Lecturas
Éxodo 17, 3-7 – Salmo 94 – Romanos 5, 1-2, 5-8
Juan 4, 6-9a.10-11. 13-15.18-19. 21a. 23-29 32. 34-36. 39-42
Comentario
QUIEN BEBE EN MÍ NO TENDRÁ YA MÁS SED
2017, 3º domingo de cuaresma
Estamos en el tercer domingo de la cuaresma, el gran proceso de sanación y conversión que la Iglesia nos ofrece para encontrarnos con Dios. Y la palabra de Dios, nos sitúa, mediante el simbolismo del agua, ante la realidad más apremiante del corazón humano: la sed de felicidad. Tenemos sed de infinito y solo encontrándonos con Cristo podemos conocer la felicidad y la dicha. El evangelio lo afirma hoy a través del testimonio de una excelente representante de la humanidad: una mujer de Samaría que en la hora tórrida del mediodía se acerca al pozo para sacar agua y se encuentra con Jesús, “el agua que salta hasta la vida eterna”. La mujer acude al pozo de agua, y allí, sentado en el brocal, le espera Jesús. La mujer ni conoce a Jesús ni parece emocionarle gran cosa el significado espiritual del agua. Jesús va enseguida al fondo de la cuestión poniendo en conjunción tres cosas a la consideración de la mujer: el agua “viva”, los cinco maridos que ha tenido la samaritana y la alusión al verdadero culto. Jesús, al ver a la mujer que ha acudido a la fuente, le emplaza enseguida ante aquella agua que es don de Dios y que calma la sed de vida eterna. Jesús va al grano, en directo, poniendo el agua en relación con la felicidad humana y evocando los cinco maridos que la samaritana ha tenido en su vida. La samaritana, admirada ante Jesús, da un paso adelante reconociendo en él a un profeta. Dice que el futuro mesías iluminará la situación de ambigüedad de judíos y samaritanos que tienen lugares de culto diferentes. Jesús, situándose en lo más vivo del diálogo, le dice: “Yo soy el Mesías, el que está hablando contigo”, y le revela su identidad. Él es el verdadero rostro de Dios en medio de la humanidad.
El problema correcto y de fondo de la fe cristiana es que sepamos situarnos no ante un Dios omnipotente al que debemos dar culto, sino ante un Dios Padre que nos ama infinitamente. La fe es el descubrimiento de ese rostro querido para amarlo en el amor mismo que él nos tiene. Encontrar el verdadero rostro de Dios: este es el gran problema del hombre. Estamos hechos para el Infinito y solo en él podemos quedar saciados. Dicen que del mar emergió la vida y que todos los seres vivos tenemos en el fondo del corazón nostalgia incurable del mar. Nos bautizaron, es decir, nos sumergieron en el océano Trinitario y toda nuestra vida, en la sequía del desierto, es sed de Dios. Estamos hechos para ese exceso divino que es el Infinito. Tenemos necesidad infinita y no tenemos la capacidad de saciarnos por nosotros mismos. Se la ha reservado Dios. “Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”, dijo san Agustín. Esta es la verdad de fondo de todo hombre. Y esta es nuestra verdadera disyuntiva: o somos en nuestros sueños un error de la naturaleza y estamos siempre descontentos e insatisfechos, o nuestra alma tiene una brecha incurable de dicha y de felicidad. Sin fe verdadera somos seres desquiciados, desmedidos, nuestros amores parecen descontrolados, y nos deslizamos a la adoración de aquello que no lo merece. Somos pasión sin límites, fuego ardiente para el bien o para el mal. Solamente un gran amor a quien ha puesto ese exceso en nosotros puede darnos paz necesaria para amar a cada cosa y a cada persona con el amor adecuado y evitar destruir aquello mismo que amamos. Cuando no se soporta la sed, nuestra mente inventa espejismos, y entonces somos capaces de beber aguas putrefactas en pozos que abren abismos y que dan más sed que sacian, que nos hacen más dependientes y esclavos. Y es que no se puede desear con amor infinito lo que es finito y limitado, ni se puede apagar la sed de infinito por medio de la simple educación o de terapias moderadoras.
