Lecturas:
Hechos 2, 14. 22-33 – Salmo 15 – 1ª Pedro 1, 17-21
Lucas 24, 13-35 :
Aquel mismo día (el primero de la semana), dos de los discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos sesenta estadios;
iban conversando entre ellos de todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discutían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran capaces de reconocerlo.
Él les dijo:
«¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?».
Ellos se detuvieron con aire entristecido, Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le respondió:
«Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?».
Él les dijo:
«¿Qué?».
Ellos le contestaron:
«Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacerdotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron».
Entonces él les dijo:
«¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?».
Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras.
Llegaron cerca de la aldea adonde iban y él simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo:
«Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída».
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron.
Pero él desapareció de su vista.
Y se dijeron el uno al otro:
«¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?».
Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo:
«Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón».
Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Comentario:
LE RECONOCIERON AL PARTIR EL PAN
2023, Domingo tercero de Pascua
Hemos escuchado en el evangelio uno de los relatos clásicos de las apariciones de Jesús resucitado a la comunidad de sus discípulos. En la primitiva Iglesia los bautizados recibían una instrucción especial, la mistagogia, dedicada a ahondar y saborear el misterio vivido el día de la Pascua, al recibir el bautismo. Se trataba de saborear, no solo de aprender y memorizar. Eran iniciados a la vivencia honda de la comunidad que irradiaba una convicción intensa y un entusiasmo penetrante hacia un Cristo no solo conocido, sino vivido.
Lucas relata cómo dos de los discípulos abandonan Jerusalén desalentados, para dirigirse a Emaús. La ejecución de Jesús había puesto fin a su proyecto de vida junto a él, y retornan a su vida anterior. Algunos discípulos se habían escondido en Jerusalén atemorizados, con las puertas bien cerradas, llenos de miedo. Otros huyeron lejos. Una esperanza inicial e ilusionada quedó finalmente derrumbada en todos ellos. El hecho se reproduce hoy. El fenómeno de increencia originado por el pensamiento moderno ha vuelto a debilitar la fe de numerosos cristianos. Muchos, que en un tiempo creyeron, dejaron después de creer. Otros creían que creían, pero nunca llegaron a creer en serio. No pocos se quedaron con un conjunto de observancias y prácticas, más religiosas que cristianas, y careciendo de consistencia, también las fueron abandonando pausadamente. Su fe no era ya sino un residuo religioso, ambiguo y discorde, en relación con la verdad del evangelio.
Jesús subió a los cielos, y lo que era visible en su humanidad corporal, en Palestina, pasó para siempre a los sacramentos de la Iglesia. “No os dejaré huérfanos”, aseguró (Jn 14,18). Los discípulos de Jesús, primero, y los creyentes de todos los siglos, después, estamos obligados a aceptar la ausencia corporal de Jesús, su imagen visible, después de su resurrección. Él subió verdaderamente a los cielos y está allí sentado junto al Padre. Ahora él está también con nosotros, pero de una manera misteriosa, más asombrosa y penetrante. Y debemos asumirla necesariamente. De su cuerpo celeste y glorioso brota hacia la comunidad una corriente de gracia y de Espíritu Santo que, mediante la comunión con el Evangelio y la Eucaristía, la va transformando en su propio Cuerpo Místico.
Creer en esta nueva presencia y sentirse en contacto explícito e intenso con ella, responde a lo más fundamental y estructural de una fe correctamente planteada. Emaús es un evangelio prodigioso que revela el camino necesario del encuentro en quienes, después de la ascensión de Jesús a los cielos, quieren encontrarse en verdad con él. No existe otra vía. Escritura y eucaristía, palabra y pan, he ahí el camino obligado para encontrar hoy a Jesús. Él lo afirma expresamente. “¡Qué necios y torpes sois para creer lo que anunciaron los profetas!” (Lc 24,25). “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24,32), dicen entre sí los discípulos. Sentado Jesús a la mesa con ellos “tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Y a ellos se les abrieron los ojos y lo reconocieron” (Lc 24,30).
