Lecturas:

Malaquías 3, 19-20a  –  Salmo 97  –  2ª Tesalonicenses 3, 7-12

Lucas 21, 5-19.

En aquel tiempo, como algunos hablaban del templo, de lo bellamente adornado que estaba con piedra de calidad y exvotos, Jesús les dijo:
«Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida».
Ellos le preguntaron:
«Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?».
Él dijo:
«Mirad que nadie os engañe. Porque muchos vendrán en mi nombre diciendo: “Yo soy”, o bien: “Está llegando el tiempo”; no vayáis tras ellos.
Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico.
Porque es necesario que eso ocurra primero, pero el fin no será enseguida».
Entonces les decía:
«Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países, hambres y pestes.
Habrá también fenómenos espantosos y grandes signos en el cielo.
Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, y haciéndoos comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre. Esto os servirá de ocasión para dar testimonio.
Por ello, meteos bien en la cabeza que no tenéis que preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro.
Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os entregarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán a causa de mi nombre.
Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas».

Comentario

CON VUESTRA PERSEVERANCIA SALVARÉIS VUESTRAS ALMAS

2022, 33º Domingo Ordinario

            El año litúrgico está llegando a su fin. Pronto, con la conmemoración de un nuevo Adviento, iniciaremos un nuevo año litúrgico. Ante este hecho, la visión escatológica de la historia cobra un gran relieve en las lecturas bíblicas y en los textos litúrgicos. No podemos ser catastrofistas. Pero el mal uso de la tierra, y la amenaza nuclear evocan el hecho de la consumación final. El mundo camina inexorablemente a su fin y la Iglesia nos exhorta a afrontar consciente y responsablemente este acontecimiento. Debemos estar preparados a la venida definitiva de Cristo.

Dada la necesidad pastoral de nuestro pueblo, una vez más insistimos en lo que constituye el núcleo de la vida cristiana y que ha de ser también lo nuclear de nuestra mentalidad y de nuestra fe comprometida. No viviremos correctamente la vida cristiana si solo tenemos una imagen mental de aquel Jesús histórico que vivió, predicó, murió y resucitó en Palestina y si el marco de nuestra fe lo tenemos reducido a una comprensión puramente moral. Nos faltaría lo esencial. Cristo, él mismo, vive hoy con nosotros y en nosotros, nos habla hoy él mismo, muere y resucita hoy él mismo en nuestras propias vidas, hace fluir hoy desde el cielo, y de forma permanente, una corriente de vida resucitada, de Espíritu Santo, en la comunidad eclesial, su Cuerpo Místico, para que podamos transformarnos en él no solo moralmente, sino místicamente. Esta palabra es un término peligroso. Pues  el pueblo entiende “místico”, como lo irreal, lo que está fuera de la vida real, cuando es precisamente todo lo contrario, lo más verdaderamente real,  lo que acontece por encima de nutro mundo fenoménico y material. ¡Es ya ahora cuando se opera nuestra deificación, nuestra transformación en Cristo. No somos solo cristianos, somos él, su Cuerpo Místico. La celebración del año litúrgico es la plasmación o grabación real de Cristo en nuestras vidas desde la Navidad hasta Pentecostés. Las fiestas no son solo recuerdo de lo que sucedió ayer. Contienen la realidad que conmemoran. Ayer en Palestina. Hoy en nosotros.

El evangelio de hoy pone ante nosotros el discurso de Jesús a la gente que le sigue, acomodada en la explanada del templo, en las vísperas del drama de su pasión. Hay autores modernos que comentan que este discurso es más bien el compendio de una serie de dichos de Jesús esparcidos durante el tiempo de su predicación. La llegada de Jesús y de sus acompañantes a Jerusalén debió suscitar los sentimientos de inmensa admiración que las oleadas de peregrinos experimentaban al acercarse a la ciudad y vislumbrar la fascinante belleza del templo. Los peregrinos, al divisar Jerusalén, contemplaban el templo como una inmensa montaña coronada de nieve, porque estaba construido con un mármol blanco deslumbrante. Por todas partes estaba recubierto de finas planchas de oro, y cuando recibía el primer rayo del sol brillaba con tal resplandor que la gente tenía que apartar la vista para no quedar deslumbrados.

