1. LA VIDA COMO PURO DON Y GRATUIDAD RADICAL 

La vida, en su estrato más hondo y radical, es un sí a la existencia. Es siempre comunicación, don recibido y aceptado. Nunca es una realidad merecida o autocreada. Aceptar, acoger, recibir, es algo que marca y constituye, en todo y en todos, la más profunda identidad. 

El universo es el sí gigantesco al poder creador de Dios. «y dijo Dios…y así fue… y vio Dios que todo era bueno» (Gn 1). El cosmos no es sino la aceptación de su propia consistencia. La vida, en lo más positivo y gozoso, es siempre fruto de gratuidad. 

Para el hombre, y más todavía para el creyente, la gratuidad es el principio y fundamento de su existencia y de su desarrollo. Existir y crecer es decir continuamente sí a la realidad. Es vivir en el líquido amniótico de la fe. La fe crea la realidad. No es sólo una virtud, sino la puerta sagrada que nos introduce en la existencia. Al nacer, creemos en los padres y en todo nuestro entorno social. Cuando la fe falla se nos cae todo el mundo. Sin fe no existe la verdad. La fe no es la muerte de la razón, sino su luz Y su vida. La vida está más sostenida por la fe que por la razón. Sólo puede entender aquél que antes ha creído. Primero crees y después entiendes. La virtud más grande del hombre es saber decir sí a Dios, a la existencia, a los demás. Y esto nunca es alienación, sino riqueza. Porque nunca existe un yo sin un tú. Y porque el hombre, todo hombre, es constitutivamente don y relación. 

2. EN LOS FUNDAMENTOS DEL «SÍ» ETERNO y TEMPORAL 

Dar y recibir está en los fundamentos mismos del misterio trinitario. La Paternidad del Padre es, estructuralmente, engendrar, comunicar. La filiación del Verbo eterno es radicalmente aceptar, ser engendrado. La realidad profunda del Espíritu es ser don y unión de amor subsistente. 

La creación del universo, y después la realización de la historia de la salvación, no son otra cosa que el desbordamiento de las relaciones intradivinas hasta el hombre (imagen de Dios) y hasta el cosmos (huella de Dios). Dios nos da su Paternidad, la Filiación del Hijo, el Amor del Espíritu. La verdad, bondad y unidad del cosmos no son sino la aceptación y reflejo de la Verdad, Bondad, y Unidad en Dios. 

Decir sí es la mayor fuerza creadora del universo. Es romper el no ser, el caos tenebroso, la inexpresividad, la condición informe y bruta. Una magnífica talla escultórica es el sí de la materia informe a la creatividad del artista. Lasublimidad del violín es el triunfo de la genialidad del compositor sobre el silencio inexpresivo. La ciencia es el sí que triunfa sobre los secretos ocultos. El hijo es el sí del amor de los padres. La fe es el sí del espíritu sobre el imperio tenebroso del instinto y de la materia. 

Es en un sí comprometido y mantenido como nace y se hace la amistad, el noviazgo, el matrimonio, la vida sacerdotal o religiosa, la convivencia social. El sí engendra la vida, la cambia y transforma. Siempre implica en una existencia nueva. 

Toda la historia de la salvación nace y se desarrolla en el sí radical de la fe vivida como gratuidad y aceptación. 

3. EL NUEVO UNIVERSO ORlGINADO EN LA ACEPTACIÓN DE CRISTO 

Cristo, aceptación del Padre, es la raíz de toda existencia. La nada y el caos original fueron vencidos en su Sí creador. «Todo fue creado por él y para él… y todo tiene en él su consistencia» (Col 1,16-17). Es «el Principio de la creación» (Ap 3,14), «el Principio y Fin» (Ap 21,6). 

La historia de los hombres es la historia de la infidelidad a Dios. Dios quiso darse y comunicarse y los hombres le dijeron «no». Ante la negativa, Dios tomó a su Hijo, aquél que es su Aceptación radical, y lo encarnó en la tierra. El Verbo tradujo a un plano creatural su condición de Hijo, de ser «Sí» y aceptación del Padre. Su vida fue la expresión más radical de fidelidad. «No te han agradado los sacrificios; pero me has dado un cuerpo… Entonces dije: Heme aquí que vengo… a cumplir tu voluntad» (Hbr 10,5-7). «Mi comida es hacer la voluntad de aquél que me envió» (Jn 4,34). Asumió nuestro «no» en su carne, hecho por nosotros «pecado» (Rom 8,3), y «maldición» (Gal 3,13). Donde nosotros dijimos «no», él, en nuestro puesto, dijo «sí»: «Que no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mc 14,36). «Todo está cumplido» (Jn 19,30). «El Hijo de Dios, Cristo Jesús… no fue sí y no; en él no hubo más que sí. Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en él; y por eso decimos por él «Amén» a la gloria de Dios» (2 Cor 1,19-20). Se anonadó hasta la muerte por nosotros (Flp 2,7-8). Y llevó al límite su fidelidad pues «si somos infieles, él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo» (2 Tim 2,13). El mundo se ha encontrado a sí mismo en el sí de Cristo. Ha nacido en él. 