Cristo está en su Palabra. En los que la escuchan y acogen. Dios se revela mediante su Palabra, y obra y crea hablando. No hay nada donde no existen las palabras. Hablar es expresarse, transmitir el ser. Es una intimidad que se exterioriza. Pone en común el mundo de quien habla con los que son hablados. El yo no es concebible sin un tú. El hombre necesita hablar y ser hablado no solo para saber, sino para existir y ser. El lenguaje más hermoso es el del amor, el del sentido profundo, el que reflejan los gestos simbólicos cuando decimos algo inefable. La palabra nos saca de nosotros mismos y nos traslada al otro, a lo inexplicable y maravilloso. Nada tan dichoso como decir al otro palabras, cultura, piropos de amor, provocando gozo, alegría, felicidad. Dios, cuando habla, no transmite solo sentimientos. Crea el ser. Nos da su propio Ser.
En las Escrituras está Dios, está su Verbo, su Palabra. Además del sentido original, o del momento en que se produce, tiene un sentido más pleno, espiritual, que es el que la Palabra tiene en cada tiempo y lugar en el correr de la historia. La relectura sucesiva de la palabra de Dios es algo constitutivo del texto. Es una palabra que se escribió para ser proclamada siempre en las asambleas reunidas, como viva y actual. Jesús es su Palabra. Cuando en la liturgia se proclama esta Palabra, “es Cristo mismo quien habla”, dice el Vaticano II (SC 7). Oír, acogerle, es comulgarle, comer su cuerpo. Cuando el evangelio es proclamado, tenemos que permanecer en actitud de comunión, no solo para saber, sino para vivir. La palabra no es solo concepto, sino vida. Es la persona misma. Escuchar es entrar en comunión.
Jesús está también en el pan compartido. Dar pan, hacerse pan para el otro, es entrar dentro de él, vivir en él. En la eucaristía no comemos pan material, comemos la persona y vida de Jesús, su amor, sus sentimientos. Decir que Cristo es pan de vida es decir que sus dichos y discursos, sus parábolas, su intimidad personal pasan a ser nuestra propia vida. Él mismo se hace vida dada. Es verdadera comunión de vidas. La comunión se produce cuando comemos el pan en la forma del evangelio proclamado. No hay comunión sacramental del pan donde no hay comunión espiritual de la palabra. Cuando oímos el evangelio y después comemos el pan, comemos a Jesús en la forma que el evangelio proclama. Comer a Jesús es ser él, dejarle ser en nuestra vida y mentalidad. Cuando uno come eucaristía y evangelio, su vida es Cristo.
Los discípulos de Emaús hicieron una confesión preciosa que tiene sentido perenne y universal. “¿No ardía nuestro corazón mientras nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24,32). “Explicar las Escrituras” significa abrirse a la amistad personal con Jesús. Es decir, abrirse a su persona, a sus sentimientos, a su evangelio. Saber solo muchos catecismos e incluso teología, no es suficiente. Nuestro cristianismo actual tiene una carencia imperiosa de Cristo, de vivencia personal con él. No es lo mismo saber sobre Cristo que saber a Cristo. Sin Cristo no hay cristianismo. Sin una relación personal, de amigo, de esposo, de padre, no hay fe viva. La fe es original e inexorablemente relación personal. El cristianismo, antes que un sistema de dogmas y de normas, antes que una religión, antes que una práctica “religiosa”, es una persona, Jesucristo. A los discípulos de Emaús, que ya conocían y seguían a Jesús, el Resucitado les abrió los ojos. Y ellos no solo lo conocieron, sino que lo reconocieron en su corazón, afectivamente. Y este es nuestro camino. Que Jesús ponga su evangelio en nuestro corazón, en nuestras motivaciones y sentimientos.
Francisco Martínez
e-mail:berit@centroberit.com
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