Lecturas
Hechos 2, 42-47 – Salmo 117 – Pedro 1, 3-9
Juan 20, 19-31:
Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en
medio y les dijo:
«Paz a vosotros».
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo:
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían:
«Hemos visto al Señor».
Pero él les contestó:
«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo:
«Paz a vosotros».
Luego dijo a Tomás:
«Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente».
Contestó Tomás:
«¡Señor mío y Dios mío!».
Jesús le dijo:
«¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto».
Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.
Comentario:
A LOS OCHO DÍAS LLEGÓ JESÚS
2023, 2º Domingo de Pascua
Las tres lecturas de este segundo domingo de Pascua forman una unidad formidable y todas juntas explican muy bien la reacción sorprendente de la comunidad de Jesús en el momento mismo de su resurrección. La lectura pausada de los textos debería provocar en nosotros la valentía de practicar una saludable operación quirúrgica en nuestra mentalidad creyente, que extirpe ideas obsoletas y se abra audazmente a la verdad del evangelio. Esto nos haría a avanzar en el conocimiento admirable de lo que constituye el meollo de la fe pascual.
La primera verdad que nos ofrecen los textos es que la resurrección del Señor no es la de la resucitación de un cadáver que retorna a esta vida temporal y reanuda sus ocupaciones anteriores. El primer y fundamental impacto de la resurrección de Jesús acontece en el cuerpo mismo de la comunidad que experimenta un cambio dramático de ánimo y de comportamiento que revelan la nueva vida glorificada del Señor reflejada en su comunidad. Del cuerpo resucitado y glorioso del Cristo celeste a la comunidad cristiana terrena brota una corriente continua de vida nueva, de Espíritu Santo, que transforma a todos en Cristo. Es una nueva y poderosa intervención de Dios en favor de su pueblo que ahora ya no solo sale de una tierra de esclavitud y es conducido a una tierra fecunda y abundante, sino que es hecho partícipe de la divina naturaleza, y es agraciado con la filiación divina. Es un cambio sorprendente de vida que, de repente, le hace pasar del pánico y la fuga al coraje de presentarse ante las autoridades e inculparlas públicamente del deicidio de Jesús. Si hacen referencia a Jesús es para explicar el origen y la causa. Este hecho se revela tan trascendental que la Pascua de Jesús va a constituir la fiesta, toda la fiesta, de las comunidades cristianas de todos los tiempos. La resurrección, siempre actual y presente, va a ser el gran legado de Jesús a su comunidad de todos los siglos.
Juan describe a María como la persona más afectada por la muerte de Jesús. La sitúa en el sepulcro, acompañando, recordando, amando. Y con ella acontece la primera aparición de Jesús resucitado. María no le reconoce al principio y Jesús ¡le llama “María”!, tal como lo había hecho muchas veces. Pronunciar su nombre, llamarle en aquellas circunstancias de muerte y resurrección, tuvo que causar una sensación inimaginable. ¡Un muerto, un amigo, su Maestro y Señor, muerto y ¡resucitado! ¡Y además llamándole por su nombre! Aquel suceso dichoso, narrado después por María a los apóstoles, se convirtió en un testimonio fehaciente de la tradición constituyente de la Iglesia de todos los siglos. Fue algo verdaderamente trascendental. Y ahora nada impide que sustituyamos el nombre de María por el nuestro. Situémonos nosotros personalmente en la escena, ante Jesús resucitado. Porque la verdad de fondo del evangelio es que Jesús ha resucitado por ti, por mí, por todos. Y, reconociendo en nosotros el infinito amor de Dios, escuchemos nuestro nombre personal pronunciado por el mismo Jesús ¡Fulano! Pon tu nombre personal. Esto no es una suposición. Es una realidad. Y después de centrarnos y concentrarnos en su presencia viviente ante nosotros, digámosle nosotros también: ¡Jesús! Y reaccionemos con corazón agradecido, reconociéndonos dichosamente aludidos.
Jesús resucitado, en sus apariciones, ofrece la paz a sus discípulos. Esta paz no consiste en la ausencia de violencia. La paz de Jesús es una plenitud de vida y de armonía integral. Se expresa en un gran amor y una alegría intensa. Es la dichosa experiencia de una misteriosa “Totalidad”, de Alguien Absoluto, recibido, comulgado e integrado. Es la paz que sobreviene de la abundancia, la de Dios, en nosotros. Es Jesús que nos transfiere su condición divina.
La comunidad apostólica primera es el impacto original de las apariciones de Jesús resucitado. Es lo que acontece de inmediato cuando la comunidad reacciona ante la invitación de Jesús a “tocar” y “palpar”. La Iglesia no es sino la reacción primera y original ante la pascua de Jesús. Ser discípulo de Jesús es dejarse tocar por él, por su misma resurrección, y sentir la necesidad de contarlo y proclamarlo, de compartir y hacerlo compartir. Cuando Dios ama a alguien le pone en contacto gozoso con su comunidad de fe, y le estimula a la máxima integración y participación. Lo más dichoso que puede acontecer hoy en la iglesia es la proliferación de comunidades vivas que se reúnan en nombre de Jesús.
La resurrección de Jesús es un acontecimiento de fe y para la fe. Tomás es un ejemplo paradigmático que representa a todos los incrédulos, a los que preferirían que Jesús hubiera satisfecho su curiosidad, mostrándoles el modo y forma de una resucitación carnal según este mundo, un retorno a la condición temporal y no a la condición gloriosa y trascendente en beneficio de todos, como cabeza beatificante de la nueva humanidad. La resurrección de Jesús se sostiene y se fundamenta en su persona, en su testimonio y palabra. El acceso a ella es la fe. Y la fe es confianza, entrega, amor. Es el máximo camino y apertura al futuro radicalmente nuevo. Nada tiene que ver con la curiosidad, o con lo efímero y aburrido. Jesús, ante la desconfianza y los modos de pensar nuestros, proclama: “Dichosos los que sin ver, creen”. La fe es amor y la no-fe es desamor. Creamos y amemos.
Francisco Martínez
e-mail:berit@centroberit.com
Dejar un comentario
¿Quieres unirte a la conversación?Siéntete libre de contribuir!