Lecturas:

Daniel 12, 1-3  –  Salmo 15  –  Hebreos 10, 11-14, 18

Maros 13, 24-32: En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte. Aprended de esta parábola de la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán, aunque el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre.»

Comentario:

REUNIRÁ A LOS ELEGIDOS DE LOS CUATRO VIENTOS

2021 Domingo 33º Ordinario

Estamos tocando ya el fin del año litúrgico. Su finalidad es siempre la formación de Cristo en nuestra vida. El evangelio de hoy nos ofrece la imagen del fin del mundo, de Marcos, con el fin de suscitar en nosotros una actitud de discernimiento y de autenticidad.

El ministerio de Jesús en Jerusalén toca a su fin y sus enemigos traman su ejecución y muerte. En la vida y muerte de Jesús estamos implicados todos porque afectan al sentido mismo de nuestra existencia. El mundo tiene un final y todos nosotros estamos indefectiblemente implicados en él. Con certeza moriremos. Pero Cristo nos resucitará y vendrá a comprobar cómo vamos de amor. Tenemos que ser sensatos y precavidos. El problema es que Dios, en Cristo, se ha encarnado en nosotros y para nosotros, y nos ha abierto un destino glorioso. Ha hecho de nosotros ciudadanos del cielo. La magnitud del don exige fidelidad. Y ahora viene a constatar cómo andamos de veracidad y lealtad.

Marcos nos entrega el mensaje de Jesús sobre el juicio final. El evangelio hace referencia a este discurso  escatológico que tiene un talante apocalíptico con elementos proféticos y exhortativos. Habla de la caducidad de todas las cosas, de las  persecuciones de los buenos, de la gran tribulación de Jerusalén, de la manifestación gloriosa del Hijo del Hombre. Exhorta a la fidelidad y a la vigilancia. Lo más importante de este capítulo es el anuncio de la nueva venida del Hijo de Hombre. Utiliza la visión del libro de Daniel tocada con trazos de cataclismos cósmicos y la intervención de los ángeles. En este contexto aparece la serena imagen de una higuera dando frutos abundantes en la llegada de la primavera, e invita a leer los signos de los tiempos. En ese final absoluto emerge la figura de Dios Padre como invitación a la confianza, a la serenidad y esperanza. Como enviado suyo aparece el Hijo del Hombre “con gran poder y gloria”, Jesús de Nazaret, evangelio vivo, que con su palabra y ejemplo vivió alentando a sus discípulos a hacer de la vida y de la convivencia una organización evangélica del corazón. En su predicación invitó a todos a llevar el evangelio a la vida y la vida al evangelio, insistiendo en que permaneciéramos y perseverásemos en él.

La evocación del juicio final es una apremiante invitación a vivir en la verdad y autenticidad, a realizarnos hoy en función de la vida eterna. Jesús nos invita a “despojarnos del hombre viejo y a revestirnos del nuevo”. Nos recuerda que “el que ama su vida, la pierde. Y el que odia su vida en este mundo, la guarda para la vida eterna” (Jn 12,25).

El evangelio del que Jesús nos habla tiene como centro el Reino de Dios. Este Reino de Dios, dice él, está ya dentro de nosotros mismos. Jesús proclama enfáticamente que somos alguien que “debe nacer” y alguien que “debe morir”. “Quien no nace de lo alto, no puede ver el reino de Dios” (Jn 3,3). “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, permanece infecundo” (Jn 12,24). Hay, pues, una vida en cada uno de nosotros que tiene que terminar. Es la del “hombre viejo”, como dice Pablo (Col 3,9). Se trata de “mi misma vida”, de “mi propio Yo”. Jesús con contundencia habla de “Negarse a sí mismo”. Habla con radicalidad, sin atenuaciones. Mi “yo” es mi “ego”, es decir, el pensamiento que tengo de mí y sobre mí, constituido en rector de mi intimidad e interioridad y de mi vida de relación. Todo lo acaecido en mi vida lo tengo registrado en mi memoria. Y lo tengo de forma agradable o desagradable. Cuando vienen nuevas experiencias reacciono, consciente o inconscientemente, con agrado o desagrado, con placer o rechazo, de acuerdo a los sentimientos que tengo ya registrados en el pasado. Los sentimientos generan deseos y los deseos hacen la vida, son la vida. Somos lo que amamos y deseamos. La capacidad de pensar y discernir con acierto depende en nosotros de la capacidad de ser interiormente libres, de “ser hoy conscientes”, de “darnos cuenta de lo que es hoy”, “no de lo que fue ayer”, no de lo ya conocido y pasado, no de lo ya encomendado a la memoria. Ante la visión del fin del mundo, y de mi propio fin, debo discernir, reflexionar, meditar hoy. ¿Pero soy capaz de hacerlo sin prejuicios? Muy difícilmente. No tengo claridad suficiente. No puedo iluminar la noche del desierto con una simple cerilla. No se puede ver claro cuando la ceguera es profunda. En lo referente a Dios y a la vida eterna soy como el ciego del evangelio. Necesito ver, pero solo puedo hacerlo con la ayuda de la fe. Debo hacer conciencia de mi incapacidad y pedir al Señor que me permita ver.

Resulta evidente que el pensamiento que procede de la memoria de mi pasado no es suficiente, ni capaz,  para vivir una vida luminosa, nueva, de futuro. La prueba es que no tenemos una fe entusiasmada. Y no podemos ver lo nuevo a través de lo viejo, de lo insuficiente o adverso. Cuando encaro la vida desde lo antiguo, desde la memoria de lo pasado, vivo el presente, que es vivo y real, a través de lo antiguo, que es muerto e irreal, pues ya pasó. Vemos el todo a través de una parte. Entonces mi vida no es la realidad, sino los conceptos, imágenes, palabras del pasado, de lo que hoy está ya muerto y es irreal, pues ya pasó. La vida del pensamiento-memoria no es la realidad, sino un simple recuerdo del pasado. Aíslan al hombre y le hacen perder contacto con la realidad. Debemos sumergirnos en el presente haciendo posible el futuro, y anticipándolo.

La consecuencia de lo dicho nos lleva a una conclusión penosa: muchos no tienen a Dios, sino solo una imagen mental de Dios. No están situados en la historia grande y única de la salvación, sino empeñados en una salvación pequeña y fragmentaria de apetencias y caprichos personales. No han aprendido a situarse ante su presencia viva, a dejase tocar y transformar por él, a dejarse iluminar y amar por él, a dejarse impregnar por el evangelio. Conocen un Dios conceptual, un Dios sin calor ni vida. Si solo tenemos conceptos o ideas sobre Dios nunca experimentaremos, y nunca cambiaremos. Debemos hacer nueva conciencia y mentalizarnos. “Vigilad”, nos dice el Señor.

La solución es descubrir la presencia actual del Dios viviente, iniciándonos en la vivencia y experiencia personal, utilizando no solo la memoria o conocimientos de ayer, sino el de hoy, el que procede de la revelación, de la sabiduría y del amor de Dios.

Francisco Martínez

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