Lecturas
Éxodo 32, 7-11. 13-14 – Salmo 50 – 1ª Timoteo 1, 12-17
Lucas 15, 1-32: En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo:
«Ese acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola:
«¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice:
“¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”.
Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.
O ¿qué mujer que tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice:
“Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido”.
Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».
También les dijo:
«Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre:
“Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”.
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada.
Recapacitando entonces, se dijo:
«Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”.
Se levantó y vino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.
Su hijo le dijo:
“Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”.
Pero el padre dijo a sus criados:
“Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”.
Y empezaron a celebrar el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello.
Este le contestó:
“Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”.
Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Entonces él respondió a su padre:
“Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”.
El padre le dijo:
“Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”».
Comentario
HABRÁ MÁS ALEGRÍA EN EL CIELO
POR UN SOLO PECADOR QUE SE CONVIERTA
2022 24º Domingo Ordinario
Hemos escuchado las tres parábolas de Jesús sobre la misericordia. Representan el cenit de la revelación del amor de Dios. Es una de las páginas más bellas de la historia de la humanidad. Dios, amando, no tiene en cuenta nuestros pecados. No quiere no amarnos, pues se negaría a sí mismo, dado que Dios es amor. Para Dios cada uno de nosotros es único e irrepetible, nos conoce a cada uno y nos ama de manera personal. Dios no ama el pecado, pero ama a los pecadores. Pablo llega a decirnos hoy en su carta a Timoteo que el motivo determinante de la venida de Cristo fue salvar a los pecadores. La mejor comprobación son las parábolas de la misericordia.
El relato del hijo pródigo representa la obra maestra de todas las parábolas de Jesús. Posiblemente es el texto más meditado y comentado del evangelio en todos los tiempos. Los Padres de la Iglesia, Tertuliano, Clemente, Gregorio, Ambrosio, Jerónimo, Agustín nos han legado hermosos comentarios. Nos deleitan reflexionando sobre esta actitud provocativa de Dios. La parábola ha sido también fuente de inspiración para toda clase de artistas que gozan de sensibilidad; pintores como Durero, Beham, Rembrandt, Basano, van Honthorst; dramaturgos como los de la época Tudor o Glascoigne; coreógrafos como Balanchine; músicos como Prokofiev, Britten; escritores como Gide; filósofos como Nietzsche. La parábola ha sido objeto de multiplicidad de enfoques e interpretaciones. Representa el cenit de la literatura universal sobre la misericordia y el perdón. El texto pone en escena una impresionante variedad de actitudes como la libertad y responsabilidad, enajenación y despersonalización de la existencia, nostalgia y retorno, gracia, angustia y reconciliación, y de otros rasgos universales de la vida humana.
Lo asombroso de la parábola es que en ella Jesús mismo ofrece con luz meridiana el punto álgido de su misión y su más sensible desvelo, expresado admirablemente por Lucas, el evangelio de los marginados. Se refiere al perdón ilimitado del pecador al que Dios mismo sale en persona a su encuentro tomando la iniciativa. Unos la llaman parábola del hijo pródigo; otros, parábola de los dos hermanos, y otros, mejor, la denominan la parábola del amor del padre que es sin duda el verdadero protagonista. El relato tiene un clima envolvente: la inmensa alegría del Padre que celebra el hallazgo dichoso de lo que tenía perdido. Jesús sobrepasa audazmente el listón de la opinión moral de la gente e incluso el criterio y norma de los maestros de la ley. Lo refleja la imagen del hermano mayor cuando alega que él vive “sin desobedecer nunca una orden tuya” (Lc 15,29), o “hace tantos años que te sirvo” (id). Para los fariseos el ideal de su vida de fe era el cumplimiento minucioso de la ley. Pero Jesús propone una actitud concreta y muy superior: la desmedida misericordia con el pecador. Lo justificará más tarde: “El Hijo de hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10). El amor de Dios al pecador es total y previo a todo mérito. Dios ama al pecador incluso en su situación de pecado, es decir, antes de que se convierta. Más: en cierto modo, lo que realmente hace posible la conversión es ese amor divino.
