Lecturas
Isaías 52, 7-10 – Salmo 97 – Hebreos 1, 1-18
Juan 1, 1-18: En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios.
Él estaba en el principio junto a Dios.
Por medio de él se hizo todo, y sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho.
En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.
Y la luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió.
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio d él.
No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz.
El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo.
En el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de él, y el mundo no lo conoció.
Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron.
Pero a cuantos lo recibieron, les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre.
Estos no han nacido de sangre, ni de deseo de carne,
ni de deseo de varón, sino que han nacido de Dios.
Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.
Juan da testimonio de él y grita diciendo:
«Este es de quien dije: el que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo».
Pues de su plenitud todos hemos recibido, gracia tras gracia.
Porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad nos ha llegado por medio de Jesucristo.
A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
Comentario:
NAVIDAD 2022: “Y EL VERBO SE HIZO CARNE”
Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros!”. Hoy es Navidad. ¡Felicidades! La navidad de Dios en la tierra es el hecho más asombroso de la historia de la humanidad. Sus repercusiones son máximas: el cielo se une con la tierra y Dios se une con el hombre para siempre. Es nuestro salto al infinito. Con la encarnación y nacimiento del Hijo de Dios en la tierra el hombre llega a su plenitud, a la suma realización. El fin se resitúa ya en el medio de la historia. Ya ha acontecido lo fundamental. Después de Cristo ya no hay nada. El Hombre-Dios es la obra cumbre y perfecta, un sueño ideal cumplido, la realidad vértice de la historia del universo. Dos naturalezas, humana y divina, se han unido en una misma persona. Y esto es modelo y causa de la trasformación de la humanidad en Dios. La unión de Dios con el hombre en Cristo, y la posterior glorificación de la humanidad en la resurrección de Jesús, comporta la divinización del hombre: llegará a ser hijo de Dios, participante de la divina Naturaleza, e incluso, como dicen los Padres, llegará a ser Dios para siempre.
La Iglesia primitiva solo conoció una fiesta, el Día del Señor, la Pascua dominical y anual. Fue en el siglo IV cuando apareció la solemnidad de la venida del Señor entre los hombres. Más que conmemorar un aniversario les movió a los cristianos combatir las fiestas paganas del solsticio de invierno, celebradas en Roma el veinticinco de diciembre y en Egipto el seis de enero. La fiesta fue acogida con gran entusiasmo como reacción contra la herejía arriana, que negaba la divinidad de Jesús, y fue condenada en el concilio de Nicea. Parece que los orígenes de la celebración litúrgica tuvieron lugar en la misma gruta donde nació Jesús en Belén. El emperador Adriano mandó que fuera recubierta por un bosquecillo implantando el culto del dios Adón. En el siglo III fue restituida a los cristianos. Santa Elena construyó en la gruta el año 326 la basílica de la Natividad y posteriormente la fiesta se extendió a Oriente y Occidente. Los concilios de Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia, afirmando la divinidad y humanidad de Cristo y la maternidad divina de María, dieron a la Navidad un desarrollo doctrinal y litúrgico considerable.
¡Hoy es Navidad! ¡Cuántas veces hemos vivido esta maravillosa realidad y nos hemos felicitado unos a otros ¡Feliz Navidad! Pero esta fiesta no hace solo referencia a un suceso histórico. Es también un misterio inasequible que nos desborda y trasciende. Se ofrece a ser vivido por la fe y el amor en profundidades insospechadas. La rutina y la costumbre pueden recluirnos en la superficialidad. Al hombre le hace el amor, la gratuidad y el don. La encarnación del Verbo, del Hijo de Dios, es el pensamiento jamás imaginable, la experiencia vértice jamás sospechada, el máximo don de sí posible de comunicación entrañable de dos naturalezas, divina una y otra humana, en una perfecta unidad de persona. Esto conlleva para nosotros un destino que nos trasciende en Dios. Unos los saben, otros lo presienten y los más lo ignoran. Pero este es el núcleo del máximo acontecimiento de la historia de la humanidad. Consiste en la comunión con el Infinito, el encuentro más sorprendente y dichoso que supera todos los sueños y expectativas. En él Dios y el hombre viven en unidad de persona. Es una persona que vive divinamente lo humano y vive humanamente lo divino.
Juan explica la verdadera hondura de la encarnación de Cristo diciendo que “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). La presencia estable de Dios con nosotros, dentro de nosotros, es el hecho cumbre al que apunta la encarnación de Jesús. En Jesús, Dios no solo está con nosotros. Está del todo. Hasta el límite increíble de una muerte de amor. El Dios Infinito da un salto mortal a la tierra, a cada hombre, y llega a vivir el trance libre de una muerte de amor. Dios entrega a su propio Hijo a la humanidad porque mientras el Hijo esté con nosotros, Dios no nos abandonará. En su Hijo, y con él, nos amará a nosotros en el mismo amor con que le ama a él. Gracias a Cristo, Dios estará siempre con nosotros. Como el agua y la nieve caen y no retornan a los cielos, así el amor de Dios siempre permanecerá con nosotros. Como los montes no cambian ni mudan de lugar, así el amor que Dios nos tiene no se mudará. La muerte de Cristo fue fruto de una experiencia de totalidad. Nos amó “hasta el extremo”, ¡y el extremo de un Dios! La encarnación y muerte de Jesús conlleva el amor infrangible de Dios a nosotros. Y el amor de Dios es Dios mismo en persona. Dios es amor.
La Navidad nos dice que todo hombre tiene valor divino. El valor mismo de Dios está comprometido en favor de todo hombre. La Navidad nos dice que el hombre llega a tener el valor de Dios. La Navidad es amor, es confianza, comunión y convivencia. Solo quien experimenta esta inmensa riqueza en sí mismo, tiende a comunicarla. Si Dios hace su Navidad en nosotros, nosotros debemos ser Navidad de Dios para los hombres. Es imposible vivir la Navidad, ser Navidad y no amar.
Amor saca amor. Es imposible vivir la Navidad y no amar, puesto que, en su fondo, la Navidad es amor. Es todo el amor de Dios al hombre. Hay que amar, pues solo tenemos el amor que damos. El amor es esencialmente relación. No es lo que yo tengo, sino cómo tengo a los demás. Jesús estuvo seguro de su obra porque amó. “Cuando yo sea elevado, atraeré a todos hacia mí” (Jn 3,14). El amor es el verdadero seguimiento de Cristo. Y es la única evangelización posible. Sin amor no hay vida cristiana, ni posible evangelización. Jesús nos mandó hacer lo que él hizo. “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34). Y quiso que lo hiciéramos como memoria suya, representándole y actualizándole. Tenemos que ser imagen fiel de su bondad. La Navidad de Dios hoy consiste en que nosotros, Cuerpo Místico de Cristo, sepamos encarnarnos en los necesitados. Como Jesús, nosotros debemos atraer amando, fascinando. Nosotros le hemos caído en gracia a Dios y a nosotros es el mundo el que debe caernos en gracia. Dios no quiere ser un Dios temido, sino un Dios amado. Y nosotros debemos hacernos amar por nuestras obras. Lo que evangeliza no son los medios, ni los planes solo, sino el testimonio y el amor sincero.
Hermanos: que Dios haga su Navidad en nosotros y que nos ayude a ser nosotros Navidad de Dios para los demás.
Francisco Martínez
e-mail:berit@centroberit.com
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