Lecturas:

Daniel 7, 9-10 . 13-14  –  Salmo 96  –  2ª Pedro 1, 16-19

Mateo 17, 1-9:

En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.»
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.»
Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»

Comentario:

TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR

2023, 18º Domingo Ordinario

 

Jesús ha anunciado su ejecución en Jerusalén y los discípulos están muy lejos de entender el mensaje del Maestro. Pedro se rebela contra el anuncio: “contigo no sucederá eso”. En este contexto acontece la transfiguración de Jesús. Es una presentación del Hijo por parte del Padre materializada en una voz que viene del cielo, contrastando la figura de dos personajes del Antiguo Testamento, Moisés y Elías que representan la Ley y los Profetas. Para comprender bien la importancia del hecho hay que verlo en su contexto. Jesús acababa de hacer mención de “ver el reino de Dios”. Y es aquí donde los discípulos “vieron su gloria”, la de Jesús, que no solo es el Mesías, sino el Hijo y el Elegido. Ahora ya no hay que escuchar a Moisés y Elías, aun dada su decisiva importancia. Ahora Jesús se destaca a solas. Lucas pretende establecer una conexión entre este episodio y la condición gloriosa de Jesús después de resucitar. Jesús ha de padecer y es así como debe entrar en la gloria.

¿Qué es lo que sucedió realmente en el relato de la transfiguración? ¿Cuál fue su realidad? Los estudiosos de la Biblia hablan de distintita forma. Unos señalan un acontecimiento histórico que implicó una experiencia sensorial de lo que realmente aconteció. Jesús, en su condición corporal, experimentó la gloria. Y eso mismo es lo que los discípulos también contemplaron. Otros conciben la visión como una experiencia interna de Pedro y de los otros discípulos apuntando a la transfiguración que representa el cristianismo. Un tercer grupo de exégetas hablan de un relato de aparición del Resucitado, retraído a la época del ministerio de Jesús. Un cuarto grupo habla de una interpretación simbólica, un modo de presentar a Jesús como Hijo del Padre en una aparición figurada. No es fácil aceptar una explicación excluyendo todas las demás. La cierto es que la trasfiguración cobró una profunda densidad ya desde los inicios y quedó confirmada por una rica experiencia en la vivencia de la fe y de la oración cristianas. Es también evidente que esta escena pretende representar una verdadera visión anticipada del paraíso.

La escena de la transfiguración de Jesús, a pesar de los resplandores de la   manifestación divina, se desarrolla “mientras Jesús oraba”. Es decir, comporta una experiencia íntima en la que Jesús experimenta su propia transformación-revelación. Manifiesta su propia identidad en el marco de su dramática situación. La conversación con Moisés y Elías se refería “a su muerte que iba a consumar en Jerusalén”. Se trata de un “desvelamiento” del ser de Jesús que, en la fragilidad de su debilidad humana, camino de Jerusalén, aparece como el Hijo obediente, el Hombre prototípico, “el primogénito de muchos hermanos” (R 8,29). Por eso, la revelación del ser íntimo de Jesús -el Hijo-, es al mismo tiempo la revelación de lo que somos nosotros en nuestra más profunda identidad, “hijos en el Hijo” (Ef 1,5). Así lo dice la primera carta de Juan: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos, pues ¡lo somos!” (1 Jn 3,1). Y Pablo: “Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso” (Fil 3,21).

La transfiguración es el reflejo de la divinidad a través de la humanidad. Es Dios en nosotros, como es en sí, haciendo notar su divinidad. Somos nosotros mismos en Dios. Es la divinización del hombre. Es lo que somos, lo que estamos destinados a ser, salidos de “la mano” del “Padre Creador”, sus “hijos”, cuya vida es divina dentro de nosotros, pues dentro de nosotros habita la misma vida divina de Dios. Todos los seres humanos somos “hijos”. “Somos linaje de Dios” (Hch 17,28-29). Esa es nuestra más profunda dignidad anclada en la misma entraña del ser humano, vivificado por Dios, pues compartimos su Espíritu, su misma vida. Es, por tanto, nuestra transformación oculta en la humildad de nuestra carne. El tope de nuestra tradición filosófica afirma que el hombre es un fin en sí mismo y que nadie puede convertirlo en instrumento para nada ni para nadie. Esto mismo afirma la Declaración de los Derechos Humanos. Pero el evangelio va infinitamente más lejos. Adquiere en Cristo una dimensión absoluta e infinita. En él, al identificarnos con él, nos transfiguramos en Dios. Con él y en él en mí hay mucho más que yo. Y en ti hay mucho más que tú mismo. Es él en nosotros como lo mejor de nosotros mismos. Lo que la transfiguración de Jesús revela es que el proceso completo de su vida, o “el amor hasta el extremo”, esta semilla de Dios que hay en el hombre, alcanza su plenitud en la presencia luminosa de Dios en Jesús, el Hijo, y en la presencia luminosa de Jesús en nosotros, sus hermanos, que siendo “hijos en el Hijo” es como alcanzamos nuestra verdadera identidad y vocación personal. La transfiguración de Jesús es la revelación de nuestro camino y de nuestra identidad eterna.

La transfiguración de Jesús revela su condición de Enviado y de Hijo, y también la de sus seguidores. Seguirle es ser iluminados y dejarse iluminar con la Luz de Dios. La frialdad, la indiferencia, el legalismo son signos de insuficiencia y de perversión. Suponen ignorancia, disminución y desprecio. La verdadera llamada comporta no solo instrucción sino iniciación y sabiduría y conlleva una infinita carga de asombro y de atracción. No hay verdadero encuentro con Jesús si no somos antes debidamente iluminados y atraídos, si la fe no muestra la dichosa capacidad de transparentar la nueva identidad y vocación. Resulta evidente que la calidad de la evangelización y de la catequesis actual no es suficiente para contener el enorme éxodo de los creyentes hacia la increencia y la indiferencia. Entonces, si los cristianos no tenemos la capacidad de evangelizar la cultura agnóstica, será esta misma cultura la que hará agnósticos a los cristianos. Y esto está sucediendo. Si los cristianos no fascinamos es que no evangelizamos. La pobreza de la evangelización actual, y la calidad tibia del testimonio de la vida social de los creyentes, están en la raíz de la situación de indiferencia hoy tan generalizada. Nunca la vulgaridad redime la frialdad. Sin “buenas noticias”, sin capacidad de asombro, no es posible la transfiguración del hombre actual.  Hoy adquiere una peculiar verdad que lo que evangeliza no son las palabras, es la vida y el testimonio convencido. Pero los cristianos no asombramos ni fascinamos. No siempre son luminosas las noticias sobre comunidades cristianas, o sus responsables, que divulga la prensa diaria. Todavía, en la mentalidad de muchos, la identidad cristiana queda y reducida solo, o preferentemente, al simple cumplimiento observante de normas y preceptos. Todavía ser creyentes, para muchos, está enmarcado en el límite anodino y vulgar de “ser solo buenos”, no de estar trasfigurados y divinizados en Cristo y de ser transfiguradores de la realidad social, cultural, económica. Todavía la vida cristiana es, en la enseñanza de muchos, obra del hombre, no de Dios en el hombre. Todavía la mayoría de hombres de nuestro mundo ignoran la acción dinámica y el protagonismo propio del Espíritu Santo por el cual los iniciados no solo piensan, son iluminados; no solo actúan, son movidos y conmovidos por él.

Que Cristo nuestra vida y que nosotros seamos capaces de transfigurar la vida personal y social.

Francisco Martínez

www.centroberit.com

e-mail:berit@centroberit.com

 

 

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