Lecturas
Génesis 2, 7-9; 3, 1-7 -Salmo 50 – Romanos 5, 12-19
Mateo 4, 1-11
Comentario
JESÚS ES TENTADO
2017, Domingo 1º de Cuaresma
Comenzamos hoy la cuaresma de un nuevo año litúrgico. Y de nuevo la Iglesia pone a ante nuestros oídos los clamores bíblicos que nos llevan a la conversión. Ante nuestro frío inmovilismo el evangelio nos emplaza en la escena de las tentaciones de Jesús en el desierto para recordarnos la condición tentada y dramática de todo hombre, también de cada uno de nosotros, por muy ajenos que nos encontremos a la preocupación y a la inquietud. Y nos invita a descubrir y afrontar nuestras tentaciones personales ayudándonos del ayuno, de la limosna y de la oración.
Somos la generación del cambio. Vivimos fragmentos de nuestro ayer y no hemos diseñado todavía un futuro claro. Nuestra antigua verdad ha estallado en fragmentos y cada uno vive el suyo como la realidad total. Ya no nos necesitamos mutuamente. Muchos ya no se interrogan, ni se informan, ni dudan, ni consultan, ni se confían a nadie. Hemos absolutizado nuestra pequeñez aun cuando seamos tan solo un ligero fragmento de un inmenso conjunto, un instante de una evidente e inmensa evolución. Estamos descentrados, fuera de la órbita de Cristo resucitado y de su evangelio. Estamos dispersos, sin horizonte y sin meta, confundiendo la Iglesia con nuestro pequeño cerco clerical. Estamos desplazados: corremos fuera de la senda, en la vaguedad e indeterminación. Lo preocupante es que nos hemos sedimentado en un inconsciente histórico, olvidados de nuestra fría indiferencia e insuficiencia. Somos un yo no integrado y vivimos nuestro pequeño mundo como el único y más real. Ya no nos sentimos tentados porque hemos pactado con la mediocridad. Pero hoy, al comenzar la cuaresma, la palabra de Dios nos recuerda que la tentación es un hecho incuestionable y universal. No sentirla puede representar un pacto con la derrota. Adán, Abraham, el pueblo elegido, Jesús mismo, fueron tentados. Jesús, venciendo la tentación, nos enseña a rectificar el comportamiento del pueblo en el Éxodo, confiando más en Dios. Nos anima a iniciar ya ahora la victoria futura ante una meta y una identidad que son inapelables, que existen por más que no pensemos en ello.
El evangelio de hoy nos recuerda que el demonio nos tienta. Nuestra cultura ha olvidado hechos fundamentales: niega la verdad y el pecado. Y silencia también a los demonios. No reconoce el dualismo dramático de la condición del hombre sobre la tierra, a pesar de su constatación en la literatura bíblica y extrabíblica y a pesar de los acontecimientos verdaderamente demoníacos de cada día y en nuestro mundo entero. Nunca los hombres han tenido tanta capacidad de hacer el mal. Jesús, en su misión trascendente, hace de la expulsión de los malos espíritus su ocupación determinante. Nos dice constantemente que la existencia humana universal es un verdadero combate. Las fuerzas del mal llegaron a matar al mismo Dios. Pero Dios venció al mal resucitando a Jesús. El hombre tiene muy comprometida su libertad y su identidad, lo más sagrado que tiene y que es. Y nadie está dispensado de ser o no ser, de situarse a la contra o a favor. Haber perdido la memoria es estar ya derrotados. Jesús, refiriéndose al poder inmenso de las fuerzas del mal, nos dice que debemos ser hijos de la Luz, no de las tinieblas.
Jesús fue verdaderamente tentado. Trátese de hechos reales, o de sugestiones imaginativas dramatizadas, o de catequesis o simbolizaciones, las tentaciones de las que nos habla hoy el evangelio son verdadera prueba y seducción.
