Lecturas

2ªSamuel 5, 1-3  –  Salmo 121  –  Colosenses 1, 12-20

Lucas 23, 35-43:

En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo:
«A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».
Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo:
«Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
Había también por encima de él un letrero:
«Este es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:
«¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía:
«¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha hecho nada malo».
Y decía:
«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».
Jesús le dijo:
«En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».

Comentario:

TÚ LO DICES, YO SOY REY

2022, último domingo, 20 de noviembre

            Hoy es el último domingo del año litúrgico y la Iglesia lo celebra insertando en él la solemnidad de Jesucristo como Rey del universo. Esta fiesta fue instituida por el Papa Pío XI el 11 de marzo de 1925 mediante la encíclica Quas primas y desde ese instante se celebró cada año el último domingo de octubre, antes de Todos los Santos. La Iglesia experimentaba entonces un tenso trance de secularización y el Papa quiso reafirmar la soberanía de Cristo en instituciones, pueblos y naciones. Pretendió que todos los Estados, que pasaban por una situación marcadamente anticlerical, reconocieran públicamente a Cristo como Rey de reyes y le consagrasen pueblos y naciones. La Iglesia trató de que ciertos partidos y sindicatos de inspiración cristiana, reafirmando la realeza de Cristo Rey, defendieran la iniciativa del Papa.

El concilio Vaticano II imprimió un nuevo sentido a esta fiesta en el contexto del nuevo clima que, lejos de reivindicar el poder temporal de la Iglesia, favorecía su presencia servicial y testimonial en el mundo. Para ello, primero, la enmarcó en una nueva ambientación litúrgica. Los textos elegidos acentúan la realeza de Jesús y el servicio de la Iglesia a la sociedad. Esta realeza de Cristo en la Iglesia no aparecía ahora nimbada de poder y de esplendor humanos, sino de justicia, de servicio social y fraterno y de caridad. Se cambió también el día en el calendario y pasó a celebrarse el último domingo del año litúrgico, como culminación y conclusión de la vivencia del misterio pascual. Las fiestas no se reducen a simple recuerdo del pasado. Contienen la realidad que conmemoran. Lo que ayer fue historia, hoy es realidad de gracia. Cristo es Rey si el año litúrgico ha cumplido su objetivo: la formación a lo vivo de su persona en la comunidad por la transformación evangélica del corazón y de los sentimientos.

Si queremos situarnos en la verdad honda de la nueva fiesta, debemos encontrarla necesariamente en el poder del amor sufrido: el amor que Cristo nos tiene y el amor que él quiere que le profesemos. Es el amor sufrido de la cruz. Es un amor divino por su origen y también por su naturaleza, porque procede de Dios y es de Dios. Pablo lo describe en su carta a los colosenses diciendo que el Padre “nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados” (Col 1,13). El reinado de Cristo no se expresa con leyes, con vínculos legales y morales de mera consistencia humana y jurídica, sino en el amor que se sigue del don de la filiación divina vivida. El nuevo Reino de Dios es, en su fondo, un gran amor filial y fraterno que fascina y atrae y asombra gozosamente a los hombres. Pablo escribe: “revestíos del amor, que es el vínculo de la perfección” (Col 3,14). En última instancia el reinado de Cristo consiste en una poderosa atracción divina que tiene como motor al mismo Espíritu de Jesús. Jesús dijo: “Nadie puede venir a mí si no es atraído por el Padre” (Jn 6,44). Se entra y se permanece en el Reino nuevo dejándonos atraer por el Padre. Esa atracción es la misma que estuvo presente en la cruz cuando “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único” (Jn 3,16). La cruz es todo el amor del Padre al mundo. El amor del Padre a los hombres es el Hijo entregándole libremente por nosotros. Dios no optó por su omnipotencia, prefirió la impotencia de un amor sufrido y generoso. Prefirió ser amado a ser temido. Lo que para muchos es debilidad y locura, para los elegidos es poder y sabiduría de Dios. Jesús vivió el trance de la cruz no como resignación a las fuerzas del mal, sino como “amor extremo aceptado”. “Nadie me quita la vida, yo por mí mismo la doy” (Jn 10,18). Jesús mismo comentó: “Cuando yo sea elevado, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32). La carta a los Hebreos afirma que “soportó la cruz sin tener en cuenta la ignominia” (Hbr 12,2). El gesto de la cruz solo podemos comprenderlo a la luz del Espíritu. Entenderlo requiere ser previamente iluminado. La elevación de la cruz es la entronización y visibilización del máximo amor de la historia, el de Cristo. A pesar de la frialdad e indiferencia imperantes hoy, es evidente que lo más fascinante que nos ha ocurrido a los hombres en la historia es que Dios haya muerto por amor a cada uno de nosotros.

