Lecturas
Reyes (19,9a.11-13a)
Sal 84, 9ab-10. 11-12. 13-14
Romanos (9,1-5)
Mateo (14,22-33)
Después de que la gente se hubo saciado, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente.
Y, después de despedir a la gente, subió al monte a solas para orar. Llegada la noche, estaba allí solo.
Mientras tanto, la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario.
A la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma. Jesús les dijo en seguida:
«¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!». Pedro le contestó:
«Señor, si eres tú, mándame ir a ti andando sobre el agua». Él le dijo:
«Ven».
Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó:
«Señor, sálvame».
Enseguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo:
«¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?». En cuanto subieron a la barca, amainó el viento. Los de la barca se postraron ante él, diciendo:
«Realmente eres Hijo de Dios».
MÁNDAME IR HACIA TI ANDANDO SOBRE EL AGUA
Hemos escuchado en el evangelio el relato de Jesús caminando sobre las olas encrespadas del mar al encuentro de sus discípulos angustiados en la pequeña barca hecha juguete de las olas. Es una escena discipular que tiene como fondo la educación de la fe de los discípulos. En el ambiente, ante la forma de hablar y obrar de Jesús, flota un fuerte interrogante ¿quién es realmente este hombre? La explicación no tiene nada de teórica. Hablan los hechos que apuntan al núcleo mismo de un seguimiento tan radical y total que hará afirmar a Jesús: “Sin mí no podéis nada” (Jn 15,5). Mateo muestra especial interés por la preeminencia de la persona de Pedro en el que aparecen tanto su firmeza de creyente como su debilidad en el seguimiento. Camina sobre las aguas, pero se hunde cuando intenta acercarse a Jesús.
Jesús, concluida su intervención ante el pueblo, impone un fin rápido y brusco. Como indica en su lugar Juan, la multitud, después de la multiplicación de los panes, quiere proclamar rey a Jesús. En las circunstancias de entonces, un entusiasmo intenso y masivo en torno a un líder, podría fácilmente derivar en un sentimiento de insurrección contra la dominación romana. Roma solía aplastar con dureza cualquier apariencia de ello. Evidentemente, la idea que golpeaba la mente de la multitud y la de algunos discípulos era la de Jesús como un mesías liberador del pueblo. El ambiente y la oportunidad lo propiciaban. Ante la idea errónea de un mesianismo desfigurado por unos y otros, Jesús reacciona con energía. Ordena marchar inmediatamente a los discípulos en barca hacia la otra orilla del lago, despide a la gente y él se evade solo a un monte a orar. El momento lo requiere.
Jesús, cuando hablaba, nada quería tanto como encontrar buena acogida en la gente. Pero en esta ocasión en la muchedumbre bulleron ideas favorables a un mesianismo temporal. Jesús reacciona enérgicamente. Disuelve la reunión enviando a los discípulos a la orilla opuesta, remite a la gente a sus casas y él se adentra en el monte, amparado por la oscuridad de la noche, para orar a solas. Jesús se sitúa cara a cara con el Padre. Con él y ante él contempla otro horizonte, otro proyecto muy distinto del de las multitudes. Ora la vida, su misión, la realidad que está viviendo y lo hace tan intensamente que inaugura una nueva era desde el punto de vista de la oración. En ella vive el mundo de Dios como su propio mundo, alejado de vanos protagonismos. La oración de Jesús emerge en él de su condición de Hijo. La comunión con el Padre es la respiración de su alma, su secreto más profundo. La oración le es tan connatural como la respiración. La dependencia filial es la vida de su alma. La oración de Jesús es comprometida. Lejos de aislarlo de los hombres, lo hunde más profundamente en el corazón de su misión. Siente a lo vivo las dificultades internas que conlleva la fidelidad, hacer la voluntad de Dios. Y él asiente, consiente y comulga. Es fiel. Ora para vencer. Ora intensamente de forma que siempre se pone de parte del Padre.