Los discípulos, ya en Jerusalén, ponderan la belleza del templo. Jesús predice su destrucción afirmando que no quedará de él piedra sobre piedra. Los discípulos le preguntan cuándo sucederá esto. Jesús, con un estilo apocalíptico, describe el final, pero no aclara el tiempo de su destrucción. Habla de las persecuciones a las que serán sometidos sus seguidores. Y les recomienda la espera, la fidelidad y la perseverancia. Lucas, cuando escribe su evangelio, conoce la brutal persecución de la Iglesia en aquel mismo momento. Se advierte en su mensaje. Une la misión de la Iglesia y la destrucción del templo y en este contexto anuncia la venida definitiva del Hijo del Hombre para realizar el juicio e instaurar la paz.

Jesús nos invita hoy a nosotros a perseverar en fidelidad. Y este es ahora el núcleo del mensaje para nosotros. Vivimos tiempos de crisis, de indiferencia combativa y de persecución agresiva. Las corrientes de pensamiento de la época moderna no son propicias para la fe. Un vendaval de agnosticismo y de secularización ha recorrido nuestro universo y cunden la indiferencia y la frialdad religiosa. El Renacimiento centró la vivencia de la fe en lo humano y natural. Trasladó la certeza de Dios al hombre. Un gran movimiento de secularización, sin precedentes, recorre nuestra época. Y el problema de fondo es que el hombre moderno, en lugar de buscar lo Absoluto, se busca a sí mismo en la complejidad y superficialidad de las cosas. Ha perdido el sentido de lo eterno, el sentido de Dios.

En este cambio de cultura los cristianos no han actualizado su fe según los principios del Concilio Vaticano II. Cunden las devociones populares ancestrales, y en la vivencia fundamental de la fe, no se ha instaurado todavía un cristocentrismo litúrgico, evangélico, eclesial. La espiritualidad litúrgica, la comprensión de Cristo Mediador siempre en acto en su Iglesia, una organización evangélica del corazón en las personas y la convivencia social entre grupos y tendencias están lejos de ser suficientemente proclamadas y generalizadas. No se ha difundido suficientemente una sana laicidad, ni se ha aclarado adecuadamente la verdadera espiritualidad de los seglares, la de asumir como propia responsabilidad el componer y arreglar según Dios los asuntos seculares. No se ha logrado todavía un sentimiento fuerte y consistente de la espiritualidad del trabajo, del compromiso por la justicia, de la solidaridad entre los pueblos, del equilibrio cultural y económico de las regiones. Los cristianos no estamos todavía responsablemente presentes en el fragor de la lucha social, de las tensiones sociales que provocan los movimientos que originan el desequilibrio económico, la escisión, la distancia, el egoísmo social. No hemos sabido entender todavía el compromiso profético que conlleva la vivencia del bautismo y de la eucaristía como negación del mal, como lucha contra la división y la discordia, como solidaridad social.

Todavía, quienes mantienen vivo un cierto rescoldo de fe cristiana, están retenidos en la mínima exigencia de una salvación final, que además de ser puramente individual, mira exclusivamente al futuro. No sabemos salvarnos salvando de las limitaciones y opresiones que sufren actualmente grandes sectores de la humanidad.

La actualización de la fe cristiana pasa hoy por la inserción alegre y responsable en una comunidad de fe, parroquial o apostólica, por la actualización en cada uno de nosotros del mensaje del Vaticano II y por la animación permanente de nuestras vidas en las lecturas evangélicas de los domingos.

Creer es amar. Y amar es la única afirmación posible de Dios y del prójimo. Amar es iniciarnos ya ahora en la actividad que tendremos gozosamente en el cielo. El cielo es Dios. Dios mismo será nuestra recompensa. Y Dios es amor.  Quien ama está en Dios y Dios está en él. Solo nos salva el amor. Nosotros podemos ayudar a los que sufren y carecen. Pero ellos nos confieren a nosotros el cielo, porque estimulan en nosotros el amor.  Renovemos nuestra vida en la fidelidad a la fe y a la esperanza.

Francisco Martínez

www centroberit.com

e-mail: berit@centroberit.com

 

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