La realidad del Reino de Dios en nosotros requiere que remodelemos evangélicamente nuestras relaciones con Dios, como Padre, y nuestras relaciones humanas viendo en cada hombre, en todos los hombres, a un verdadero hermano. Las dos realidades van profundamente unidas. Efectivamente, la vida cristiana no es solo el esfuerzo humano. No es primordialmente lo que el hombre hace, sino lo que Dios hace en el hombre. Todo en ello es iniciativa de Dios. Es comunión de vida con el Padre y con el Hijo. Juan relaciona la caridad, el amor de Dios, con el nuevo nacimiento cristiano. Para él amar significa haber nacido de Dios. Por la caridad Dios ama como Padre y nosotros amamos como hijos y hermanos. “Todo el que ama al que le engendró, ama al engendrado de él” (1 Jn 5,1). Para Juan el amor de Dios es inconcebible sin el amor al hombre. El fundamento de nuestro amor a los hombres es el mismo amor que Dios nos tiene y el amor que nosotros tenemos a Dios. Cristianos son los que aman. Amar es un asunto de nacimiento. La novedad del amor fraterno no es solo su intensidad, o amarnos sin medida, sino su origen y naturaleza: cuando nosotros amamos es Dios mismo quien ama en nosotros porque el amor es de él. Todo amor nace en él y le pertenece. Jesús se identifica con el que ama y se identifica también con todos aquellos a quienes amamos, sobre todo, los pobres y los que sufren. Creer es amar. La catequesis, en su fondo, es, y debería ser, la iniciación al amor fraterno. Pero la realidad es otra: somos iniciados en el conocimiento, pero no somos iniciados en el hecho de amar. Y ello es necesario.

La afirmación de la realeza de Jesús tiene su fundamentación en el Nuevo Testamento, pero es ya allí donde revela una naturaleza absolutamente diferente. Jesús no se opone al testimonio de Natanael “Tú eres el rey de Israel” (Jn 1,49), ni al de Pilatos “¿Eres tú el rey de los judíos?” (Mc 15,2). No reniega del título, pero explica la naturaleza de este reino diciendo que “no es de este mundo”. No se basa en el poder ni en la ley humanos, sino en la dependencia de un amor generoso y entregado. Jesús lo manifiesta a través de la paciencia y del dominio del mal, ante los gestos brutales que, en la flagelación, le vilipendian y le ponen a prueba unos soldados sin escrúpulos y sin humanidad. Jesús vence el mal con el bien, el escarnio y la infamia con la bondad extrema y responde con misericordia a la bestialidad, con dominio soberano sobre el sufrimiento y el mal en sus múltiples expresiones y consecuencias. Es en la cruz, para quien tiene mirada de fe, donde resplandece esta realeza. En el letrero de condena se afirma “Jesús, rey de los judíos”. Los seguidores de Jesús somos súbditos siendo creyentes, cuando nos domina el amor, cuando nos dejamos arrancar por Dios del dominio de las tinieblas y trasladar al reino de su Hijo, en quien tenemos la redención (Col 1,13). Cristo es bondad y gratuidad, generosidad y misericordia. El hombre es reacción violenta, rebeldía, independencia, egoísmo, codicia, afán de ganancia. El mundo del hombre es el interés. El mundo de Cristo es la bondad total, la caridad, la misericordia. El hombre vive para sí. Cristo vive para nosotros. El programa del hombre es dominar a los demás. El programa de Cristo es la expropiación de sí en la cruz y en la eucaristía dando su vida divina y humana, y dándose en comida a todos. El programa de los Estados son los derechos humanos. El de Cristo compartir sus derechos humanos y divinos para que los hombres reinen con él en la gloria de Dios Padre.

Francisco Martínez

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e-mail:berit@centroberit.com

 

 

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