Lecturas:

1ª Samuel 26, 7-9. 12-13. 22-23  –  Salmo 102  –

1ª Corintios 15, 45-49

Lucas 6, 27-38: En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «A los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite la capa, déjale también la túnica. A quien te pide, dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames. Tratad a los demás como queréis que ellos os traten. Pues, si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien sólo a los que os hacen bien, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis sólo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores, con intención de cobrárselo. ¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante. La medida que uséis, la usarán con vosotros.»

Comentario:

SED MISERICORDIOSOSCOMO VUESTRO PADRE

DEL CIELO ES MISERICORDIOSO

2022, 7º Domingo ordinario

            Lucas, después de exponer las bienaventuranzas y malaventuranzas, abre una nueva sección dentro del mismo contexto. Constituye el tema dominante del evangelio de este domingo y se refiere al perdón y a la reconciliación. Representa el vértice del mensaje de Jesús y es, desde luego, lo más determinante y característico de su predicación. Si el mundo lo asumiera conocería la paz y el  progreso más asombroso. Este evangelio viene precedido de una lectura del primer libro de Samuel que nos relata el comportamiento magnánimo de David al respetar la vida de Saúl, su enemigo. La segunda lectura escuchada pertenece a la primera carta de Pablo a los corintios y nos habla del cristiano como imagen en la tierra del hombre celeste. Nosotros, los cristianos, solemos gloriarnos de la doctrina cimera del perdón de los enemigos, pero nos sentimos heridos cuando nos ofenden y no sabemos reaccionar bien cuando llega el caso. En contraste con nuestros sentimientos impulsivos, Jesús nos lleva al modelo del perdón total. Dios, al que le debemos la vida, y por eso llamamos Padre, es también el Padre de los que consideramos enemigos. Y la ofensa al hijo es también ofensa al Padre. Jesús llegó al extremo de pedir al Padre perdón por aquellos que en aquel mismo momento le estaban quitando la vida alegando que no sabían lo que estaban haciendo. Este testimonio es para nosotros guía y mandato. Jesús nos habla expresamente del amor a los enemigos. Bajo la denominación genérica de enemigos, enumera diversas situaciones en las que hay que mantener ese amor. Enemigo, para Jesús, es el que odia, el que excluye, el que insulta, el que de una manera u otra se opone al grupo de los discípulos de Cristo. Jesús enseña que hay que amar también en estos casos. Nunca, en la historia de la humanidad, se había afirmado con tanta fuerza la necesidad de amar en supuestos tan extremos.

Jesús no se detiene enunciando principios. Desciende a una casuística que está en la calle, en la vida cotidiana. Y pide “hacer el bien a los que nos odian”. Manda “bendecir a los que os maldicen”. Para él no es suficiente la actitud pasiva ante la maldición pronunciada por el enemigo. Hay que responder con una respuesta positiva de bendición. Y añade: “Orad por los que os injurian” poniendo de relieve el carácter  universal y absoluto de su vigencia. Jesús afirma que si un discípulo suyo, precisamente por serlo, recibe una bofetada, como señal de injuria y desprecio, debe aceptar la ofensa e incluso debe estar dispuesto a recibir otra bofetada, como muestra del espíritu de amor que debe caracterizar al verdadero seguidor suyo. “Al que te quite la capa, déjale también la túnica”, dice Jesús, y “a quien te pide dale; al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames”, significando que hay que ir más allá en el amor incluso cuando el prójimo vaya más allá en la ofensa. Jesús formula la llamada regla de oro del amor fraterno: “Tratad a los demás como queréis que ellos os traten”. Es un resumen categórico del amor a los enemigos. Jesús con esto trasciende la mera reciprocidad. Y lo señala con claridad: ”Pues si amáis solo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacéis bien  solo a los que os hacen bien ¿qué mérito tenéis? También los pecadores lo hacen. Y si prestáis  solo cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a otros pecadores con intención de cobrárselo” (Lc 6,33s).

