Lecturas
Hechos 3, 13-15, 17-19 – Salmo 4 – 1ª Juan 2, 1-5a
Lucas 24, 35-48:
En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan. Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: «Paz a vosotros.» Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. Él les dijo: «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo.» Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: «¿Tenéis ahí algo que comer?» Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo: «Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse.» Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto.»
Comentario
ASÍ ESTABA ESCRITO: EL MESÍAS PADECERÁ
Y RESUCITARÁ DE ENTRE LOS MUERTOS
Domingo 3º de Pascua
La resurrección de Jesús es el suceso determinante de nuestra fe. Creída y vivida por la primera comunidad cristiana como verdad central, profusamente fundamentada en el Nuevo Testamento, transmitida como esencial por la Tradición, es predicada por doquier como núcleo primordial del Misterio Pascual junto con la cruz. El evangelio de hoy refleja dos temas clave para la fe: la identidad del Resucitado y la misión de los discípulos.
Después del encuentro de Jesús resucitado con dos discípulos que se alejaban de Jerusalén, camino de Emaús, el Resucitado realiza un encuentro con todo el grupo de discípulos. Primero revela su identidad: “Soy yo mismo”. Aparece en persona, de forma que el grupo se asusta. Se presenta de repente y se deja ver manifiestamente a los ojos de todos y de cada uno. Hace una verdadera demostración de ser él mismo comiendo ante ellos y con ellos manifestándose en su misma realidad de “carme y hueso”. No solo aparece en persona, se presenta él mismo haciendo una demostración de identidad. Apela al ver de los ojos, al palpar de las manos, a la comprobación unánime de todos y de cada uno y, lo que es más decisivo y determinante, apela al testimonio fehaciente de la Escritura. El encuentro es tenso porque lo sucedido en Jerusalén es terriblemente manifiesto y notorio. El acontecimiento es tan intenso que, aun viendo y palpando creen que se trata de un fantasma. Todavía estaban comentando la experiencia habida en el camino de Emaús. Pero, aun alegres y expectantes, permanecen asustados y despavoridos, no salen de su asombro y no acaban de creer a causa de la misma alegría. Ven lo que ven, y les resulta tan increíble que la objetividad más manifiesta se mezcla con el miedo de estar ante un fantasma. Pero es Jesús mismo el que les fuerza a que le vean y palpen, a que observen sus manos, sus pies, su carne y sus huesos, y hasta les pide algo de comer, y de hecho come delante de ellos. Y les instruye con una explicación de la misma Sagrada Escritura. Lo sucedido a Jesús es una profecía cumplida. Tenía que suceder y ellos deben comprenderlo. Jesús mismo les abre la inteligencia. El Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión, el perdón de los pecados a todos los pueblos. No solo esto: todo sucedido Jesús lo reconvierte en misión y les manda predicarlo en todo el mundo, comenzando por Jerusalén.
En la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles, Pedro cura a un inválido, un cojo de nacimiento, y suscita la admiración de la gente. Pedro precisa ante la gente que es por la fe en Jesucristo cómo ocurre la curación. “Matasteis al autor de la vida, pero Dios le resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos”. Pedro llama “hermanos” a los judíos y les disculpa diciendo que mataron a Jesús por ignorancia. El Apóstol quiere destacar que el movimiento de Jesús estaba en continuidad con el Israel del que procedía. Pedro trata a la audiencia de “hermanos”. Es el Dios de Abraham el que está detrás de estos acontecimientos. La comunidad cristiana de Palestina no pensó nunca ser ni una secta de Israel ni una magnitud nueva paralela a Israel.
La segunda lectura tomada de la primera carta de Juan invita a los cristianos a vivir en la luz, atributo de Dios. Vivir en la luz es vivir en la verdad. Lo contrario de la luz es el pecado. La justicia de Jesús convierte al pecador en justo. El cristiano pasa de la oscuridad a la luz que implica conocer a Dios. No un conocer intelectual, sino un conocer afectivo, de hijos que aman. Es una relación de experiencia amorosa.
El evangelio de hoy nos invita al encuentro hondo, dichoso, afectivo, entusiasmado de Jesús. También a nosotros nos dice hoy el Señor: “Soy yo, no tengas miedo”. Creemos, pero inmaduramente. Nuestra fe se apoya mucho en la herencia y en el mimetismo cultural. Tenemos información sobre el Jesús de la historia, pero no fe personalizada en Cristo como misterio actual y presente, no una fe integrada en la eucaristía, en una lectura vivencial del evangelio, en una comunidad viva que desarrolla su comunión en una esperanza sólida. Necesitamos encontrarnos vivencialmente con Cristo en una experiencia intensamente afectiva, ilusionada, ilusionante. Necesitamos saber escucharle personalmente a él diciéndonos “Soy yo, no temas”, porque afectivamente estamos lejos y fríos. El evangelio de hoy es palabra de Dios para nosotros. Y nos afecta de lleno.
Uno de los fallos personales y generacionales de la comunidad cristiana actual es que carecemos de doxología, de la centralidad del Cristo hoy viviente en nuestra vida litúrgica y espiritual. Para una mayoría el Jesús histórico, solo él y en su imagen histórica terrena, el mismo de ayer en Palestina, es el referente permanente y natural en la vida de fe. Sin embargo la misma fe nos dice que Cristo vive hoy con nosotros y en nosotros como mediador siempre vivo y siempre en acto. Nada desciende del cielo sin él y nada asciende al cielo al margen de él. La vida cristiana es Cristo en nosotros como esperanza de resurrección y de gloria. Dios nos ha elegido y predestinado en Cristo y nos ama en él, por él y con él. Mientras él esté con nosotros y en nosotros, el Padre nos ama en el mismo amor con que ama a su propio Hijo. Lo expresó Jesús: “Sin mí no podéis hacer nada”. Nada ni nadie nos podrá separar del amor de Dios que él nos tiene en Cristo, su hijo, dice Pablo a los romanos. Sin él somos nada. Necesitamos de él más que del aire que respiramos. El núcleo de nuestra vida cristiana es la comunión con él por la eucaristía y el evangelio. Los dos unidos, forman a Cristo en nosotros. Nos hacen su cuerpo místico. Con el evangelio solo, tendríamos las palabras de un Ausente. Con la eucaristía sola, tendríamos una presencia muda. Evangelio y eucaristía son inseparables. Ese es el núcleo de la fe: comer el Pan en la forma de Evangelio, o comer el Libro en la forma de Pan. Deberíamos aprender a leer comiendo y a comer leyendo. La eucaristía no solo hace su cuerpo, nos hace a nosotros su cuerpo. Jesús cuando instituye la eucaristía no se dirige a los elementos, sino a las personas. Dice: “tomad… comed… bebed…”. Jesús resucitado apareció a sus discípulos demostrando que estaba y estaría siempre con ellos. También nosotros debemos dejarnos acompañar por él en toda nuestra existencia. Sin compañía la vida se hace muy penosa. Jesús enseña sus manos, sus pies, su costado a los discípulos. Come con ellos. Les asegura que estará siempre con ellos hasta el final de los tiempos. Nada quiere tanto como que le conozcamos y amemos. A esto nos ayuda con seguridad que no falla. Pero es imposible acompañar si no se hace en la corta distancia, en la intimidad y el abrazo. Leamos con el corazón el evangelio y comamos con fe la eucaristía. Nuestra lejanía de Dios es lejanía de nosotros mismos. Nunca nosotros seremos tan nosotros mismos como cuando sepamos situarnos en la presencia viva y vivificante de Cristo en nuestra vida.
Francisco Martínez
email:berit@centroberit.com
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