Lecturas
Isaías 43, 16-21 – Salmo 125 – Filipenses 3, 8-14
Juan 8, 1-11: En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.
Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:
– «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?».
Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.
Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
– «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».
E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante.
Jesús se incorporó y le preguntó:
– «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?».
Ella contestó:
– «Ninguno, Señor».
Jesús dijo:
– «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».
Comentario:
EL QUE ESTÉ SIN PECADO
QUE TIRE LA PRIMERA PIEDRA
2022 Quinto domingo de Cuaresma
Dentro de dos semanas celebraremos la Pascua, la resurrección de Cristo en nuestras vidas. El próximo domingo será Domingo de Ramos, el pórtico de la Semana Santa. Esos días santos contienen la celebración más importante de la comunidad cristiana que, convocada por el Padre, quiere que reproduzcamos en nuestras vidas el misterio pascual de su Hijo. Es la resurrección de Cristo, nuestra cabeza, que ya ahora es anticipada en nosotros, ¡la misma!, como clave y cima de toda la vida cristiana. Ya en los primeros siglos este domingo era llamado “de la apertura de los oídos”, pues en él se proclamaban los evangelios ante los nuevos catecúmenos. ¡Qué necesidad tenemos los cristianos de hoy de que el Señor nos abra oídos y corazones para comprender el núcleo mismo de lo que celebramos en el Triduo sagrado! En estos días santos muchos se evaden a lugares de distracción. Otros celebran el Triduo Santo por fuera, en procesiones y celebraciones rutinarias sin empeño por el futuro. No se trata de actualizar recordando solo sucesos de ayer. El Cristo viviente que revive y actualiza hoy la misma redención es la comunidad cristiana, nosotros, que hacemos actual el mismo amor fraterno de Cristo en su Jueves santo; hacemos contemporánea su misma entrega generosa hasta la muerte en el Viernes santo; y hacemos viva y actual su misma resurrección en la vigilia pascual en la noche del Sábado, como personas y como comunidad. Que los cristianos celebremos en verdad el amor de Cristo, su muerte y resurrección, representa la máxima caricia de Dios Padre a los hombres y pueblos de hoy. ¡Qué hermoso si así fuera de hecho!
El Triduo sagrado representa el gran perdón de Dios a la humanidad. Lo necesitamos todos porque todos hemos adulterado nuestra relación con él. Todos hemos licuado nuestra esponsalidad trascendente, nuestra identidad evangélica. No amamos en verdad. Y esto es muy grave. Y necesitamos ser perdonados y perdonar. Los textos de la eucaristía nos impelen hoy a avanzar en aquel mismo amor que movió al Hijo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo. Él es ahora maestro y modelo de una humanidad reconciliada en el amor.
Hoy Jesús en el evangelio nos ofrece una lección soberana sobre ese perdón ilimitado que nosotros, sus discípulos, debemos ofrecer. Es muy distinto del perdón que todos ofrecemos y conocemos. Es un perdón que nos sobrepasa. Los escribas y fariseos ponen ante él una mujer sorprendida en adulterio y le preguntan qué hay que hacer con ella, después de recordarle la ley de Moisés que mandaba ejecutarla mediante lapidación. La intención de los acusadores no era tanto condenar a la mujer, sino poner a prueba a Jesús. La ley mandaba apedrear a los dos adúlteros. Pero Jesús predicaba una misericordia ilimitada. Le preguntan públicamente ¿tú qué dices? Era una trampa letal. Si Jesús salva a la mujer va contra la ley y hay que condenarle a él. Si la condena ¿dónde queda su incondicional mensaje del perdón? La respuesta no era fácil. Pero Jesús sorprende a su auditorio. “Se inclinó y se puso a escribir en el suelo”. No entra en polémica porque conoce las malévolas intenciones de sus interpelantes. Su silencio y su gesto originan un gran suspense y una gran tensión. Las palabras de Jesús emplazan a los presentes en el puesto de la mujer. Ellos hablan de la mujer pecadora. Jesús habla de ellos, de su gran adulterio y