Nuestra vida tienen un origen: el seno de Dios Padre.  En el pensamiento con que el Padre piensa al Verbo, y lo engendra, allí he estado yo desde toda la eternidad.  El Padre «nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos…»(Ef 1,5). Mi verdad original es el seno del Padre. He sido diseñado, elegido, amado, por el Padre, en Cristo, desde la eternidad. Mi origen es también mi existencia e identidad de siempre. No he salido de él para hacerme autónomo, independiente. Existo en él. Sólo en él tengo mi consistencia (Col 1,17). 

Todo el sentido de mi existencia es hacer la experiencia de la paternidad de Dios. Una cosa es tener conocimiento de ella y otra es tener una experiencia viva. El camino es penetrar en la conciencia filial humana de Jesús. Su filiación es mi filiación, porque él me da su vida, su Espíritu. Es en la conciencia filial de Cristo donde debo realizar mi oración.

1. LA CONCIENCIA FILIAL DE CRISTO

«Padre» es el término con el que Jesús revela su relación con Dios. En los evangelios Jesús utiliza el término Padre más de ciento setenta veces, bien cuando ora, bien cuando habla de Dios.

Los israelitas sentían un gran respeto por Dios, de forma que no podían acercarse a él en el contexto de la paternidad. Hubieran tomado como falta de respeto acercarse a Dios con un término tan familiar.

Si Jesús llama Padre a Dios, esto significa un hecho nuevo e inaudito en la historia de la humanidad. Revela que la conciencia humana de Jesús se siente transcendida y dilatada por esta experiencia en la que se percibe originado en Dios vital y afectivamente. Él es el Unigénito, el Predilecto. Y habla con Dios con la misma sencillez y cariño que un hijo habla con su padre.

Cristo es la gran revelación del amor de Dios como Padre. Nunca había existido en el mundo una relación semejante. Jesús inaugura una nueva era en la relación y dependencia de los hombres con respecto a Dios. El sentirse engendrado y el estar comunicado es la profundidad misma de su ser. Habla de Dios como ningún místico osó hablar de él. Esta relación es la respiración de su alma, el alto en que halla descanso, su secreto y su vida más profunda. La relación viva y total le es natural. Jesús jamás conoce la distancia,  la inseguridad. Jesús busca la soledad para hundirse mejor en el misterio de esa relación gozosa. Jesús aparece polarizado por el Padre. Vive en constante dependencia de su voluntad. La dependencia es la vida de su alma. «Mi comida es hacer la voluntad de quien me envió» (Jn 4,34).

«Abba», Padre, es, sin duda, la palabra significativamente más densa del Nuevo Testamento, ya que ella nos revela el misterio último de Jesús, que al atreverse a llamar a Dios con este nombre, nos ha entregado su propia autoconciencia y el secreto más profundo de su ser. Sus palabras y acciones, su oración, revelan claramente la profunda experiencia filial en que estaba continuamente inmerso.

2. LA CONCIENCIA FILIAL EN LA COMUNIDAD APOSTÓLICA

Es un hecho comprobado que la designación de Dios como Padre empezó a difundirse ampliamente en  una etapa anterior a la redacción del evangelio de Mateo, en la tradición oral de las mismas palabras de Jesús. Las primeras comunidades cristianas de Palestina acuñaron la fórmula «Padre Celestial» en el seno del judaísmo, antes de salir el mensaje hacia la diáspora. El término «Padre» es el meollo de la catequesis, de la oración, de la vida.

Sólo en este trasfondo podremos medir todo el alcance del gesto de Jesús cuando invita a sus discípulos a llamar, también ellos, «Abba» a Dios. Así lo refiere Lucas en la enseñanza del padrenuestro, la más antigua, y éste es el emocionante testimonio de Pablo en Gál 4,6 y Rom 8,15. Hasta entonces, en todo el mundo pagano, y en el mismo Israel, esto era desconocido e inconcebible.

La Iglesia primitiva, que hablaba en arameo, conservó la invocación original «Abba», y se la transmitió, en el mismo arameo, a las comunidades de habla griega, incluso a las que no se encontraban bajo la influencia de San Pablo. Y este mismo vocablo utilizado por Jesús, se mantuvo en oriente y en los lugares de expansión a pesar de su resonancia poco familiar para naciones de lenguas diferentes. Esto significa que el término «Abba» había entrado ya en el uso litúrgico de todas las comunidades como el verdadero núcleo de la revelación de Jesús.