Jesús insiste en el amor a los enemigos acumulando verbos que hacen patente la actitud radical de servicio y, sobre todo, el motivo y medida de todo, que es la misma bondad y misericordia del Padre. Merece la pena que lo escuchemos atentamente: “¡No! Amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada: tendréis un gran premio y seréis hijos del Altísimo, que es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante” (Lc 6,27s). Insistimos en la causa y raíz de este comportamiento. Es el amor del Padre a aquellos a quienes nosotros ofendemos. Mateo precisa que seamos “perfectos” como el Padre (Mt 5,48). Lucas lo traduce diciendo que seamos “misericordiosos” como el Padre (6,36). El no juzgar no se refiere solo a no remitir a los jueces en el ámbito jurídico, sino a la inclinación de todo hombre a juzgar y condenar a los demás. Es decir, Jesús reclama la radicalidad y totalidad de la misericordia en el corazón. No se puede pedir más.

Una de las formas perversas de convivencia social y eclesial es la condena de los otros. Condenamos en exceso. Y condenar es un signo de debilidad. Porque todos, y no solo unos pocos, somos pecadores. Y solo hallará perdón aquel que perdona. Según Jesús, convertirse, perdonar, es ser causante de alegría del cielo. “Hay más alegría en los cielos por un pecador que se convierte…” (Lc 15,7). Dios no condena nunca, perdona siempre. La magnitud del perdón lo demuestra la muerte del Hijo: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros pecadores, murió por nosotros” (R 5,8). “Quien a su propio Hijo no perdonó, sino que por amor lo entregó a la muerte…” (R 8,32). La muerte del Hijo es el perdón de Dios al hombre. Jesús, por amor al hombre pecador no se perdonó a sí mismo: “Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20). “Y Dios, a quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser  justicia de Dios en él (2 Cor 5,21).

La doctrina sobre el perdón a los enemigos es siempre actual y apremiante. Y es oportuna en extremo especialmente en nuestro momento social y eclesial. Los grupos políticos suelen escenificar a diario en la pantalla pública de los Medios la descalificación sistemática de sus oponentes. Se enquistan en el error pretencioso de presuponer que solo es verdad y bueno lo que siempre hacen los de casa, y perverso y erróneo lo que hacen siempre los rivales. El tema de la misericordia también resulta oportuno en el actual momento eclesial, debido a la tumultuosa denuncia de los abusos inmorales de personas y grupos en el pasado y hoy. El sufrimiento de las víctimas requiere indudablemente atención y reparación justa. Un cristiano debe acatar y respetar en conciencia las decisiones civiles de la justicia humana. Debe, además, aborrecer la complicidad moral del silencio y ocultamiento. Por ser cristiano debe, también, ser testigo de la misericordia. Jesús no sustrajo ningún pecado a una misericordia radical y sincera. La dificultad está en conciliar los extremos. Y muy importante también: debe no limitarse a condenar. Debe subvenir a la necesidad de sanar y corregir, de reeducar y rehabilitar. Pensemos como pensemos, ante el evangelio de hoy, la última palabra del cristiano es siempre la misericordia y el perdón, una misericordia que no debe nunca, desde luego, minusvalorar a los ofendidos. La razón es que Dios es Padre de todos y que no existe pecado en la tierra o en los infiernos que no haya sido redimido por Cristo con su propia sangre. Un mundo en el que pecan solo unos pocos, es falso: “El que esté limpio que tire la primera piedra” (Jn 8,7).  No es honesto acusar y no acusarse. Él nos ha mandado el perdón y la misericordia incluso en los extremos más extremos, como lo hizo él en la cruz.

Hermanos: leamos lentamente, y muchas veces, el evangelio del perdón y de la misericordia, y hagamos una organización evangélica de nuestra vida y de nuestros sentimientos.

Francisco Martínez

www.centroberit.com

e-mail:berit@centroberit.com

 

 

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