El evangelio nos ha descrito a Jesús dando de comer a la multitud e inmediatamente lo sitúa emergiendo de nuevo ante sus discípulos que se debaten en las olas del mar. El contraste es inmenso. Jesús aparece en la soledad serena de la noche mientras que sus discípulos luchan contra el fragor de las olas navegando solos, sin él. La barca marcha batida por las olas, porque el viento era contrario. Mateo, en este contraste, evoca la vida real de la Iglesia que navega como una barca en peligro. Jesús se hace presente educando la fe de sus discípulos, hombres de mar, que conocen la experiencia del abandono a sus propias fuerzas ante las olas encrespadas. La Iglesia conoce la persecución ya desde sus inicios y siempre ha hallado un contrapunto de paz y serenidad al poder decir: “el Señor está con nosotros” (28,20). El mensaje esencial de Jesús a los discípulos atemorizados es “¡Soy yo!”. Mateo, ahondando más en el tema, intercala aquí un episodio protagonizado por Pedro: su encuentro con Jesús caminando sobre un mar alborotado. Ante el temor de los discípulos, que creen ver un fantasma, Jesús les dice, “¡Ánimo! Soy yo, no temáis”. Y Pedro, respondiendo, suplica: “Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas”. Jesús le dice “ven”. Y bajando Pedro de la barca, caminó sobre las aguas y se fue hacia Jesús. Pero al sentir el viento, tuvo miedo y empezó a hundirse, y gritó “¡Señor, sálvame!”. Pedro recae en la crisis de fe. Pero reacciona. Jesús le dice: “Hombre de poca fe ¿por qué has dudado?”. El Señor fortalece a Pedro en orden a otras crisis fuertes. “Y en cuanto subieron Jesús y Pedro a la barca, cesó el viento”. Pedro aparece como modelo de discípulo que va seguro hacia Jesús, pero los vientos le abaten. Duda, pero no es duda de pensamiento, pues confiesa que Jesús es el Señor. Su mismo grito de angustia es un acto de fe. Pero la fe no es total si no informa hasta los actos reflejos de la vida. Jesús educa la fe de sus discípulos en vista de otras tempestades. Los que estaban en la barca clamaron: “en verdad eres el Hijo de Dios”. Es la respuesta fiel al interrogante “¿quién es este?”.
Mateo, en este evangelio, nos lleva a revitalizar nuestra fe en Cristo, centrándola en su misma persona. La fe verdadera no se reduce a tener por verdaderas algunas creencias, o al mantenimiento de unas prácticas especiales. La fe nos sitúa ante Dios en directo, vivido y aceptado radicalmente en nuestra vida. La fe es vivir su vida, no la nuestra. Es cederle a él el timón de nuestra existencia. El hombre nace en la debilidad, vive en la fragmentación y muere en la inseguridad. La fe dilata nuestra vida en la dimensión de lo absoluto. Le introduce en el mundo de Dios, como el suyo propio. Y para ello le transfiere una capacidad divina, no solo una facilidad psicológica. La fe crea en nosotros una connaturalidad divina por la que Dios nos ilumina con su misma luz y nos mueve con su propia fuerza. La fe es algo tan poderoso que Jesús afirma que “quien cree ya ha resucitado” (Jn 11,25), “posee la vida eterna” (Jn 3,16). La fe es la vida de Cristo en nosotros: “Vivo yo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí. La vida que vivo al presente en mi carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20).
Si queremos vivir la vida de Dios, debemos orar como lo hizo Jesús. Orar es estar del todo con Dios. Así lo hizo él. Es entrar ya en la eternidad. Es ser otro. Ser él. Es cambiar. Es experimentar la capacidad de apertura y de sentido. Es vencer la no receptividad, la impermeabilidad ante la penetración de la luz y de la vida en el hondón mismo de nuestras tinieblas y de nuestras noches, de nuestra frialdad, para que Dios entre definitivamente en nuestra vida. Decir sí a Dios es la actitud más grandiosa del hombre en la tierra. ¡Es el cielo!
Francisco Martínez
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