Lecturas:
Eclo 27, 4-7 – Salmo 91 – 1ª Corintios 15, 54-58
Lucas 6, 39-45: En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola:
«¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.
Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.
El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca».
Comentario:
LO QUE REBOSA DEL CORAZÓN,
LO HABLA LA BOCA
2022, 8º Domingo Ordinario
Estamos en el último domingo de la primera etapa del tiempo ordinario. El miércoles que viene empezaremos una nueva cuaresma. En el evangelio de este domingo leemos la tercera y última parte del discurso de “la llanura”, de Lucas, en la que Jesús nos ofrece unas cuantas máximas de sabiduría popular para vivir en paz y autenticidad. Se alimentan de la observación del contraste entre su enseñanza y la de los responsables del pueblo. Nos afectan a todos y en todos los tiempos. Expresan lo verdaderamente nuclear de las bienaventuranzas.
En la primera sentencia Jesús, a la visita de los fariseos, afirma que “un ciego no puede guiar a otro ciego”. Jesús ve que muchos responsables, a causa de su egoísmo, no trasparentan un corazón limpio y carecen de luz. Advierte también contra la tendencia muy frecuente de quienes, creyendo saber más que todos, imponen sus ideas a los demás. Y entonces, dice Jesús, cuando un ciego guía a otro ciego, los dos caen en el pozo. Lucas, al escribir, teme por los peligros y tensiones que existen dentro de la comunidad creyente de su tiempo. En todo hombre existe una tendencia al poder mediante la cual intenta hacerse superior, dominar y someter. La tendencia al poder es universal. Sucede también en la Iglesia. Hay quienes, apoyándose en sus ideas subjetivas, imponen verdades y normas que no son del evangelio. Acontece también en la política. Muchos dan a entender que la verdad, toda la verdad, es solo lo que ellos piensan y que ofrecen en exclusiva. La imposición ideológica es un mal dominante que suscita confrontaciones diarias y, en ocasiones, violentas, no solo en los parlamentos, sino también en la calle.
En nuestro mundo hay un mal horrible que consiste en la sedimentación del error y en compartirlo y difundirlo consciente e inconscientemente. Es la oscuridad instalada como falsedad en el corazón humano a causa de la costumbre. Se pretende hacer verdadero lo falso. Y no siempre la fuerza de la calle es la verdad. Somos ambiente. En muchas ocasiones, cuando hablamos, somos más bien seres hablados. Hay minorías, ideologías y grupos, que a fuerza de presión y de información sesgada imponen tendencias y costumbres que no siempre son verdad. En nombre del progreso, o de la verdad, o de la ley, o de las razones de Estado, se cometen verdaderas atrocidades. La pretensión de racionalizar el desorden es frecuente en nuestra convivencia. Hay posturas aberrantes que son pertinaces, recurrentes. Nuestro mundo debería practicar mucho más el debate público, el discernimiento, la confrontación noble, el examen de conciencia comunitario. Deberíamos seleccionar mejor a quienes elegimos, sus motivaciones y cualidades, para que nos guíen con acierto. No es infrecuente que nos gobiernen aquellos que no votamos y que, además, constituyen solo minorías.
Jesús en el evangelio nos propone una norma que regeneraría grandemente nuestra madurez y nuestra convivencia. Nos dice: “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que tú llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano… “déjame que te saque la mota del ojo” sin fijarte “en la viga que llevas tú en el tuyo?” (Lc 6,42s). Efectivamente, nosotros no nos vemos a nosotros mismos. Vemos a los demás. Solemos fijarnos más en los defectos de los otros que en los nuestros. No somos sinceros. No aceptamos nuestras equivocaciones. No solemos pedir perdón. Esto supone que hemos idealizado nuestro ego erróneo divinizando nuestro propio mal. El mal verdadero no es que poseamos errores, sino nuestra incapacidad de reconocerlos. Esto delata la profundidad de nuestro error. Una familia, una comunidad que no practica la corrección, no se ama, se odia. Vamos al médico a sanar nuestros males físicos. Pero no nos interesamos en curar el espíritu, el corazón, la capacidad de amar y de convivir.