4. EL «SÍ» DE MARÍA 

Dios quiere hacer presente a Cristo por medio de María. Y le pide el consentimiento. María contesta «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). A María no se la concibe sin Cristo. En un mismo decreto Dios dispone la creación de María y la encarnación del Hijo. Lucas describe su cooperación, que no es pasiva o instrumental, en diálogo responsable con el Padre, aceptando su plan; con el Hijo, engendrándolo; y con el Espíritu que la cubre con su sombra y obra en ella y con ella. El evangelista profundiza en su corazón y la describe en actitud de fe, de total apertura y disponibilidad, de escucha e interiorización de la palabra de Dios. María es un sí pleno y radical a Dios y su plan. Es «llena de gracia», es decir, de relación cálida e incondicional. Su vida es Cristo. La carne de María es la carne de Jesús. María es Jesús comenzado. Es la perenne rumiante de la palabra (Lc 2,19.51). María acoge a Cristo en su corazón, antes que en su seno. Ella se hace presente en la cruz, ofreciendo la muerte del Hijo, conmuriendo de corazón junto a él, como Virgen orante y oferente. Su sí es tan radical que aparece como la respuesta ideal, como aquello que la humanidad entera debió ser, pero que no llegó a alcanzar, como lo que la Iglesia misma, toda entera, ansía y espera ser. (Pablo VI). El sí de María es absolutamente cristológico, pues es inseparable del sí de Cristo. No sólo es modelo y tipo. El sí de Cristo es posible en la maternidad de María. Y el sí de María encarna el sí de Cristo. 

San Bernardo, San Luis María Grignon de Montfort, el Padre Kolbe, Juan Pablo II, han demostrado una especial sensibilidad al Espíritu Santo al vivir la consagración a María vinculando admirablemente el sí de su fe personal al sí trascendental de la Virgen. 

5. EN EL TABERNÁCULO DEL «SÍ» ETERNO DE CRISTO Y DE MARÍA 

En los primeros siglos, María no tiene un culto autónomo, independiente. Aparece siempre con el Hijo, dentro del misterio de Cristo. «El culto a María, dijo Pablo VI, es un elemento intrínseco del misterio cristiano». La carne de María es carne de Cristo. La oblación de Cristo es la de María. Siendo cierto que Cristo y su sacrificio perduran para siempre y son memorial eterno que todos participamos y hacemos nuestro; siendo verdad de fe que todos formamos el mismo cuerpo místico de Cristo sacerdote y víctima, y que vivimos en la comunión de los santos, es claro que el sí de Cristo, hecho encarnación admirable en el sí de María, está en nosotros y nos pertenece. Acoger a María, consagramos a ella, es incluir su sí en nuestra historia. Este amor y entrega a María tiene un profundo significado cristológico porque es obediencia a Cristo que en la cruz mandó a Juan, y en él a la humanidad entera, acoger a María como madre. «Desde aquel momento el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19,27). Juan acoge a María acogiendo la voluntad de Jesús. Al pertenecer María al discípulo (a nosotros), y el discípulo (nosotros) a María, se establece una transferencia de propiedad. Nos reconocemos propiedad de ella, haciéndonos, con ella y como ella, apertura, entrega, disponibilidad, fe confiada y amorosa. Incorporados asu sí, entramos y permanecemos en lo más íntimo del tabernáculo de los cielos, en el «Santo de los Santos» de la gloria, en el punto más candente de la Alianza eterna, en la oblación de María y Jesús, y realizamos la eternidad en el tiempo como acto supremo de amor. La consagración a María, bien entendida, no es el pronunciamiento de una fórmula, sino el pronunciamiento de nosotros mismos, radical y definitivo, como siervos de Dios en María, incluyéndonos voluntaria y eternamente en el «Sí» de Cristo y de la Virgen. 

6. SITUACIONES QUE GIMEN ESPERANDO NUESTRO «SÍ» A DIOS, PARA SU PROPIA REDENCIÓN 

Decir sí con María y como María, es hacer presente a Dios y su historia de salvación. 

Decir sí elimina los odios y las distancias, y crea vida, reconciliación y amor oblativo. 

Decir sí es irradiar no la fuerza del poder, o de la imposición, o del miedo, sino la de la humildad sincera y de la victimación libre y gozosa en favor de los hombres. 

Decir sí es transformar el mero orden disciplinar, en vivencia del Misterio admirable de Cristo. 

Decir sí es elevar el matrimonio de interés, a alianza de amor gozoso y entrega oblativa. 

Decir sí hace de la Iglesia el espacio privilegiado de los hombres libres que jamás vencen, ni crispan, ni condenan, ni se aprovechan de nadie, sino que siempre irradian servicio y gratuidad. 

Decir sí hace del pueblo de Dios, no masa pasiva, sino protagonista celebrante, que ofrece y se ofrece en el templo y en la calle, haciendo reino de Dios en la vida real y social. 

Decir sí elimina una vieja devoción mágica a María, que ha espantado a muchos de la fe, que pretende apoderarse de lo divino en beneficio propio, y la venera siempre asociada a Cristo y a su plan de gracia y de salvación, alumbrando historia y vida verdaderas. 

7. PARA LA ORACIÓN PROFUNDA 

En tus situaciones personales, eclesiales, sociales, buenas o comprometidas, di de corazón, desde el interior de la vida real, con María: 

HE AQUÍ LA ESCLAVA DEL SEÑOR: HÁGASE EN MÍ SEGÚN TU PALABRA

 

Francisco Martínez

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