pecado contra Dios. Al fin, sorprendiendo a todos y poniéndose en pie, dice: “el que no tenga pecado, puede tirarle la primera piedra”. Es evidente: el que acusa tiene que ver antes si él cumple la ley. De lo contrario, sería bochornoso e incongruente acusar. La acusación contra el otro implicaría la acusación contra sí. Debería sentenciar contra sí mismo. Muchos sabían en su interior que ellos eran peores que la mujer pecadora. Jesús no interpreta la ley. Confronta a los acusadores con su propia realidad personal. La escena se hace tensa y sorprendente. Un grupo de gente importante, avergonzados, se marchan sin hacer ruido, sin decir una palabra y comenzando por los más viejos. Sus pecados son bien conocidos por todos. Jesús, con una sola afirmación, rompe la trampa que le habían tendido y restablece la verdad de la situación. Y nadie se atreve a tirar la primera piedra porque todos han visto reflejado claramente su propio pecado en el pecado de la mujer. Todo podía haber terminado aquí. Pero la narración da un nuevo giro y la mujer sigue en el primer plano, en el centro, ahora no para el dictamen del castigo, sino para resaltar el gran perdón. La mujer es sustraída de las intenciones hostiles de sus acusadores y queda sola ante Jesús que le pregunta: “¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado? Ella contesta: “ninguno, Señor”. Jesús dijo: “tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más”. Lo que comenzó como el juicio a una mujer pecadora, termina siendo una muestra más del amor misericordioso de Dios, que siempre perdona, siempre sana y devuelve la vida.
El mundo, nuestro mundo ambiente, está plagado de personas que ofenden. Ofendemos y nos ofenden cada día. Y lo que desborda en lo íntimo de nuestra conciencia personal y en el escaparate diario de los medios no es precisamente este perdón absoluto e ilimitado que Jesús otorga a la mujer adúltera y que manda observar a sus discípulos. Ese perdón representa una novedad radicalmente nueva y asombrosa que por desgracia no suele darse. Lo ordinario, lo que cada día suena es el cotilleo sucio y humillante, la dureza de la condena, la descalificación, la manía de la detracción y difamación despiadada, “el ojo por ojo” como principio de comportamiento, la torpe ganancia escondida, la divulgación grave de deslices reales o supuestos del otro aunque, por otro lado, sea una persona generosa y necesitada de reputación. La manida “tolerancia cero” de nuestros foros y medios no es un dicho incondicional y exento. No existe pecado que no haya estado presente en la cruz y perdonado por Cristo. El mayor agravio de la historia es el de la cruz y Dios lo perdonó. Esto no va contra la ley civil que regula penas y castigos merecidos y que todos tenemos el deber de admitir en conciencia. Nos referimos al deber evangélico del perdón que Jesús nos manda otorgar, que todos los cristianos debemos practicar, y que los evangelizadores deben proclamar con valentía cada día, y a todos, también a las víctimas.
El evangelio de hoy afecta de lleno a una situación social de pecado que constituye una hedionda costumbre, sumamente difundida: la de acusar, difundir intimidades, calumniar, detraer la fama, desprestigiar, injuriar, insultar, ridiculizar, disminuir, etc. Se asesina hoy más con la lengua que con las armas. En la política, en la profesión, en los Medios, en las tertulias televisivas, hablar mal es una diversión, un regocijo, un pasatiempo. Una sociedad educada solo en condenar y castigar garantiza el fracaso anticipado y rotundo y añade nuevos males. Todas las víctimas requieren, sin ningún género de duda, justicia y reparación. Pero cuando hablamos entre cristianos, y con hombres de bien, hay que decirlo hoy con resolución, también el evangelio del perdón, activo y pasivo, nos afecta a todos. A ofendidos y a ofensores. Quien no otorga perdón tampoco merece perdón.
Hermanos: perdonar es signo dichoso de que ya hemos sido perdonados y de que tenemos la abundancia de la misericordia y del perdón. Perdonemos siempre.
Francisco Martínez
E-mail.berit@centroberit.com
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