Lecturas

Génesis 2, 7-9; 3, 1-7  –  Salmo 50  –  Romanos 5, 12-19

Mateo 4, 1-11:

En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al fin sintió hambre.
El tentador se le acercó y le dijo:
«Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes».
Pero él le contestó:
«Está escrito: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”».
Entonces el diablo lo llevó a la ciudad santa, lo puso en el alero del templo y le dijo:
«Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti y te sostendrán en sus manos, para que tu pie no tropiece con las piedras”».
Jesús le dijo:
«También está escrito: “No tentarás al Señor, tu Dios”».
De nuevo el diablo lo llevó a un monte altísimo y le mostró los
reinos del mundo y su gloria, y le dijo:
«Todo esto te daré, si te postras y me adoras».
Entonces le dijo Jesús:
«Vete, Satanás, porque está escrito: “Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto”».
Entonces lo dejó el diablo, y he aquí que se acercaron los ángeles y lo servían.

Comentario:

LAS TENTACIONES DE JESÚS Y LAS NUESTRAS

2023, Primer domingo de Cuaresma (A)

  Cada año retorna la primavera y, con ella, llega también la pascua. La pascua es la presencia hoy del Cristo resucitado y glorioso para renovar a la comunidad cristiana en su propia muerte y resurrección. Nuestra mentalidad, rutinaria e inconsciente, atascada en la superficialidad, ha ido reduciendo la Semana Santa a un paréntesis de tiempo en el que quedamos más libres y recordamos los sucesos principales en torno a la muerte histórica de Cristo, representándolos bien en las celebraciones litúrgicas, bien en formas escénicas en plazas y calles. Para no pocos, en especial para cofrades y portadores de “pasos” de la pasión, lo que acapara la atención es la vistosa exterioridad de tales celebraciones. Un número creciente de creyentes reduce el acontecimiento de la semana santa al disfrute de vacaciones. Otros hacen de ella ocasión de turismo. Deberíamos tener la audacia de repensar y renovar con más acierto lo que para nosotros es el corazón de la nuestra vida cristiana, lo más sustantivo de nuestra temporalidad y de nuestra eternidad. En estos días santos nuestro Buen Padre, Dios, nos regala la Pascua para que aquello que en su Hijo encarnado fue historia, hoy sea en nosotros, ¡lo mismo!, misteriosa vivencia precisa y veraz, es decir, conmorir y corresucitar con él. No celebramos, pues, el aniversario del Calvario, sino su misma realidad misteriosa, ahora actualizada y representada en nosotros. No nos quedamos en un Cristo recordado. La liturgia nos propone un Cristo vivido. Lo que ayer fue historia, en él es hoy vida transformante nosotros. La pascua, en su fondo último, es la venida de Cristo resucitado para renovar a la comunidad creyente en su propia vida gloriosa. Esto es lo verdaderamente importante para todo creyente.

La clave de la cuaresma no es, pues, la austeridad o la penitencia en sí misma. Tampoco es reducible a enseñanza o moral. Es un misterio, es decir, una presencia divina en relación esencial con el momento clave de la historia universal: el de la pasión, muerte, sepultura, resurrección y ascensión de Jesucristo. Estos no son ahora sucesos separados. Si los consideramos en su sucesión cronológica es porque nosotros somos incapaces de abarcar al mismo tiempo la profunda unidad que los traba. Pero lo que aconteció una vez en la historia de la humanidad, se actualiza hoy, todo unido, en el entramado de la liturgia, implicando ahora a la comunidad entera, a cada uno de nosotros, como agentes activos y principales en las celebraciones. Las celebraciones pascuales no son mero recuerdo, contienen para nosotros la realidad misma que conmemoran. No son algo que sucedió, sino algo que está sucediendo, que debe suceder, hoy. Hay quienes aprovechan este tiempo para hacer lo que les viene en gana. Para un cristiano esto es un sinsentido. Estos días nos comprometen del todo con absoluta prioridad. Son el tiempo de la comunidad. Son resurrección de Jesús en nosotros. Nosotros tenemos que saber percibir este misterioso presente, no dejarlo pasar, descubrirlo y revivirlo en nuestro contexto histórico. Es un gran reto.