Jesús, refiriéndose a nuestro comportamiento, afirma la imposibilidad de que el mal árbol dé buenos frutos. Habla del tesoro del corazón de donde sacamos cada día el bien que compartimos con los demás. En el fondo Jesús quiere que descubramos con ello hasta que punto Dios es el Dios real de nuestra vida. Frecuentemente nosotros nos hacemos dios de nosotros mismos. Dios puede ser considerado un Padre amantísimo, pero podemos también reducirlo a una imagen mental de ídolo al que acudimos como socorre-necesidades en nuestros problemas.
Jesús nos habla hoy de los pecados de la lengua. La lengua es fuente de bondad y de maldad. Se asesina más con la boca que con las armas. Por el lenguaje entramos en comunión con los otros, crecemos y maduramos. Pero mediante la palabra también destruimos y aniquilamos en proporciones planetarias. La lengua tiene el poder de trasformar la ciudad de Dios en Babel, la ciudad donde nadie se entiende. Saber del otro puede significar amistad. Pero puede representar también una amenaza y la más doliente de las esclavitudes. Difundir la vida privada, vender noticias personales a los foros de diversión y de chismorreo, negociar con la intimidad del otro, representan grave inmoralidad e injusticia. En este momento son muy altos los índices sociales de maledicencia, de calumnia y detracción, de juicio y condena, de crítica, murmuración y descredito. En la Iglesia, en la política, en los Medios, cada día se vierten al público toneladas de noticias, veraces unas, dudosas y falsas otras, que arrastran a muchos a juzgar y condenar. El chismorreo es una forma grave de difamación. Se hace de él tertulia y diversión para entretenimiento y regocijo de muchos. Esto es fuente de pecado. Hoy la moral cristiana apenas cuenta en este terreno. Cuando se produce un mal que puede ser nocivo a la comunidad, primero hay que sanarlo, curarlo. En el supuesto de que comporte un peligro social y se resista a la corrección, hay que condenarlo y denunciarlo, pero en los lugares y maneras adecuados.
La sociedad civil aplica hoy “la ley del talión”, la pena proporcionada al delito, como legítima defensa de la convivencia y del orden social. Cuando se trata del bien común, y de decisión judicial, los cristianos debemos aceptarla. Pero el evangelio nos lleva a todos los creyentes mucho más allá, en la línea concreta de la misericordia. No existen excepciones para el perdón. Es confusa la opinión de quienes opinan que ciertos pecados hay que publicitarlos, a bombo y platillo. El hecho cierto es que no existe pecado, ni en esta vida ni en la otra, que no haya sido totalmente perdonado por Cristo en su cruz. Y todos, sin excepción, estamos llamados a perdonar. Las consecuencias del delito hay que repararlas siempre. Pero ello no invalida la norma evangélica de no hacer a los otros lo que no quieres hagan contigo (Lc 6,28). Y también es preciso tener siempre en cuenta la norma de Jesús: “el que esté sin pecado que tire la primera piedra” (Jn 8,7). Cuando hay que juzgar y condenar, hágase con el menor daño posible, sin faltar a la verdad y a la justicia. Si alguien se ve inclinado a revelar faltas secretas de una persona debe pensar con gran responsabilidad cuáles son los motivos para hacerlo y las consecuencias previsibles que se seguirán de su forma de actuar. Y debe prestar atención al modo de hacerlo. Nunca pueden ser motivo la venganza, los celos, la futilidad, el sectarismo ideológico. Debe seguir el procedimiento evangélico de hablar con él a solas, y si no responde, hacerlo ante dos testigos; y si tampoco, ante la autoridad o comunidad.
Leamos el evangelio. Comulguemos con él. Y hagamos una organización evangélica del corazón, de los sentimientos, de la convivencia. Que el Señor nos anime y ayude.
Francisco Martínez
e-mail:berit@centroberit.com
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