Lecturas
Hechos 10, 34a, 37-43 – Salmo 117 – Colosenses 3, 1-4
Secuencia
Juan 20, 1-9:
Al primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.
Comentario
¡HEMOS RESUCITADO CON CRISTO!
Hermanos, ¡felicidades y enhorabuena! Lo que la Revelación y la liturgia celebran en esta noche santa no es solo que Jesús resucitó ayer, y que ahora hacemos presente aquel suceso con el recuerdo y la memoria. Debemos situarnos adecuadamente ante la verdad del evangelio. Esta verdad nos dice que la resurrección de Jesús y nuestra vida cristiana cotidiana están inexorablemente unidas en su misma hondura. La Iglesia, en esta noche santa, celebra “nuestra” resurrección en Cristo. Gracias al Bautismo y a la Eucaristía ¡Cristo es nuestra Pascua! ¡Aleluya! ¡Demos gracias a Dios! En consecuencia, estamos viviendo el suceso más grande de la historia del que nosotros somos destinatarios dichosos y sujetos activos.
La muerte es el suceso más infausto de la vida del hombre. En la experiencia universal es el límite absoluto e infranqueable del pensamiento y del poder humano. Solo Dios puede salvar el foso entre la muerte y la vida. Y lo ha hecho poderosamente resucitando a Jesús y resucitándonos a nosotros con él. La ejecución de Jesús representaba un desastre definitivo. Hacía de su mensaje un error. Dispersaba inexorablemente a su pequeña comunidad. Resultaba una catástrofe definitiva. ¿Cómo podría nadie mantener la absurda pretensión de hacer de un ejecutado el germen y fundamento de un designio trascendente y universal?
La resurrección de Jesús no tiene analogías ni paralelos. Se realiza en el espacio misterioso de la fe, es testimoniada por la Revelación y queda reflejada en la experiencia incontestable de la comunidad primitiva. En su realidad profunda esta resurrección de Jesús es muy diferente de la imaginada por la mentalidad e imaginería popular. ¿Qué hicieron los evangelizadores de ayer y qué hacemos los de hoy para que la resurrección de Cristo responda mejor al evangelio y sea, más que un suceso histórico admirable, que Dios quiso ciertamente ocultar, el verdadero fundamento de la vida cristiana del pueblo, que es precisamente lo que Dios quiere en realidad? La resurrección de Jesús no acontece a la manera de la resucitación de un cadáver, como el de Lázaro. El relato histórico, sucesivo y detallado, obedece a la necesidad de una expresión catequética del misterio realizado. La pintura y el arte hablan así. La fe no. No se puede reducir la fe a la cultura, sino poner la cultura al servicio de la fe. Separar la resurrección de Jesús de la vida cristiana de los creyentes es una incongruencia que distorsiona la fe. Ha representado un máximo estrago para la fe y piedad del pueblo durante siglos. Quien se queda únicamente con la imagen del Jesús histórico, y no ha integrado en su conocimiento a la comunidad cristiana como cuerpo místico suyo, difícilmente podrá disfrutar de la verdadera realidad de la fe.
Para Juan y Pablo la resurrección de Cristo y la vivificación espiritual de la comunidad son el mismo acontecimiento. Casi siempre que hablan de la resurrección de Jesús se están refiriendo a la vida creyente del pueblo, a lo acontecido visiblemente en la comunidad de los discípulos. Ninguno de ellos se entretiene en describir lo sucedido en el cuerpo físico de Jesús. Al referirse a la resurrección de Jesús resaltan con abundancia lo acontecido asombrosamente en la comunidad. Hablan de la revelación misteriosa de una poderosa acción del Padre que “ha resucitado a Jesús de entre los muertos”, “lo ha glorificado”, “lo ha exaltado a su derecha“, “lo ha constituido Masías y Señor”. Y es esta poderosa intervención de Dios lo que cambia dramáticamente la vida entera de la comunidad. ¡Y cómo la cambia!
Se trata de una admirable convergencia de hechos como fruto y resultado de una acción misteriosa del Espíritu que va del cuerpo espiritual y vivificante del resucitado al cuerpo de la primera comunidad y con destino a la humanidad entera. La comunidad, en su propia experiencia, comprueba fuertemente que Jesús está vivo. El hecho queda comprobado en un repentino y fascinante cambio de vida de la comunidad que, saliendo de sus escondites de pánico y miedo, se presenta valiente ante los poderosos echándoles en cara que “han matado al autor de la vida”. Y esto aparece repentinamente como resultado de la irrupción del Espíritu de Dios en la comunidad. El mensaje es: Jesús ha resucitado y nos está ya resucitando a nosotros en su propia resurrección.
Dios ha querido que nos encontremos con el mensaje de la resurrección de Jesús no por la vía de la curiosidad, sino de la fe. El acontecimiento no pertenece a la fenomenología ordinaria. Los que solo quieren ver con los ojos de la cara le confunden con el hortelano, un fantasma, un vulgar caminante. Muestran titubeos y dudas. Y esto acontece también con Tomás y los once. El mismo Jesús señala incontestablemente el camino: “¡Dichosos los que sin haber visto creen!”. Creer en una persona es algo mucho más poderoso y diferente que el simple milagro.
Gracias a la irrupción de la resurrección de Jesús en su comunidad, y a la venida de su Espíritu a nuestros corazones, él es para todos nosotros no solo un Cristo narrado, sino un Cristo vivido. En consecuencia Cristo va inexorablemente unido a nuestra experiencia personal de fe. Transmitimos la resurrección de Jesús a los demás no si somos solo enseñantes, sino testigos de su vida nueva. Si hablan nuestra fe y nuestro testimonio de vida. Cristo ya ahora anticipa en nosotros la vida eterna, gracias a su resurrección que él hace la nuestra. Y esto es decisivo. Porque si Dios es amor, resucitar es amar. Quien ama acoge la vida de Dios y anticipa la vida eterna. La Pascua es todo el amor de Dios a nosotros. Es amor del Padre que nos entrega a su Hijo. El amor del Hijo que se entrega hasta la muerte por nosotros. El amor del Espíritu que quiere morar siempre en nosotros como prenda y señal de la gloria anticipada.
Hermanos: ¡Enhorabuena y felicidades! porque, resucitando Cristo, nos está resucitando ya anticipadamente con él.
Francisco Martínez
e-mail:berit@centroberit.com
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