El meollo de este tiempo santo es la cruz de Jesús como expresión de un amor único y sobresaliente. La fuerza y el poder de Dios de Dios es Cristo en la cruz. Más que puro instrumento de tortura es signo y prueba de un amor extremo que no se rompe, aunque nos rompan la vida. Es precisamente cuando Jesús expira en la cruz el momento en que el centurión confiesa “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mt 27,54). Jesús toma posesión de su señorío real precisamente en el trono de la cruz. Su verdadera relación con Dios es descubierta en el momento de la máxima debilidad. No precisamente cuando él se afirma Hijo de Dios, sino cuando es ultrajado, escupido, masacrado. Él, entonces, habla de perdón, no de justicia. Para la mentalidad de los judíos, y también la nuestra, Dios no podría soportar la humillación de su enviado. Jesús rompe con esta idea dominante de Dios en todos nosotros. Es un Dios que ha cambiado su omnipotencia por la impotencia y asume el sufrimiento que cuesta amar, perdonar, reconciliar. Dios sufre por el hombre. El silencio de Dios no es su última palabra. El no intervencionismo de Dios ante el mal en el mundo significa solo que Dios rechaza las soluciones fáciles y parciales. Dios sufre porque ante el pecado del hombre quiere la salvación de los ofendidos y también la de los ofensores. La última palabra de Dios es un amor total y universal. Cristo murió, dio su vida a gusto “siendo nosotros pecadores” (R 5,8). No se limitó a un fácil indulto. Por nosotros se hizo “pecado” (2 Cor 5,21) y “maldición” (Gal 3,13). Pagó con creces por nosotros porque se solidarizó con nosotros poniéndose en nuestro lugar.

Y esta es la realidad que hoy narra el evangelio. Jesús, ante la dificultad, amó de forma radical y total, tomó nuestra misma naturaleza humana, asumió sobre sí nuestros males y tentaciones y donde nosotros caemos, el triunfó. Jesús, en la cruz, renunció a obrar como un Dios todopoderoso. Se hizo íntimamente solidario de nuestros males. Los asumió como propios. “Le vimos cargado con todos nuestros males” (cf Is 53,2ss). Venció victimándose. Fue vencedor siendo víctima a la vez. Y nos mandó a nosotros hacer lo mismo, amando incluso a los que nos hacen mal, a nuestros propios enemigos.

Jesús, en las tentaciones, no solo vence el mal, lo hace de la forma que Dios quiere, no imponiéndose, no venciendo, sino convenciendo. Se apoya solo en la bondad, la solidaridad, la misericordia. Jesús ayuna durante cuarenta días y tiene hambre. El diablo le provoca diciéndole que convierta las piedras en pan. El tentador apela al poder mágico que tanto fascina a los hombres, no a la voluntad de Dios. Quiere cambiar la sumisión a Dios y la confianza en él por la complacencia personal. Jesús rechaza esta tentación. El diablo entonces, le lleva al alero del templo y le aconseja que se eche al vacío en la seguridad de que Dios enviará a sus ángeles para que no tropiece en las piedras. Esto es tentar a Dios. Es obligarle sin motivo a una intervención extraordinaria, fuera de las leyes naturales, y en provecho propio. Es salirse del todo del programa del Padre centrado en la cruz. Jesús rechaza la tentación. El diablo le lleva a un monte alto desde donde se divisan todos los reinos del mundo. Y le propone “todo esto te daré si postrándote me adoras”. Es la tentación de la idolatría, del poder propio sustituyendo a la fidelidad a Dios. Jesús prefiere amar, el sufrimiento de la cruz, la obediencia al Padre. No solo lo que el Padre quiere, sino de la forma que quiere el Padre.

Jesús nos invita a vencer nuestras tentaciones no solo haciendo la voluntad de Dios, sino haciéndola, además, en la forma querida por él. Nos invita a salir de nuestro egoísmo y a comprometernos con el proyecto de Dios, no en la neutralidad pasiva, ni tampoco haciendo cosas buenas, sino haciendo lo que debemos hacer según lo piden las necesidades de nuestro ambiente, tanto familiar, como social y creyente. La voluntad de Dios es el bien de los demás en lo más concreto de su necesidad.

La cuaresma nos invita a salir de nuestras ocupaciones individuales, a salir de nuestro falso “tiempo libre”, y a asumir intensamente el proyecto de Cristo de vivir con él y de morir y resucitar con él, asumiendo la vida y necesidades de los otros. Invita a no utilizar más “mi” Iglesia, “mi” parroquia, “mi” comunidad solo o preferentemente como lugar de actos piadosos, a “salvarme” yo solo, sino como espacio de iniciativa y compromiso misionero hacia fuera, presente en los grandes problemas de la gente, en la frialdad e indiferencia religiosa, en la insolidaridad social, la pobreza de formación y de fe.

La cuaresma nos invita también al compromiso social, diciendo “no” a la ideología que suplanta la verdad, al partidismo rígido que ignora el bien común, a cualquier tipo de poder que no da prioridad de atención al bien común de los más pobres y de los que padecen mayor necesidad. Jesús murió y nosotros debemos morir al mal, a todo el mal.

Francisco Martínez

www.centroberit.com

e-mail:berit@centroberit.com

0 comentarios

Dejar un comentario

¿Quieres unirte a la conversación?
Siéntete libre de contribuir!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *