Génesis 22, 1-2. 9a. 10-13. 15-18 – Salmo 115 – Romanos 8, 31b-34
Marcos 9, 2-10
En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús: Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Estaban asustados, y no sabía lo que decía. Se formó una nube que los cubrió, y salió una voz de la nube:« Este es mi Hijo amado; escuchadlo» De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos. Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó «No contéis a nadie lo que habéis visto, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos». Esto se les quedó grabado, y discutían qué querría decir aquello de «resucitar de entre los muertos».
ESTE ES MI HIJO, EL AMADO
2º Domingo de Cuaresma
Jesús ha anunciado su muerte violenta en Jerusalén y los discípulos no entienden el mensaje. A ellos les va bien la reputación del Maestro ante el pueblo y confían que se abra ante ellos un futuro esperanzador. Pero Jesús ha estado muy explícito y Pedro se rebela contra el anuncio: “contigo no sucederá eso”. En este contexto acontece la transfiguración de Jesús. Es una presentación del Hijo en resplandores de gloria refrendada por una voz que viene del cielo. Acompañan la escena dos personajes clave del Antiguo Testamento, Moisés y Elías. Se formó una nube que los cubrió a todos y de ella salió la voz que dijo: “Este es mi Hijo amado; escuchadle”. Ahora ya no hay que escuchar a Moisés y Elías, a pesar de la inmensa autoridad que tenían ante el pueblo de Israel. Es Jesús quien anuncia el definitivo Reino de Dios, un destino sorprendente y maravilloso. A él se accede paradójicamente mediante la superación de dificultades y de sufrimientos. Jesús va a padecer. Tras ello, y debido a ello, va a entrar en la gloria. Y con sus discípulos sucederá lo propio. Para animarles, el Señor les “muestra su gloria”. La transfiguración de Jesús, después del primer anuncio de la pasión y después del conjunto de máximas sobre las actitudes esforzadas de sus seguidores, se dirige a superar el miedo y la turbación que se han instalado en los discípulos.
¿Qué sucedió realmente en el relato de la trasfiguración? ¿Cuál fue su contenido real? Las interpretaciones de los exégetas hablan en formas diferentes. Unos se refieren a un acontecimiento histórico que tuvo lugar poco después de la declaración de Pedro. Fue una experiencia sensorial, dicen, en la que Jesús manifestó su gloria en su propia condición física. Otro grupo de intérpretes concibe esta visión como experiencia interna de Pedro, o de los tres discípulos, en la línea de lo que representa el fundamento real del cristianismo histórico. Un grupo distinto habla de un relato de aparición del Jesús resucitado, retrotraído a la época del ministerio público de Jesús. Otros hablan de una interpretación puramente simbólica. Los autores coinciden diciendo que no es fácil hablar de lo que realmente sucedió en la montaña, pero la versión de Marcos cobró enseguida una profunda densidad en la primera comunidad que quedó impactada por medio de una experiencia no fácilmente comunicable y en un clima de oración. Una realidad puede estar cerrada a los ojos materiales y resplandecer intensamente ante la fe del corazón. El relato de Marcos procede de una fuente todavía anterior. Todo sucedió y se trasmitió en un contexto de intensa comunicación con Dios.
La transfiguración del Señor tuvo una enorme resonancia en la primera comunidad. Manifestaba la verdadera identidad de Jesús en el marco de su dramática situación. La conversación con Moisés y Elías se refería “a su muerte que debía acontecer en Jerusalén”. Se trata de un desvelamiento del ser de Jesús que, en la fragilidad de su condición humana, camino de Jerusalén, aparece como el Hijo obediente, el hombre prototipo, pues “la gloria de Dios está en la faz de Cristo” (2 Cor 4,6). La revelación de lo que es el Hijo era revelación de lo que todos estamos llamados a ser en nuestra más profunda identidad. “Cristo es imagen de Dios” (2 Cor 4,4) y nosotros somos imagen de Cristo. “Dios nos predestinó a reproducir la imagen de su Hijo para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos” (R 8,29). “Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos, conforme a la acción del Señor que es Espíritu” (2 Cor 3,18). Dios nos hace “hijos en el Hijo” (Ef 1,5). Así lo afirma Juan: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos porque lo somos” (1 Jn 3,1). Pablo escribe: “Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso” (Fil 3,21). La vida entera del cristiano es transfiguración. El creyente debe reconocerlo y consentir cooperando en el profundo cambio de vida. El verdadero deber del cristiano es llegar a hacer consciente lo que realmente es y sentirse por ello responsablemente dichoso. El drama del hombre, y no digamos del cristiano, es que ha incurrido en una falsa mentalidad que hace centro de la vida lo que solo es periférico, y hace periférico lo que es verdaderamente esencial. El hombre ve muchas cosas, pero no ve el ser. Ve seres vivos, pero no ve la vida. Ve individuos, pero no ve la persona. Ve seres humanos, pero no ve hijos de Dios. Está acostumbrado a vivir de adjetivos, más que de sustantivos. No conoce el Amor, sino solo amorcillos. No conoce la Verdad, sino solo verdades recortadas. No conoce la Felicidad, sino solo placeres o alegrías fragmentadas y transitorias. La superficialidad y embotamiento de nuestro mirar han obrado una inversión lamentable de valores: reservamos el nombre de realidad para lo aparente y caduco y llamamos “abstracción” a lo absoluto y eterno. Hemos perdido el sentido de lo eterno. Hemos diluido nuestra verdadera identidad. Nos perdemos en múltiples problemas, pero no captamos cuál es el verdadero problema. Pretendemos arreglar las goteras de la casa cuando lo que fallan son sus cimientos. De esta forma no podemos entender que lo verdaderamente esencial no puede solucionarse solo corrigiendo sus efectos o consecuencias, sino situándonos en el núcleo del problema. Nos perdemos en múltiples problemas, pero no captamos cuál es el verdadero. Solo con mirada de evangelio podremos captarlo.
La transfiguración de nuestra vida solo es posible adquiriendo una mirada distinta, una mirada de fe y de evangelio. Tenemos que saber pasar de una Iglesia todavía demasiado clerical a una Iglesia verdadero pueblo de Dios. De una Iglesia de cristiandad a una Iglesia misionera. De una Iglesia de ritos a una Iglesia de palabra de Dios. De una Iglesia que se adapta al mundo a una Iglesia de participación en el cambio del mundo. De una Iglesia garantía del orden social a una Iglesia más comprometida con los pobres. De una Iglesia proveedora de servicios religiosos a una Iglesia comunidad responsable en el mundo.
No cabe otro extremo: o con Cristo o contra él. O apóstoles o apóstatas. Debemos controlar mejor nuestra mentalidad que tiende a acomodarse al ambiente. Solo nos transformamos transformando a los demás. Pidamos que Jesús transfigure a la Iglesia y que la Iglesia, nosotros, transfigure al mundo.
Francisco Martínez
e-mail:berit@centroberit.com
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