Conociendo la mentalidad del pueblo judío, podemos apreciar mejor la agudeza del relato de Jesús. Dice que el hijo “se marchó a un país lejano”. Para el judío estar en casa es vivir en el maravilloso designio de amor de Dios a su pueblo. Evidente: la lejanía de Dios es máxima miseria porque es también alejamiento de sí mismo. Sin Dios somos verdaderamente miserables porque nos falta el Infinito. Relata la parábola que “el hijo se puso a apacentar cerdos”. Jesús ingenia un contraste sumamente degradante e hiriente para la sensibilidad de los oyentes: un joven judío y, además, de buena familia, ¡obligado a hacer de porquerizo! El cerdo era considerado animal impuro en el judaísmo. Ser criador de cerdos era expresión de una maldición divina. Lucas describe el colmo de la situación diciendo que al hijo “le entraban ganas de llenarse el estómago de la comida de los cerdos y nadie se la daba”. Es una representación grotesca de la extremada necesidad a que había llegado el pródigo al separarse del padre. El hijo reflexiona: “me levantaré e iré al padre… He pecado contra el cielo y contra ti…”. El hijo reconoce que lo que ha hecho a su padre tiene una dimensión más profunda, es verdadero pecado contra Dios, un pecado monstruoso que alcanza al mismo cielo. En realidad, pecamos siempre contra Dios cuando nos hacemos daño unos a otros. La descripción que Jesús hace del Padre en el momento crítico del encuentro es sorprendente y debería afectarnos hondamente: “Cuando todavía estaba lejos, se le partió el corazón, salió corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y lo cubría de besos”. Jesús nos invita así a vivir intensamente el retorno y encuentro con Dios, como Padre hondamente afectado por nuestras lejanías. No tenemos el gozo del encuentro porque estamos educados en el espíritu de la ley, del puro comportamiento. Si alguna vez nos arrepentimos lo hacemos por haber quebrantado la ley, o por temor, pero no por amor a Dios. Nuestra lejanía y frialdad nos tienen lejos de Dios, vivimos comiendo algarrobas en la vida, anhelando aquellas cosas efímeras que sin él ni siquiera existirían, como dice san Agustín.
La conversión, o es un asunto de amor, o no es verdadera conversión. Es sorprendente Jesús cuando afirma que “hay más alegría en los cielos por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no necesitan penitencia”. La conversión reconoce a Dios, le permite ser el Dios de nuestra vida. Engrandece a Dios porque es reconocido y amado. La conversión sincera nos permite ser cielo de Dios, alegría del Padre.
Nuestro problema de fondo es que no somos capaces de convertirnos por nosotros mismos. El amor es el hecho mismo de nuestro acercamiento a Dios, el suceso de la salvación. Nos acercamos amando. El cielo es amar. Sin amor ni hay cielo ni felicidad. Pero no hemos sido iniciados a amar. Hemos sido formados en verdades y normas. Tenemos mentalidad más de observantes que de amantes. La formación ha sido ordinariamente más fundamentada en el temor al castigo eterno. No poseemos una formación seria sobre el evangelio. Tampoco lo leemos personalmente, regularmente. Las últimas generaciones han vivido el grave trauma de la separación fe-cultura. Ya no tenemos al Dios de la Revelación, sino al dios de los autores agnósticos que han influido negativamente en nuestra cultura. Nuestra lejanía cognoscitiva y afectiva de Dios es abisal. El verdadero mal es que Dios ya no nos asombra. Nos hemos habituado a filtrar la objetividad a través de una interesada subjetivad. Y esto nos incapacita para conocer y amar al Dios vivo. Cuando vamos a Dios tocamos más bien una imagen mental de él, pero no al Dios vivo y real. Esta es la más grave dificultad del hombre moderno: que tiene necesidad de conversión, pero no sabe ni puede convertirse. Encontrar a Dios solo puede hacerse si Dios viene y nosotros le acogemos. Abrirnos a Dios, dejarnos evangelizar los sentimientos, el corazón, la vida, este es el verdadero camino. Aprendamos a decir de corazón la expresión más bella del hijo pródigo: “volveré junto a mi Padre”.
Francisco Martínez
e-mail:berot@centroberit.com
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