Lecturas:
1ª Reyes 19, 4-8 – Salmo 33 – Efesios 4, 30 – 5, 2
Juan 6, 44-51: En aquel tiempo, los judíos criticaban a Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo», y decían: «¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?»
Jesús tomó la palabra y les dijo: «No critiquéis. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: «Serán todos discípulos de Dios.»
Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Comentario
YO SOY EL PAN VIVO QUE HA BAJADO DEL CIELO
2021, 19º domingo ordinario
En la sinagoga de Cafarnaúm continúa el largo discurso de Jesús sobre el pan de vida que comenzamos a leer el domingo anterior. Cuando Jesús dice “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo” los oyentes perciben una resonancia del pasaje del Éxodo sobre el maná en el desierto, del que ya hablábamos el domingo anterior. Y lo que ocurrió entonces con los israelitas, acontece ahora a los que escuchan a Jesús: comienzan a murmurar y le interrumpen. Pero ahora ya no es la muchedumbre la que interpela, sino “los judíos”, un grupo hostil a Jesús. Ponen en entredicho a Jesús por razón de sus orígenes normales. “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre?”. Jesús aprovecha la circunstancia para reconducir a sus interlocutores a lo que es el núcleo de su predicación. Su contestación va claramente en la línea de una triple afirmación: 1) Todos serán un día enseñados directamente por Dios. 2) Jesús se dice abiertamente pan vivo bajado del cielo y añade que quien coma de él vivirá para siempre. 3) El pan es su carne, que da vida al mundo.
La murmuración del auditorio de Jesús pone de manifiesto la dificultad de acoger el misterio de una encarnación en la que Jesús, como decimos en el Credo, “bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo se encarnó de la Virgen María y se hizo hombre…”. El evangelista Juan conoce bien el escándalo y la provocación que ayer representaba, y también hoy, que un hombre de la calle se diga verdaderamente hijo de Dios. Pero Jesús habla con claridad progresiva y evoca los libros proféticos para impactar y cambiar la incredulidad de sus oyentes y situarles en la pista de una fe verdadera. Toda la Biblia habla de Jesús, de su cuerpo visible y de la Iglesia, su cuerpo místico. Ambos visibilizan los signos o señales de la salvación para toda la humanidad. “A Dios nadie lo ha visto jamás. Dios Unigénito que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer”, dice Jesús. Los que escuchan son dócilmente conducidos a Dios. Dios infinito e invisible, escoge lo pequeño y visible para manifestarse en medio del mundo. Para Jesús la vida creyente se basa en una experiencia salvadora que abre al futuro. Quien oye a Jesús y cree es ya ahora conducido por el Padre. Jesús insiste en que él es el pan de vida, el pan que baja del cielo. Es un pan que, comido, otorga vida eterna. Jesús va siendo más explícito y sus afirmaciones son más terminantes. El contacto con él transforma. Y lleva a la fe. Jesús asegura. “El que cree tiene vida eterna”. No dice “tendrá”, en futuro, sino tiene ya, en el presente. Quien se une a Jesús empieza aquí y ahora a poseer la vida divina de la que él habla y que emana de él. Él en persona es pan del cielo que transforma a los que le reciben. La eucaristía no solo hace el cuerpo de Cristo, nos hace también a nosotros cuerpo de Cristo. Es común unión con Cristo. Es todo el amor del Padre al Hijo extendido a nosotros.
La eucaristía nos hace ser él. El pan es para el hombre, no el hombre para el pan. Pero hoy la fe y praxis o de la eucaristía anda en crisis en los cristianos. El descenso de la práctica dominical, y el abandono de los sacramentos, es muy lamentable. Se precisa una renovación profunda y no aparecen todavía los agentes que la lideren.
El Concilio Vaticano II es luz clara, pero padece en la Iglesia de hoy un extraño bloqueo. Nos dice que “la liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia, y al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza” (SC 10). Expresa también el principio fundamental de una renovación acertada cuando afirma: “Los pastores de almas deben vigilar para que en la acción litúrgica no solo se observen las leyes relativas a la celebración válida y lícita, sino también para que los fieles participen en ella consciente, activa y fructuosamente” (SC 11). Esta recomendación la presenta el concilio como la instancia más apremiante de la Iglesia en estos últimos tiempos: “Los pastores de almas fomenten con diligencia y paciencia la educación litúrgica y la participación activa de los fieles, interna y externa, conforme a su edad, condición, género de vida y grado de cultura religiosa, cumpliendo así una de las funciones principales del fiel dispensador de los misterios de Dios, y en este punto guíen a su rebaño no solo de palabra, sino también con el ejemplo” (SC 19).
En el evangelio los enfermos tocan a Jesús y si lo hacen con fe son curados. Los sacramentos son toques del mismo Jesús que siempre sana y libera. Jesús no es solo inspirador y creador de la eucaristía, sino su verdadero celebrante perenne. En la eucaristía Jesús es vencedor haciéndose la víctima de todo el mal del mundo. Vence no derrotando, sino amando. La Eucaristía es ahora su misma pasión y muerte celebrada ahora por nosotros y en nosotros. Nuestra sanación está en sus manos. “Si quieres puedes curarme” le dijo el leproso (Mt 8,2). Y Jesús está deseoso de que pidamos, como lo hizo ayer con el ciego: “¿qué quieres que te haga?” (Mc 10,51).
La Eucaristía es Palabra que ilumina y es Pan que alimenta. Palabra y vida entran en el hombre y lo transforman si él se deja transformar. En el corazón de la eucaristía está la cruz, es decir, el don generoso de la vida, el amor y misericordia de Dios en Cristo. Comulgar es apropiarse de ese amor propio de Dios. Es ver mejor y amar más. Si comulgando no cambiamos es que comemos con la boca, pero no con el corazón. Y este es nuestro drama espiritual. Nuestras incongruencias de fe son muchas y profundas. Un ejemplo. El Papa Francisco acaba de publicar un documento importante, “Tradictionis custodes”, en relación con la llamada Misa Tridentina, practicada férreamente por algunos grupos que exigen una celebración totalmente en latín. Esto impide la participación activa y consciente que el Vaticano II quiere para todos. El mismo Vaticano II estableció para toda la Iglesia la celebración basada en el principio de las lenguas vivas. Jesús mostró como fin principal de su venida la búsqueda de sentido de la vida del hombre y la defensa de la dignidad humana en todos los hombres que sufren. Dio absoluta prioridad a la lucha contra el mal y contra el sufrimiento de las personas. La Iglesia tiene que discernir, si su presencia en el mundo y su actuación está o no abiertamente alineada con el Evangelio de Jesús. Pero no parece que el sufrimiento de la gente sea la mayor preocupación en la presencia y la actividad de muchos cristianos. Es muy importante que nos preguntemos si la lucha contra el sufrimiento de las personas ocupa la centralidad de nuestra actividad, como lo fue para Jesús Ni el culto, ni el clero, ni mucho menos la misa en latín, deberían ser una preocupación preferente en los momentos críticos en los que el hombre tanto sufre. Frecuentemente, el alejamiento de Dios por parte de la gente es consecuencia de nuestro alejamiento de los que sufren y que provoca agnosticismo y rechazo.
Francisco Martínez
e-mail:berit@centroberit.com
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