Nuestro verdadero problema es si hemos aprendido de verdad a encontrarnos con Dios, a hablar en sinceridad con él y a suplicarle con familiaridad. Fuera de Dios estamos como el pez fuera del agua o como el ave fuera del aire. Dios nos es necesario. Él ha querido permanecer en nosotros, dentro de nosotros, ser lo mejor de nosotros, lo más nuestro de nosotros mismos. Deberíamos tener hambre y sed de Dios. Estamos hechos por él y para él y sin él carecemos de identidad y de sentido. Nuestro máximo problema es que no le tenemos, que no le tocamos, que no hemos aprendido a situarnos correctamente ante él. Estamos sedimentados en los aledaños de Dios, en las afueras de Dios. Porque creemos que vamos a él en la oración, pero no salimos de nosotros mismos, nos detenemos solo en una imagen mental de él. Si le tocásemos a él tal cual es nos quemaríamos, quedaríamos impresionados y transformados. Oramos, pero no salimos de nosotros, acudimos a una imagen mental que nos hemos hecho de él. Esta es más que una posibilidad real: no nos hemos encontrado todavía con el Dios vivo, sino con una estampa mental de él. Vamos a él como quien entra en un museo y ve cuadros, y hasta los admira. Pero son solo reproducciones, pinturas, hechuras humanas. Ese tipo de “dios” no podría calmar nuestra sed. No puede entrar en nosotros, no nos sacia. Y es que si hay ciertamente un “afuera” en Dios, que es solo su imagen, su representación, hay también un afuera en nosotros que consiste en utilizar solo un fragmento de nosotros, los ojos, la imaginación o la memoria, pero no el corazón, el amor sincero y profundo. El ir de verdad a Dios nos es algo tan complejo que no sabemos hacerlo. No nos situamos bien. Nos perdemos en el camino.
Vivimos en nuestra fe realidades divinas, impresionantes, pero reducidas y transformadas en costumbre y rutina. Las hemos sedimentado en un automatismo ciego y mecánico, incluso ya inconsciente, y nos hemos varado en los aledaños de ritos y ceremonias, sin saber penetrar ya en el encanto sublime del misterio cristiano. Buscamos gracias y méritos, trasvasando al espíritu nuestro talante interesado y egoísta terreno, y todavía no hemos madurado nuestra fe pensando que la gracia es Dios en persona, que le hemos caído en gracia a él, que es ante todo Padre, esposo y amigo, y que quiere derramar en nosotros el amor que él es y tiene, impulsando en nosotros una relación fascinante y emocionada. A nuestra fe le falta ilusión y emoción. Y es que, incluso en nuestra oración, Dios es algo y no Alguien. Hacemos rezos, pero no oración. Pretendemos estar en serio con él sin salir de nuestros egoísmos. Utilizamos a Dios como pretexto para apoderarnos de lo divino, pidiendo y exigiendo lo que nos gusta, pero no lo que él quiere. Nos detenemos en las ideas pero no le tocamos a él en persona. Oramos rezos, pero no la vida real. Hablamos con él, pero no escuchamos. No le buscamos, nos buscamos con la excusa de él. Rezamos, pero no amamos. Oramos, pero no cambiamos. Hacemos oración, pero la oración no nos hace a nosotros mismos.
Una renovación de nuestra relación con Dios tendría que alcanzar también, y sobre todo, nuestras eucaristías. Son, como dice el Concilio Vaticano II, el centro y la cima de toda nuestra vida cristiana. Pero… ¡concebidas de otra forma! A ellas deberíamos ir no solo a “asistir”, sino a “celebrar”. A comprometernos todos y cada uno en una participación consciente, activa y responsable. A vivir no una presencia pasiva de Cristo, sino a con-crucificarnos, con-morir, y resucitar con él, sabiendo traducir todo esto a la época y cultura actual. A vivir no la ceremonia externa, sino el significado y contenido interno de la cruz verdadera y del pan repartido. A celebrar no solo celebraciones rituales, sino realidades sociales existenciales. A experimentar no solo la consagración de los elementos, sino, sobre todo, de las personas. Comunión que hace de nosotros su mismo cuerpo. Lo que saciará nuestra sed no es una fe arcaica y rutinaria, sino una fe renovada, sincera y veraz. Solo el Cristo vivo y verdadero puede ser para nosotros, camino, verdad y vida.
Francisco Martínez
E-mail:berit@centroberit.com
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