El desierto es para el evangelista el lugar de paso hacia la tierra prometida, el escenario donde el pueblo sucumbió a la tentación. Jesús rehace ese mismo camino para vencer. Para nosotros el desierto es el lugar donde no tienen eco los ruidos del ego, el espacio que nos emplaza en el más absoluto desposeimiento de todo lo que significa apoyo o confianza en nosotros mismos, el lugar privilegiado para ser y vivir sin máscaras, donde Dios habla al corazón.
Los cuarenta días constituyen un número más significativo que aritmético. Evocan los cuarenta días de Moisés en el Sinaí, los cuarenta años del pueblo en el desierto. Allí donde el pueblo cae, Jesús sale obediente y vencedor. Ninguna tentación le separa del fin. El clima espiritual del desierto ayuda a ver con claridad para poder vencer.
Dice el evangelio que el tentador se acercó a Jesús. Parece informado sobre la voz del cielo: “este es mi Hijo amado”, pero no sabiendo en verdad quien era Jesús, le propone obrar por su cuenta. Después de un largo ayuno era natural ver panes en las piedras. Jesús está en una situación límite. Un Hijo de Dios hambriento no tiene sentido. Como tampoco lo tendrá al final un Hijo de Dios crucificado. Suprimir el hambre o bajar de la cruz son una congruencia manifiesta. No se trata de una tentación de gula. Ni tampoco de la oportunidad de aprovechar el poder para hacer milagros en provecho propio. Jesús se deja hacer por Dios, no reacciona por su cuenta, no se desespera, no desconfía, confía en Dios y pone su brutal indigencia en sus manos.
El Diablo lleva a Jesús al alero del templo. Y le invita a una acción apoteósica. Si se tira abajo los ángeles le recogerán. Siendo Hijo de Dios, puede lograrlo en seguida por el camino fácil de la apoteosis popular, por los medios exitosos. Tentación fuerte y universal. ¿Quién no sucumbe ante el éxito? Pero el Espíritu le lleva por caminos de silencio, de paciencia y humillación y él obedece. Los jefes de Israel buscaron siempre el triunfo, la derrota de los otros, pero estos caminos llevaron siempre a la ruina del templo, de la ciudad y de Israel.
El Diablo, al fin, le lleva a la cima de un monte alto donde se divisan los reinos del mundo. Y se los ofrece si le adora. Este es el pecado de temporalizar el plan de Dios, la idolatría del poder, de adorar a quienes no son dioses, es la apostasía del plan de Dios evadiéndose de la cruz y de su significado. Jesús adora a Dios solo y apuesta “por sufrir para así entrar en la gloria”.
SUPERAR NUESTRAS TENTACIONES
El evangelio, llegado este tiempo santo, nos anima a ayunar, a practicar la limosna y orar. Todo ello se expresa en un mismo impulso: salir de nosotros mismos, pensar más en los otros, situarnos ante Dios y ser, con su ayuda, lo que él espera de nosotros. Nos pide no actuar solos ni vivir imponiendo nuestro ego a los demás, ni reducir el universo a nuestra vida. Quiere que no seamos solo un fragmento de nosotros, sino que vivamos en plenitud, que no estemos instalados en el pasado, sino que superemos la frialdad, la indiferencia, la indeterminación, la insuficiencia. Debemos fundamentar nuestro compromiso por la fe en el “plus”, o “todavía más”, o “la justicia superior”, que Jesús propone en las bienaventuranzas. Para ello debemos adquirir una formación luminosa e ilusionante de la fe que nos dé capacidad para ser y actuar de manera más motivada y concluyente. Tenemos que familiarizarnos mucho más y mejor con los evangelios de los domingos, estudiados, comentados y vividos en grupo de fe, familiarizarnos con una formación que incluya como mínimo un mejor conocimiento del concilio Vaticano II e integrarnos en planes formativos de vivencia y de apostolado. Tenemos que vivir en solidaridad, centrados más en los otros y no solo en nosotros, y hacerlo a la manera de Cristo y de su cruz, no a nuestra manera individual y proyectarnos en unas relaciones más cálidas y exigentes en la línea de la amistad, del crecimiento comunitario en la fe, y en el apostolado.
Francisco Martínez
E-mail: berit@centroberit.com
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