Lecturas.
Jeremías 38, 4-6. 8-10 – Salmo 39 – Hebreos 12, 49-53
Lucas 12, 49- 53:
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo! Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustia sufro hasta que se cumpla!
¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división. Desde ahora estarán divididos cinco en una casa: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra su nuera y la nuera contra la suegra».
Comentario:
NO HE VENIDO A TRAER PAZ, SINO DIVISIÓN
2022, 20º Domingo Ordinario
En el evangelio que acabamos de escuchar, Jesús nos hace unas reflexiones de apariencia dramática sobre su misión y su ministerio y que afectan también y directamente a sus seguidores. Dice que desea ver toda la tierra arrasada, y hasta consumida por ese fuego que él ha venido a encender en el mundo. Habla de su ministerio como de un bautismo no ya de agua, sino también de fuego que le alcanza a él y a todos. Se trata de un bautismo de crisis y de discernimiento que se va a manifestar, primero, en su mismo ministerio personal, en especial en su sacrificio y muerte. Él trae una paz que, paradójicamente, por sí misma crea división y separación. Simeón, al presentar a Jesús en el templo, lo describe como “bandera discutida y señal de contradicción, como causa de ruina y de resurgimiento para muchos en Israel” (Lc 2,34). Pero el evangelio se centra ahora en una sorprendente modalidad de esa división: la discordia entre los componentes de una misma familia. Jesús describe su actuación ministerial como fuente de divisiones incluso entre los mismos destinatarios de su mensaje evangélico. Esos desgarramientos se producirán en el seno de su familia, ya que Simeón vaticina que una espada atravesará el corazón de su madre. Es más que probable que estos enunciados estén profundamente influidos en la comunidad por los acontecimientos históricos, es decir, por el proceso jurídico, la pasión y crucifixión de Jesús.
La encarnación y presencia de Jesús en el mundo origina confrontación y lucha entre la luz y las tinieblas; entre un amor extremo y todo un universo de pasiones egoístas y homicidas; entre la vida y la muerte. “El Verbo era la Luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo… y el mundo no la conoció” (Jn 1,9). Jesús vino a darnos el conocimiento, la vida y la paz: “Por las entrañas de misericordia de nuestro Dios que harán que nos visite una Luz de lo Alto, a fin de iluminar a los que se hallan sentados en tinieblas y en sombras de muerte y guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 17-79). Con la encarnación de Jesús aparece la bondad de Dios frente al mal del hombre: “Apareció la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres, él nos salvó no por las obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su gran misericordia…” (Tit 3,4s). El Mundo es “pecado” (2 Cor 5,21) y es “maldición” (Gal 3,13); es “muerte” (Ef 2,5) y “condenación” (1 Cor 11,32). Pero él, al contrario, nos hace “partícipes de la Divina naturaleza” (2 Pdr 1,4), “hijos de Dios” (Jn 1,112). Nos hace una misma figura con la imagen del Hijo: “todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos, conforme a la acción del Señor que es Espíritu” (2 Cor 3,14-18). Jesús en la eucaristía nos pone en comunión con él: “Quien me come vive en mí y yo en él” (Jn 6,45). Se hace uno con él como él es uno con el Padre” (Jn 17,22).
Ante la magnitud de la gracia de Dios, Jesús no nos pide un sacrificio total. Aceptadle a él en nuestra vida es una dignación, una suerte inmensa, una vocación trascendente, es la salvación. Es el estallido del grano de trigo que muriendo es como se convierte en espiga. Es sacrificar el mal, la enfermedad, para transformar la persona, la convivencia, en salud y vida. Es una evolución, un mejoramiento infinito que requiere cambio, el fin de una situación para revestir otra superior y mejor. Sería ridículo no aceptar un cheque millonario por la incomodidad o esfuerzo de sostener en la mano un papel tan insignificante. Sería ridículo rechazar un tesoro por el deber de administrarlo y disfrutarlo.
La venida de Cristo es la presencia de una vida que lucha contra la muerte, la del bien que lucha contra el mal, la del amor en lucha contra el egoísmo. Jesús prevé la lucha y la violencia del mal. “El Reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo conquistan” (Mt 11,12). Su propia persona es exponente claro de la lucha del bien contra el mal. Él afrontó la cruz y predijo la cruz a todos sus seguidores. Siempre tuvo sentido la cruz. Y en esta época más. El fenómeno de la frialdad y de la indiferencia devora hoy al mundo. La peor negación de la fe es la mediocridad. Es una plaga dañina que anula la existencia cristiana. Hablar de Dios, pensar en Dios solo puede hacerse en clave positiva de Infinito y de perfección. Dios es siempre Infinitud. Nunca es disminución. Dios llama al hombre a participar de su propia vida. Le ha hecho un ser finito con tendencias infinitas. La ley fundamental es “amar con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas, con todo el ser” (Mc 12,30). La esencia del mensaje de Jesús es el “Plus” divino, el “todavía más” del hombre. Su Plenitud es la nuestra (Jn 1,16). Por vocación, la vida de Dios es nuestra vida. Él es la cepa, nosotros los sarmientos (Jn 15,5). Él es la Cabeza, nosotros sus miembros (1 Col 1,18). Tenemos que “rendir los mismos frutos que Dios”. Cristo hizo cosas grandes y vaticinó que nosotros “haríamos cosas mayores” (Jn 14,12). Nos dijo que el Reino de Dios en nosotros es como una pequeña semilla llamada a convertirse en un gran árbol. En la parábola de los talentos premia el esfuerzo y castiga la irresponsabilidad y pasividad. Jesús invita a darlo todo por él. Dios aborrece la mediocridad. Jesús incrimina fuertemente la incapacidad de respuesta de esta generación. El mediocre es como un ser que ha nacido ya cansado. Es un disminuido, un eterno insuficiente. Está en el mundo ausente de todo. Es el no amor. Vive un conformismo letal. Es rebaño y montón. Esta disminución supone un Dios menos conocido, menos amado, menos disfrutado. Ignora siempre que amar menos es una especie de suicidio. El mediocre no conoce la pasión, el entusiasmo. Los mediocres siempre hablan mal, siempre se sitúan en la negación. Critican todo aquello que no está a su alcance. Imponen sus ideas porque no tienen otras. El mediocre carece siempre de iniciativa. Nunca se compromete a tope. No participa, no se integra nunca. Protesta siempre y vive en negatividad. Jesús nos dé su gracia para que él sea la opción fundamental de nuestra afectividad y de nuestra vida.
Francisco Martínez
e-mail.berit@centroberit.com
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