¡Abba! ¡Padre querido! Con esta sencilla fórmula la Iglesia primitiva recogió el meollo de la fe en Dios, que era la de Jesús. Gritar ¡Abba! es algo que supera todos los sueños y las capacidades humanas. Decir a Dios «Padre» es el mayor título y el máximo privilegio. Esto no es posible mas que dentro de la nueva relación con Dios que nos ha dado el Hijo. Jesús habla no sólo de «mi Padre». Habla también de «el Padre» y «vuestro Padre». Es una evidente inclusión en la relación privilegiada personal que él posee y que él nos extiende. Las mismas fórmulas introductorias al Padrenuestro, en las liturgias eucarísticas, «nos atrevemos a decir», demuestran cómo la invocación a Dios como Padre es una verdadera osadía solamente aceptada gracias a la invitación de Cristo. El Padre celestial no sólo nos da cosas buenas (Mt 7,11). En San Lucas nos dice que «nos dará el Espíritu Santo» (Lc 11,13).

Si Dios es nuestro Padre, en verdad, esto implica en nosotros un verdadero nacimiento, «nacer del agua y del Espíritu» (Jn 3,3-11) y una semejanza de naturaleza y de sentimientos con Dios: «Amad a vuestros enemigos  y rogad por los que os persiguen para que seáis hijos de vuestro Padre celestial» (Mt 5,45). Un momento culminante de la experiencia filial de Jesús es su estremecimiento de gozo por el hecho de que Dios revela estas cosas a los sencillos, de la misma forma que el Padre está comunicado en el Hijo mediante un conocimiento mutuo, de profundidad divina, total, que supone coposeer una misma naturaleza: 

«Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra 

porque ocultaste estas cosas a los sabios y entendidos 

y se las revelaste a los pequeñuelos. 

Sí, Padre, porque así te plugo. 

Todo me ha sido entregado por mi Padre, 

y nadie conoce al Hijo sino el Padre, 

y nadie conoce al Padre sino el Hijo

y aquél a quien el Hijo quiere revelárselo» (Mt 11,25-27).

El Padrenuestro es la revelación vértice de Dios. Esta oración es el evangelio del evangelio, su punto culminante y el núcleo fundamental de la fe.

Padre nuestro que estás en el cielo,

santificado sea tu Nombre;

venga a nosotros tu reino;

hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.

Danos hoy nuestro pan de cada día;

perdona nuestras ofensas

como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden;

no nos dejes caer en la tentación;

y líbranos del mal. Amén.

La comunidad apostólica primitiva canta la filiación divina de los creyentes en  un himno que conservamos a través de San Pablo, Ef 1,3-8:

Bendito sea Dios,  

Padre de nuestro Señor Jesucristo,

que nos ha bendecido en la persona de Cristo, 

con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

Él nos eligió en la persona de Cristo,

antes de crear el mundo,

para que fuésemos santos

e irreprochables ante él por el amor.

Él nos ha destinado en la persona de Cristo,

por pura iniciativa suya,

a ser sus hijos,

para que la gloria de su gracia,

que tan generosamente nos ha concedido  en su querido Hijo,

redunde en alabanza suya». 

Oración del santo abandono:

Padre, me pongo en tus manos.

Haz de mí lo que quieras.

Sea lo que sea te doy las gracias.

Estoy dispuesto a todo.

Lo acepto todo con tal que tu voluntad se cumpla en mí

y en todas tus criaturas.

No deseo nada más, Padre.

Te confío mi alma,

te la doy con todo el amor de que soy capaz

porque te amo y necesito darme,

ponerme en tus manos sin medida,

con una infinita confianza,

porque tú eres mi Padre.

3. PARA LA ORACIÓN PROFUNDA

Entra en la conciencia filial de Cristo. Hazte presente en el momento de la gran revelación: su Padre es nuestro Padre. Déjate iluminar. Déjate estremecer de gozo en el Espíritu Santo. Déjate engendrar, amar por Dios, tu Padre. Siente en ti su paternidad, su amor. Deja que la energía divina de la filiación, el Espíritu filial, entre en ti. Siéntela. Comulga. Identifícate. Di, una a una, las palabras de la alabanza de Cristo al Padre, o las del Padrenuestro, o las del himno paulino de Efesios. Entra en el seno del Padre, en lo secreto, donde nunca has entrado. Experimenta. Goza. Alaba. Bendice. Adora. Realiza el proceso:

SALGO DE MÍ.  VOY A TI.  TODO EN TI.  NUEVO POR TI.

 

Extracto del libro «Dejarnos hablar por Dios», de Francisco Martínez, Ed. Herder.

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