al Cristo glorioso de los cielos. Somos su cuerpo místico. Comulgamos con el evangelio y el pan para darles historicidad y visibilidad hoy ante los hombres. Somos testigos suyos no simplemente enseñando, sino viviendo. Vivir la vida y preocupaciones de los demás, es la mejor transmisión de la fe. La vida de los creyentes es la mejor evangelización de los hombres de nuestro tiempo. Jesús no fue un hombre en sí y para sí, sino un hombre en favor de los hombres. Su vida fue amor y servicio. La convivencia afectiva con todos, la promoción y el desarrollo integral, la justicia social, la paz personal y universal, pertenecen a la integridad del mensaje cristiano. El cristiano no vive dos historias, una humana y otra creyente. Cielo y tierra, deberes creyentes y compromiso temporal por la igualdad y fraternidad de los pueblos, pertenecen a la única y gran historia de salvación. Somos fieles al cielo siendo fieles a la tierra y al bien integral de los hombres. Es falsa una santidad que deja fuera del compromiso creyente el desarrollo de los pueblos, la justicia social, el bien común, la humanización de la economía, la realización digna del trabajo, una actuación política humanitaria y responsable. Cristo asumió plenamente la condición humana, y el cristiano no puede ignorarla. El cristiano no se salvará evadiéndose a regiones celestes, sino insertando la gracia en lo humano y temporal para hacer de esta vida un campo de esperanza. El hombre no camina hacia Dios interrumpiendo su misión de hombre, sino humanizando la tierra y la convivencia humana y social. El progreso del mundo responde a la voluntad de Dios y Dios nos pedirá cuentas a todos sobre nuestro compromiso en favor de la dignidad e igualdad de todos los hombres.
El evangelio nos ofrece hoy la imagen del juicio final. Este juicio ya es realidad presente pues no dependerá de una sentencia arbitraria. Lo que ya tenemos en el corazón, amor o indiferencia, solidaridad o egoísmo, eso mismo es lo que constituirá con precisión nuestro juicio futuro. Dios espera paciente nuestra conversión. No premia o castiga aquí. Si Dios premiase enseguida a los justos, la piedad se convertiría en un negocio. Seríamos justos por amor al lucro o ganancia. No por Dios y por los demás. Pero ciertamente, el amor es salvación y el desamor es perdición. Y lo son ya ahora. Amemos siempre y Dios estará siempre con nosotros.
Francisco Martínez
E-mail:berit@centroberitr.com
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