Lecturas
Baruc 5, 1-9  –  Salmo 125  –  Filipenses 1, 4-6. 8-11

Lucas 3, 1-6: En el año decimoquinto del imperio del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea, y su hermano Felipe tretarca de Iturea y Traconítide, y Lisanio ttetrarca de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto.
Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías:
«Voz del que grita en el desierto:
Preparad el camino del Señor,
allanad sus senderos;
los valles serán rellenados,
los montes y colinas serán rebajador;
lo torcido será enderezado,
lo escabroso será camino llano.
Y toda carne verá la salvación de Dios».

Comentario:

TODA CARNE VERÁ LA SALVACIÓN DE DIOS

Segundo Domingo de Adviento

            Estamos en el segundo domingo del adviento y Lucas, en el evangelio, nos pone el foco en la figura de Juan el Bautista que, junto con María, la otra protagonista de este tiempo litúrgico, nos exhortan a preparar el camino al Señor. Para el evangelista está sobreviniendo la encarnación de Dios en la tierra, el momento crítico de la historia del mundo, y esto provoca gran expectación. “Todos, afirma el Bautista, van a ver la salvación de Dios”. Va a acontecer no en un futuro lejano, escatológico, sino en el aquí y ahora del tiempo marcado por concretas circunstancias políticas y sociales, “en el año 15 del emperador Tiberio”, en el mandato preciso de personajes importantes que marcan y determinan la historia, de “emperadores”, “gobernadores” y “sumos sacerdotes” reconocidos. Sus nombres están teñidos de violencia y corrupción pues llenan de sufrimiento a los pobres, y Dios, a pesar de todo, se empeña en hacerse presente en la historia de los oprimidos para curar y renovar. La salvación va a abrirse paso en este mismo escenario del mal. La palabra de Dios viene al desierto, allí donde ha crecido Juan, curtido en  la soledad y la penitencia. El desierto es el lugar donde quedan silenciadas las instancias el mundo. Es el lugar de la verdad. No es un destino, sino un punto de partida. En el ruido no se oye a Dios. Por el desierto pasaron Juan y Jesús porque es allí donde se puede escuchar con menos interferencias la misión confiada. El mensaje del desierto es la conversión. Juan lo enuncia así: “preparad el camino del Señor; allanad sus senderos; elévense los valles; desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece; lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios”. Es tiempo sagrado de revisión y renovación. Debemos sensibilizarnos y reflejar inquietud. Cuando no logramos una cita pronta del médico, protestamos.  La salud lo primero. Sin embargo espiritualmente no procedemos así. Tenemos un problema grave. Estamos enfermos y no lo sabemos. Estamos alienados. Somos ambiente. Padecemos un contagio maligno y convivimos a gusto con él. Estamos extraviados y permanecemos a gusto.

Somos un verdadero problema, personal, social y espiritual. Deberíamos tener conciencia clara de ello. Tenemos un problema personal porque vivimos en función de lo que nos gusta más que en ser útiles a los demás. Cultivamos más el interés que la gratuidad. Nos preocupa más tener que ser. Vivimos nuestra vida más que la de los otros. No maduramos ni crecemos en gratuidad y generosidad. No cultivamos suficientemente el sentido y horizonte último de la vida.

Tenemos un problema social porque vivimos ausentes de los escenarios donde el hombre actual sufre: la pobreza y miseria, la indiferencia, el paro, los desequilibrios económicos, la epidemia con sus derivaciones y consecuencias, la incompetencia y crispación política, la emigración, el cuarto mundo con su incapacidad de autorredimirse, la incultura, la banalización de los sentimientos y afectos humanos, no estar abiertos a una sana autocrítica ni dejarnos juzgar por los otros para mejorar la convivencia humana y las situaciones difíciles y penosas, y el abandono masivo de la fe.

Tenemos un grave problema espiritual, pues decimos que vamos a Dios y no salimos de nosotros mismos. Creemos tener a un Dios Personal y vivo y solo tenemos una imagen conceptual de él. Pensamos que vamos a Dios, pero no salimos de nosotros mismos. Nos estancamos en devociones populares, o a lo más en el Jesús de la historia, ignorando el misterio de Cristo hoy actual en nuestras vidas, no activando su muerte, su resurrección y su estancia en los cielos, por medio de la lectura evangélica y la celebración de los sacramentos. Decimos que amamos a Dios y no practicamos una organización evangélica del corazón y de los sentimientos meditando y asimilando los evangelios.

El mensaje de Juan es claro: “Convertíos,  porque se acerca el reino de Dios”. Este reino de Dios está determinado por el hecho transcendental de la encarnación del Hijo de Dios que nos afecta a todos. En él Dios y el hombre no forman sino una sola persona humano-divina, Jesucristo. Es este el mayor misterio de la historia. En él un hombre singular posee el conocimiento y el amor propios de Dios. Y los tiene en función de cabeza y principio de la nueva humanidad. Dios lo ha constituido primogénito de una creación destinada a correalizar la vida y la felicidad de Dios. Todo hombre, en Cristo, es imagen de Dios. Dios le ha convocado a un fin que rebasa su estructura nativa, el ser solo humanidad. Al hombre, lo que es por creación, no le basta para ser lo que debe ser, partícipe de la condición divina. Lo decisivo del hombre es su ser en Cristo, ser imagen de Cristo. No imagen estática, como una fotografía, sino dinámica, como lo es un hijo en relación con su padre. No imagen muerta, sino viva, porque es capaz de correalizar con él el mismo conocimiento y el mismo amor de Cristo. Cristo es la novedad radical y absoluta del hombre. Más allá de Cristo, el hombre no encuentra nada. Cristo introduce en el mundo el amor filial que agrada a Dios. Él ama divinamente a Dios y vive en nosotros para que, amando nosotros, en nosotros esté él amando al Padre.

La conversión que nos pide el Bautista ante la venida del Mesías es no solo moral, no equivale a un simple cambiar de conducta. Se fundamenta en el hecho de que no dejamos a Dios ser el Dios de nuestra vida. Es que no recibimos al Hijo y no nos configuramos con él. La mayor ofensa a Dios es no creer en su amor. Miramos la cruz como una fatalidad histórica que no nos afecta ahora a nosotros. No hemos alcanzado a creer que lo más grande que ha ocurrido en nuestra vida es que un Dios haya muerto de amor por nosotros. Hermanos: conozcamos y amemos más a Dios, pues la lejanía de Dios es lejanía de nosotros mismos.

Francisco Martínez

www.centroberit.com

e-mail:berit@centroberit.com

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